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¿Puede un católico asistir a una boda inválida?

Familia

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Piense en el amigo que se casa de nuevo sin anular su matrimonio previo o en el primo que libre y voluntariamente celebra nupcias en un juzgado civil con una persona de su mismo sexo.

¿Acaso es lícito ser testigo de dichas uniones?

¿No incurre uno en complicidad con el error al presenciar un acto contrario a lo que la Iglesia considera santamente dispuesto?

A la luz del Magisterio y recurriendo a la lógica de la ley canónica, conviene desentrañar los matices que explican el porqué de estas restricciones y sus posibles excepciones.

El propósito: llevar luz al creyente deseoso de obrar según su recta conciencia, sin descuidar el deber de la caridad y sin levantar —por acto u omisión— escándalo en la comunidad cristiana.

El fundamento doctrinal: la realidad del matrimonio

Todo matrimonio genuino, conforme a la ley divina y natural, exige dos requisitos primordiales:

  1. Un hombre y una mujer capaces de contraer matrimonio (es decir, sin impedimentos insalvables).
  2. Un consentimiento legítimo para ser esposos.

De cumplirse estas dos condiciones, se constituye la esencia misma de esa alianza sagrada. Sin embargo, para quienes han recibido el Bautismo en la Iglesia católica —o han sido recibidos en ella— se requiere además el requisito de la forma canónica. Dicho en un lenguaje llano: los católicos deben celebrar su matrimonio ante la autoridad eclesiástica competente  y con la presencia de dos testigos.

Este tercer elemento, aunque no pertenece a la ley natural ni divina —ya que es de índole eclesiástica—, obliga a los católicos precisamente porque la Iglesia, en su sabiduría, ha considerado necesario imponer tal formalidad para evitar confusiones y proteger la verdad del sacramento.

La esencia del “matrimonio inválido”

Cuando hablamos de un «matrimonio inválido», hablamos de que no existe matrimonio a los ojos de Dios y de su Iglesia. Aunque la sociedad civil lo reconozca como válido o lo rubrique con solemnidades, la realidad objetiva es que la unión no ha adquirido la dignidad sacramental ni la solidez del vínculo canónico. Visto con crudeza, se trata de una convivencia que, por falta de validez, constituye materialmente un estado pecaminoso.

Para la conciencia católica, participar en la celebración de este tipo de uniones puede suponer dos realidades peligrosas:

  • Cooperación en el pecado: al asistir, ¿estoy dando mi aprobación moral a aquello que la Iglesia rechaza?
  • Escándalo: ¿causaré confusión a otros creyentes, que podrían interpretar mi presencia como aquiescencia a lo ilícito?

Con sobrada razón, la Iglesia aconseja la abstención de asistir a una boda inválida, salvo en contadísimos casos excepcionales y dejando clara la postura, porque la participación habitual o indiferente refuerza la falsa idea de que «no pasa nada».

La gravedad de la materia

No todas las causas de invalidez tienen la misma raíz. Si la pretendida unión contraviene de lleno la ley divina o natural —por ejemplo, un matrimonio entre personas del mismo sexo, o la unión de quien ya está casado— la ilicitud es más clara e incontestable.

No obstante, cuando la única causa de invalidez es la ausencia de la forma canónica, la cuestión requiere un análisis más sutil. Por ejemplo, si un hombre y una mujer bautizados en la Iglesia católica, libres de cualquier otro impedimento, deciden casarse en una ceremonia civil ignorando que eso, sin dispensa, implica la nulidad del vínculo, sus intenciones (casarse legítimamente) no atentan contra la ley natural o divina en sí, pero sí faltan a una norma obligatoria de la Iglesia.

Este acto sigue siendo objetivamente desobediente, mas no equivale a despreciar la esencia del matrimonio (un hombre, una mujer y su consentimiento).

¿Cuándo podría ser lícito asistir?

Por lo general, debe existir un serio motivo para plantearse la asistencia —por ejemplo, la paz familiar, el acompañamiento de un allegado que atraviesa crisis de fe o la necesidad de evitar que el alejamiento provoque mayor rencor hacia la Iglesia— y, aun así, debe haber una examinación profunda del corazón:

  • ¿El novio o la novia conocen la obligación canónica y la rechazan expresamente, quizá por resentimiento contra la Iglesia?
  • ¿Podría mi presencia dar a entender que veo esta boda como un matrimonio verdadero y, por ende, confundir a otros fieles?

Como se ha dicho, en casos excepcionales la  asistencia podría estar justificada. Sin embargo, sería preciso evitar toda actitud que sugiera una aprobación incuestionable (por ejemplo, asumir un papel protagónico en la ceremonia). Conviene, además, aclarar discretamente (cuando sea posible) que uno no considera el matrimonio como válido y que su presencia obedece a un deber de caridad y prudencia, no a la aprobación del acto ilícito.

El cuidado de no fomentar el escándalo

El escándalo, recordemos, no solo se produce cuando se induce directamente a otro a pecar, sino también cuando se contribuye a la confusión de los fieles. En nuestros tiempos, basta un gesto, una foto, un comentario mal entendido para que muchos saquen conclusiones precipitadas.

El consejo del Magisterio, pues, es actuar con suma prudencia, valorando las consecuencias visibles e invisibles de nuestros actos. La normatividad eclesiástica no es un capricho ni una camisa de fuerza arbitraria, sino un escudo protector de la dignidad sacramental y la paz interior de los esposos.

Que no nos engañe la sociedad: el matrimonio verdadero, reflejo de la unión indisoluble entre Cristo y su Iglesia, exige una respuesta sincera y total por parte de los contrayentes. Y si bien la caridad nos mueve a querer estar con nuestros seres queridos en momentos señalados, la misma caridad —enraizada en la verdad— nos urge a no cooperar con el error ni inducir al prójimo a escandalizarse con nuestra presencia.

Por tanto, ante la duda, la asistencia a una boda inválida ha de sopesarse con la mirada puesta en el bien de las almas y en la obediencia de fe.

No se trata de estrechez de miras, sino de reconocer que la Iglesia, como Madre, nos ha dado criterios para salvaguardar el sacramento y evitar la confusión de los fieles.

Que cada católico, iluminado por la Gracia y con consejo prudente, discierna si su asistencia redundará en la gloria de Dios o, por el contrario, llevará a la confusión.

Solo de ese modo, firmes en la Verdad, contribuiremos a que brille la belleza perenne del matrimonio cristiano.

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