En Corea del Sur, uno de los países más tecnificados del planeta, el gobierno decidió dar un salto que parecía irreversible: sustituir los libros tradicionales por libros de texto impulsados por inteligencia artificial. Los presentaron como el futuro, como la revolución educativa del siglo XXI. Invirtieron cantidades colosales de dinero, presionaron a profesores y alumnos para adaptarse a contrarreloj y proclamaron que la escuela, por fin, sería “personalizada” gracias a los algoritmos.
Cuatro meses después, el programa fue retirado.
La caída fue tan rápida como estrepitosa. Lo que iba a ser la gran transformación educativa terminó convertido en material opcional que casi nadie quiere usar. Una historia reciente que no solo evidencia un fallo técnico, sino un profundo error antropológico: se olvidó que la educación es un acto humano, relacional, lento y arraigado en la tradición.
Algo que la Iglesia lleva siglos recordando.
Lo ocurrido en Corea del Sur es mucho más que un caso aislado: es un aviso global ante la tentación de entregar la formación de nuestros hijos a pantallas, dispositivos y sistemas que prometen mucho, pero entienden muy poco del corazón humano.
Una apuesta tecnológica impulsada por la prisa y la ideología
El entonces presidente Yoon Suk Yeol anunció la implantación inmediata de libros de texto con IA en matemáticas, inglés e informática. Para ello, el Estado gastó 726 millones de euros en equipamiento y formación, mientras las editoriales invirtieron otros 484 millones en desarrollar contenidos digitales.
Todo ello en un tiempo ridículo:
- 12 meses para desarrollar,
- 3 meses para revisar,
- 3 meses para preparar.
Un libro físico de calidad tarda cerca de 18 meses en escribirse y 15 en ser revisado, corregido, editado y ajustado para su uso real en las aulas.
Un libro de texto con IA se produjo en tiempo récord, como si educar fuera equivalente a programar un videojuego.
La educación tradicional enseña paciencia, método, profundidad.
La educación digitalizada impone la velocidad de los procesos industriales.
Pantallas por todas partes: el espejismo de la “personalización”
La propaganda del programa aseguraba que la IA “personalizaría” el aprendizaje.
La realidad fue la contraria:
- contenidos mal ajustados,
- actividades repetitivas,
- niveles erróneos,
- herramientas difíciles de usar,
- alumnos desconcentrados más tiempo que nunca.
Ko Ho-dam, un estudiante de secundaria, lo resumió de forma brutal:
“Todas las clases se retrasaron por errores. Y no me concentraba con el portátil. No aprendía mejor.”
La supuesta personalización no era más que una ilusión tecnológica.
Un algoritmo no conoce a un niño.
No sabe si está cansado, preocupado, distraído.
No detecta una mirada perdida ni comprende una pregunta no formulada.
La tradición educativa —desde los clásicos griegos hasta la pedagogía cristiana— sostiene que el aprendizaje nace del encuentro personal entre maestro y alumno.
La IA reduce ese encuentro a clics, recomendaciones automáticas y respuestas genéricas.
Corea del Sur, un país ya enfermo de pantallas
El fracaso del programa también estalló por una razón evidente: Corea del Sur es uno de los países con mayor adicción digital del mundo.
- Uno de cada dos jóvenes está en riesgo de adicción al smartphone.
- Tras la pandemia, el problema aumentó entre un 30 y 40%.
- Existen centros de desintoxicación digital desde 2002.
- Y a partir de 2026 se prohibirán los móviles en las escuelas.
En ese contexto, introducir más pantallas en las aulas fue una decisión irresponsable.
La Iglesia ha advertido reiteradamente sobre la “colonización digital” y sobre la pérdida de atención, interioridad, memoria y capacidad de reflexión que genera la hiperconectividad.
Ninguna IA puede formar un alma que está siendo drenada por la pantalla.
La escuela no es un laboratorio: es una comunidad educativa
El programa surcoreano fracasó también porque trató a profesores y alumnos como sujetos de un experimento masivo.
Las quejas fueron inmediatas:
- Los docentes tenían más trabajo, no menos.
- Los alumnos estaban más confundidos.
- Las familias sentían que sus hijos “aprendían peor”.
- La privacidad de los menores estaba comprometida.
Esta experiencia confirma algo que el pensamiento católico afirma desde hace siglos:
la escuela debe estar al servicio del niño, no de las modas ni de los intereses políticos.
La educación tradicional no es un obstáculo para el progreso; es su condición de posibilidad.
Sin disciplina, sin método, sin estudio, sin relación humana, sin memoria cultural… ninguna innovación tiene sentido.
El maestro: el gran olvidado en la utopía tecnológica
Los defensores del programa aseguraban que la IA “aliviaría” la carga del maestro.
Pero la evidencia mostró lo contrario:
- más horas supervisando la herramienta,
- más corrección de errores,
- más tiempo frente a pantallas,
- y más ansiedad ante un sistema impuesto desde arriba.
La visión cristiana del maestro es completamente distinta:
es alguien que transmite sabiduría, no datos;
que guía, no ejecuta;
que acompaña, no se esconde detrás de un algoritmo.
La IA puede ser útil como herramienta auxiliar, pero nunca como base de un itinerario educativo.
La tradición pedagógica, desde Santo Tomás hasta los mejores educadores contemporáneos, insiste en que la enseñanza auténtica es un acto espiritual: un maestro que ilumina una inteligencia, no un programa que distribuye ejercicios.
La caída del programa: cuando la política interfiere en la educación
El desplome se aceleró tras la destitución del presidente Yoon y la llegada del nuevo gobierno, que cumplió su promesa de revertir el programa.
Las editoriales preparan demandas millonarias por los daños sufridos.
La politización fue total y, como en toda politización educativa, los niños fueron los grandes perjudicados.
Esto también es parte de la crítica católica a los sistemas educativos contemporáneos:
cuando la educación se utiliza para agendas ideológicas —sean tecnófilas, utilitaristas o socializantes—, se destruye su esencia.
La tecnología no debe dirigir la escuela.
Tampoco los intereses económicos.
Ni mucho menos la prisa política.
La escuela debe dirigirse desde la verdad del ser humano.
Las cifras finales: una retirada sin paliativos
Los datos muestran una realidad inequívoca:
- Adopción inicial: 37%.
- Adopción actual: 19%.
- Número de escuelas que lo usan: se redujo a la mitad.
La mayoría de profesores coincide:
el programa no mejoró la enseñanza.
La IA no resolvió problemas reales.
Y las pantallas solo añadieron nuevos obstáculos.
¿Qué educación necesita un niño? La respuesta que la tradición ya dio
Este fracaso confirma lo que la visión católica sostiene desde siempre:
1. Un niño aprende mejor con libros reales
Un libro físico exige concentración.
Educa la atención.
Permite descanso visual.
No roba la memoria; la fortalece.
2. La pantalla no es neutra
Modifica la forma de pensar,
reduce la paciencia,
estimula la impulsividad
y fragmenta la atención.
3. El maestro es insustituible
La IA puede corregir ejercicios.
Pero no puede infundir amor por el conocimiento.
No puede formar carácter.
No puede transmitir virtud.
4. La escuela necesita silencio, no estímulos
La sobrecarga sensorial destruye la reflexión.
La educación clásica lo sabía: aprender es un acto contemplativo.
5. La tradición no es enemiga del progreso
El progreso sin tradición es un cuerpo sin alma.
La tradición da raíz, sentido, estabilidad y jerarquía de valores.
Hacia una educación que forme personas, no usuarios
La lección que deja Corea del Sur no es antictecnológica.
Es profundamente humana:
la educación no puede convertirse en un sistema de gestión de datos.
La inteligencia artificial puede ayudar, pero no puede orientar.
Puede apoyar, pero no puede guiar.
Puede automatizar, pero no puede educar.
Los niños necesitan menos pantallas, no más.
Necesitan libros, maestros, disciplina, silencio, esfuerzo y relación humana.
Necesitan una educación que forme su inteligencia y su corazón, no que los adapte al ritmo de las máquinas.
Corea del Sur ha tropezado antes para que el resto del mundo pueda rectificar a tiempo
El experimento surcoreano fue breve, caro y profundamente revelador.
Mostró que la fascinación tecnológica puede llevar a decisiones pedagógicas peligrosas.
Y probó que, cuando las pantallas sustituyen a la tradición, la escuela pierde su alma.
La Iglesia siempre ha defendido que educar es un acto de amor y de verdad.
La IA no puede amar.
No puede comprender la dignidad del niño.
No puede enseñar sabiduría.
En un siglo que idolatra la pantalla, Corea del Sur acaba de recordarnos que la educación, para ser humana, debe ser profundamente tradicional.










