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A veces, una civilización se salva con una silla

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Esta mañana, convencida de que la jornada no podía ser más loca que el día anterior, me topé con la siguiente advertencia de la policía local de Santa Fe (Granada) en X: «Sabemos que sacar sillas o mesas a la puerta es tradición en muchos pueblos, pero la vía pública está regulada. Si la Policía pide retirarlas, hazlo por respeto y convivencia. Con civismo y sentido común no hay molestias. ¡Gracias por colaborar!» 

No sé ustedes, pero a mí se me ha helado el alma. No por la advertencia en sí, pues ya he aprendido que las leyes españolas últimamente gastan la misma lógica del semáforo.

Sino por lo que desaparece con la advertencia: una forma de vida, una manera de estar en el mundo, la silla en la puerta, la charla a la fresca, la vecina que pasa y pregunta por hijos y nietos.

Una silla en la puerta

Me dirán que exagero. Y podrán opinar. Pero una silla en la puerta es un regalo de sencillez, de saber vivir, de la vecindad como comunidad, de la pausa humilde, de la conversación sin agenda.

Una silla en la puerta es el saber palpitante de unas generaciones que fueron grandes no sólo por su poderío, sino porque aprendieron, quizá sin conocer a Platón ni a Chesterton, que la vida se comparte. Que el «logos» no es sólo de academia sino de sabios de corazón y que desciende a la plaza del pueblo, se sienta a la fresca y pregunta: «¿Cómo estás hoy, Manola?»

Me viene a la mente el libro de «El despertar de la señorita Prim» y me pregunto qué pensaría esta mujer de esta policía que se cree más sabia que el corazón humano. 

Ella, sí que entendería que la conversación empieza mucho antes de los grandes libros. Comienza, precisamente, en la puerta y con alguien que escucha sin mirar el móvil. Y no hay en ello ni peligro, ni incivismo, hay, simplemente, humanidad.

Falta de humanidad 

¿Y qué humanidad se nos está quedando? La del reglamento, el boletín oficial y el vecino que denuncia porque la silla del otro le molesta el paso de su perro. 

La humanidad de las pantallas, donde uno se conecta con medio mundo y no conoce al vecino del número 14. 

La humanidad sin niños jugando a la pelota, sin ancianas contando anécdotas de juventud, sin hombres charlando de fútbol o de política con unas cartas en la mano.

Una humanidad, en fin, sin conversación, sin frescor, sin frescura. Y ya que estamos sin gracia.

La civilización occidental no se define solo por sus conquistas, sino por su conversación.

El gran diálogo de las almas, que comenzó en los pórticos griegos, pasó a las bibliotecas monásticas, a los cafés de Viena y también, por qué no decirlo, a la sobremesa del domingo en familia y a la calle de tierra de un pueblo español, donde todos se conocen y nadie necesita pedir permiso para sacar la silla.

John Senior lo explicaba con una claridad sin fisuras: las ideas elevadas solo crecen en un suelo fértil de rimas, cuentos y conversaciones. 

El niño que oye charlar a su madre con su padre, en la cocina mientras limpian guisantes, está más cerca de leer a Calderón de la Barca que quien memoriza competencias digitales en una tablet reglada. 

Porque hay una educación vital, previa a toda instrucción, que se cultiva en lo cotidiano. Y si arrancamos la silla de la puerta, arrancamos también la posibilidad de esa educación: la de la comunión entre generaciones y la de la escucha paciente.

No se me entienda mal: no estoy abogando por una anarquía del mobiliario urbano. Soy la primera que reconoce la importancia de no entorpecer el paso del repartidor de Amazón. 

Pero entre el caos y la asfixia hay un mundo. Y ese mundo es el del sentido común, que nuestros abuelos practicaban con una naturalidad que hoy parece subversiva. Si una silla molesta, se mueve con toda la amabilidad posible.

Si el vecino necesita pasar, se le deja y de paso se le saluda. Pero si la Policía aparece para multar la charla, algo está profundamente roto. 

Se nos va la vida en reglamentos. Y mientras tanto, se nos olvida vivir. Se nos olvida que la vida no es sólo productividad, ni eficiencia, ni civismo de manual. La vida es también gratuidad, lentitud, contemplación, compartir… 

Flannery O’Connor decía que a veces la gracia se entiende mejor por su ausencia. Hoy, en las calles desiertas de mi pueblo percibo esa ausencia con un escalofrío. Y una, que ha sido testigo de cierta pérdida, no puede sino recordarlo con nostalgia y tristeza. 

Les ruego que no dejen de sacar la silla. Vivamos con el alma en los labios, con los ojos en el vecino. Y si acaso los reglamentos quieren ayudarnos, si de verdad quieren proteger la convivencia, que tengan en cuenta que, a veces, una civilización se salva con una silla.

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