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Armonía, cacofonía y acción política

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Los recientes artículos de Josep Miró titulados «Cuando un católico debe dejar su partido político. ¿Qué hacer?» tratan un tema y contienen observaciones de enorme interés. Me tomo la libertad de hacer algunas reflexiones al respecto, pues entiendo que sus textos son una invitación al intercambio de ideas y a un amplio y necesario debate sobre ellas; una discusión que, a mi entender, debería ser tan sincera, abierta y libre de prejuicios como seria, respetuosa y serena.

En primer lugar, creo que debemos ser conscientes de que el problema de la participación cívica en la actividad política no nos afecta sólo a los católicos.

En general, una observación atenta de la vida política a lo largo de décadas nos revela el hecho de que el ejercicio de la misma ha sido paulatinamente usurpado al ciudadano y monopolizado por los partidos políticos; y que éstos han ido del mismo modo alejándose de la ciudadanía, perdiendo autonomía y convirtiéndose en instrumentos de ambiciones particulares, de poderes económicos y de corrientes ideológicas cuyos intereses contradicen el fin de toda «res publica»: el bien común.

En este proceso el cristianismo, si es auténtico, inevitablemente se convierte en un obstáculo, en un molesto estorbo que se intenta eliminar

En este proceso el cristianismo, si es auténtico, inevitablemente se convierte en un obstáculo, en un molesto estorbo que se intenta eliminar, suerte que comparte con ciertos sectores de la izquierda y del conservadurismo tradicionales, aunque no sean cristianos. Por otra parte, los nuevos tiempos plantean problemas que representan un desafío para cualquier posición fundamentada en una tradición y con los que es muy fácil tener peligrosos tropiezos.

En el caso concreto de los cristianos se da una desventaja adicional, que es la de una trágica falta de unidad desde hace siglos.

Los católicos de generaciones pasadas pudieron beneficiarse de una gran unidad dentro de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Pero también ella entró en crisis en el período postconciliar. Las grietas dibujadas en el último tercio del siglo pasado y en los primeros años del presente se han ido convertiendo en abismos desde hace aproximadamente una década. Disputas internas, crecientes enconos, contradicciones, etc. han logrado no sólo fragmentar a la Iglesia, desconcertar a los fieles y hacer perder la fe a muchos, sino que también amenazan con hacer añicos la frágil unidad que aún conservamos.

La secular historia de nuestros continuos extravíos, infidelidades y traiciones al Evangelio tiene en el Antiguo Testamento un espejo en el que podemos mirarnos

Ciertamente ha habido intereses e interferencias externos que han contribuído a la crisis de la Iglesia. Pero también es verdad que si estos ataques desde fuera han tenido y están teniendo éxito, es porque nosotros, los católicos, hemos fracasado, nos hemos cargado de culpas y nos hemos dejado corromper. Y no desde ayer. La secular historia de nuestros continuos extravíos, infidelidades y traiciones al Evangelio tiene en el Antiguo Testamento un espejo en el que podemos mirarnos: igual que nosotros, los antiguos israelitas cayeron una y otra vez en la infidelidad y el abuso.

Es evidente que no podemos seguir renegando de nuestros principios fundamentales como lo estamos haciendo. Pero no es menos cierto que debemos responder a los desafíos del momento, que no podemos ignorarlos ni pretender vivir al margen de ellos. Pensemos, por citar un solo ejemplo, en el inmenso y urgente desafío, no sólo material, sino (aún mucho más) moral y teológico, que representan la crisis medioambiental y la dimensión ética de nuestras relaciones con todas las criaturas de Dios que pueblan la Tierra.

Pero para intentar entender las numerosísimas y acuciantes cuestiones que nos plantea la situación histórica en que vivimos y para poder articular este entendimiento en una acción política eficaz, necesitamos ante todo saber quiénes somos, dónde estamos, a qué estamos obligados, qué queremos y cómo. Me parece que en estos momentos no somos capaces de dar respuestas verdaderamente coherentes y fundamentadas a estas preguntas y menos todavía aspirar a que estas respuestas sean comunes y mínimamene unitarias. No quiere decir esto que deban ser idénticas y uniformes, que tengan que formar una monodia, pero sí deben evitar la discordancia.

En la actualidad los católicos nos estamos convirtiendo cada vez más en una turba en la que cada uno toca su propia partitura como mejor le parece

En una orquesta suenan instrumentos diferentes, con diferentes timbres, tesituras y potencias de intensidad, pero de manera que la música que tocan forma un todo armónico en el que incluso ciertas disonancias puede contribuir a dar belleza y sentido a la obra de arte resultante. En la actualidad los católicos nos estamos convirtiendo cada vez más en una turba en la que cada uno toca su propia partitura como mejor le parece, por lo que el resultado es una confusa cacofonía.

Debemos reencontrar una partitura común y aprender a interpretarla correctamente; y también necesitamos algo de lo que, al parecer, también estamos muy escasos: buenos directores de orquesta. Lograr un mínimo de unidad (del que por el momento carecemos) es un requisito indispensable para poder empezar a recuperar influencia social por medio de la acción política.

En resumen, necesitamos reevangelizarnos a nosotros mismos si queremos evitar nuestra propia extinción.
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