La tecnología nos prometió conexión, pero en demasiadas ocasiones ha traído distancia. Las parejas, antes unidas por la cotidianidad de la vida en común, ahora se ven atrapadas en una tormenta de notificaciones, aplicaciones de citas que nunca desaparecen del teléfono y, en algunos casos, incluso en el falso abrazo de una inteligencia artificial que imita, con precisión escalofriante, el cariño humano.
La luz azul del teléfono ilumina su rostro mientras sus dedos tocan la pantalla. Él está sentado a su lado, mirando su propia pantalla en la penumbra de la habitación. No es la primera vez que esto ocurre. No será la última. La conversación entre ambos se ha vuelto un recuerdo lejano.
Los números cuentan la historia de una degradación gradual.
Las tasas de matrimonio han caído en picado, y el porcentaje de personas que nunca han contraído nupcias alcanza cifras récord.
La tecnología no es la única culpable, pero es imposible negar su impacto.
La facilidad con la que se puede descartar una conversación difícil enviando un mensaje en WhatsApp, la inmediatez con la que se puede buscar validación en un «match» de una aplicación de citas y la constante tentación de compararse con versiones idealizadas de otras relaciones que aparecen en redes sociales han convertido la intimidad en un campo de batalla digital.
Él recuerda los días en los que se sentaban juntos a la mesa del comedor y hablaban de su día, sus problemas, sus sueños. Ahora, la cena es un momento de interacción interrumpida: el teléfono vibra, la conversación se detiene. Ella sonríe ante la pantalla, no ante él.
Las relaciones humanas nunca han sido perfectas. Requieren esfuerzo, compromiso, sacrificio.
Sin embargo, el problema de la tecnología es que nos ha acostumbrado a una versión diluida del amor, una en la que la fricción desaparece.
En una relación real, el desacuerdo es inevitable, pero también lo es el crecimiento mutuo. Sin embargo, a día de hoy con los asistentes virtuales y los bots de compañía, hay una opción alternativa: una pareja digital que siempre dice lo correcto, que nunca discute y que confirma nuestra visión del mundo.
El auge de los bots de compañía y la inteligencia artificial diseñados para suplir la necesidad de afecto es, en muchos sentidos, el síntoma más inquietante de la transformación de las relaciones.
Si el amor humano es imperfecto y, a veces, doloroso, la tecnología nos ofrece un simulacro sin complicaciones. Naomi, el bot de inteligencia artificial, siempre tiene palabras dulces, siempre está disponible, siempre ríe con amabilidad en los momentos adecuados.
¿Cómo puede competir una pareja real con eso? ¿Cómo puede una esposa, con sus miedos y sus inseguridades, con sus días malos y sus noches de silencio, compararse con una IA programada para hacer sentir bien a su dueño en todo momento?
El problema no es solo la facilidad con la que la tecnología crea alternativas artificiales al amor humano. También es la manera en que reconfigura la manera en que las personas buscan pareja.
Las aplicaciones de citas han convertido el amor en un mercado, donde las personas son reducidas a fotos y descripciones optimizadas para captar la atención.
La ilusión de infinitas opciones hace que el compromiso parezca una renuncia a mejores posibilidades.
Para otros, la frustración de no ser lo suficientemente atractivos dentro del algoritmo los condena a la soledad.
El amor no es un algoritmo ni una ecuación de conveniencia.
La tecnología nos ha hecho olvidar que el amor verdadero no es solo satisfacción instantánea; es paciencia, es permanencia, es elegir a la misma persona una y otra vez a pesar de las dificultades.
Él apaga la luz del teléfono y la mira a los ojos. Hay una pausa, un instante de reconocimiento.
Quizás el amor, en esta era digital, requiere un acto de resistencia: dejar el teléfono a un lado, apagar las notificaciones, mirarse de verdad.
Porque si dejamos que la tecnología dicte las reglas del amor, pronto descubriremos que hemos cambiado la calidez de la imperfección humana por la fría perfección de la simulación.