Las iglesias ya no parecen iglesias. Esto, que podría sonar a una afirmación hiperbólica o nostálgica. Pero es la constatación amarga de un fenómeno que lleva décadas destruyendo los cimientos espirituales de nuestras comunidades.
Muchos de los nuevos templos —esos que van surgiendo con geometrías osadas y materiales desnudos— ya no ayudan a la liturgia.
La arquitectura sagrada, que durante siglos fue expresión de la fe del pueblo, se ha reinventado en un ejercicio estético, una exploración de formas sin fondo que más que elevar al cielo, parecen hundirnos en la confusión.
¿Dónde está el rostro de Dios?
El templo cristiano siempre fue más que un recinto funcional. Es, ante todo, el lugar donde habita Dios.
Es el espacio donde se perpetúa el Sacrificio del Calvario, donde el Cuerpo de Cristo se ofrece por nosotros y donde los fieles se postran y se salvan.
Durante siglos, ese lugar fue concebido como una teología en piedra, una predicación visual o catecismo para los ojos. Cada piedra, cada pórtico, cada bóveda, cada retablo hablaba al alma, la interpelaba, la impulsaba.
El arte y la arquitectura no son añadidos decorativos, sino parte integral del mensaje de la fe.
Hoy, sin embargo, muchos templos parecen negarse a sí mismos. Entran los fieles y uno no saben hacia dónde mirar, ni qué venerar.
Hay muchas iglesias sin orientación litúrgica, sin símbolos. Se avanzado hacia una horrenda dirección donde lo sagrado ha sido reemplazado por lo neutro. Y entonces ¿para qué fue construido?
La manera en que construimos nuestras iglesias refleja lo que creemos, y lo que no.
Un templo que te abre al misterio o que no distingue entre el presbiterio y el pasillo, es reflejo de una fe que se ha vuelto ambigua, horizontal e imprecisa.
El problema no es solo estético por una nueva arquitectura contemporánea. Es profundamente espiritual.
Más allá del estilo constructivo el alma necesita signos, necesita belleza, necesita que la arquitectura le invite a salir de sí.
Por otro lado, la liturgia católica pide un marco que la sostenga y que la exprese.
No se puede invocar a Dios en lugares donde ni siquiera es claro dónde está el altar. Es mucho más difícil celebrar lo eterno entre paredes que parecen haber sido diseñadas para lo efímero.
La pérdida de la orientación
Las iglesias antiguas se construían orientadas: el ábside hacia oriente, hacia la luz del Resucitado.
El campanario alzándose como dedo que señala el cielo. El crucero como evocación de la cruz. Todo tenía sentido. Todo era pedagogía espiritual.
Hoy, en cambio, la orientación ha sido abandonada —literal y simbólicamente—. Lo importante, se dice, es que el espacio “funcione”, que sea “moderno”, “abierto”, “participativo”. Pero en ese empeño por lo funcional, hemos perdido lo trascendente.
¿Es esto lo que nos merecemos?
La arquitectura, como toda forma de arte, no surge en el vacío. Expresa una cultura y un estado espiritual.
Quizá estas iglesias asépticas, minimalistas son reflejo de una fe que se ha vuelto superficial, tibia y que vive de lo cómodo.
Pero no todo está perdido. Gracias a Dios, hoy en día hay comunidades y arquitectos que entienden que la arquitectura de una iglesia parte de una necesidad espiritual.
El camino de la belleza
Tal vez tengamos que volver a acoger el poder de la belleza como vía hacia la fe y retomar la lógica de la tradición: esa que sabe integrar lo nuevo sin perder lo esencial.
El templo de una iglesia debe ser alto, reconocible, orientado, simbólico. Debe ser signo del Cielo en medio de la tierra. Debe ser el lugar donde los fieles sientan que han entrado en algo distinto y sobrenatural. Un lugar donde Cristo pueda realmente habitar.
Porque si no es así, nuestras iglesias dejan de hablar de Dios.
Como decía San Juan Pablo II: “La Iglesia necesita del arte para hacer perceptible y comprensible el mundo del espíritu”.
Volver a concebir la iglesia como el lugar del sacrificio eucarístico, no como salón multiusos. Y dejar que la belleza —la verdadera belleza— vuelva a ser camino hacia la fe.
Que el templo vuelva a ser templo. Que Cristo, al menos, pueda entrar en su propia casa.





