En el evangelio (Lc 13, 1-5), leído el día 20 de marzo en nuestras iglesias, habla Jesús del asesinato de unos galileos y comenta: ¿Pensáis que esos galileos fueran más pecadores que los otros por haber padecido todo esto? Yo os digo que no; y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis.”
Así, si interpretamos que las guerras son algo permitido por Dios y que tienen connotación de castigo, haríamos muy bien en pensar que nosotros mismos lo merecemos tanto como los que las padecen. E hiciéramos penitencia tal como indica el Señor, es decir nos convirtiéramos abandonando los malos caminos.
En las apariciones de la Virgen en Fátima (de actualidad por el acto reciente de consagración de Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María) la Virgen da a entender que las guerras (su permisión divina) pueden ser un castigo. Así como que la oración puede alcanzar la paz y el fin de la guerra (entonces, en 1917, estaba en curso la sangrienta Primera Guerra Mundial). Dice, pues, la Virgen: “Rezad el Rosario todos los días, para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra” (1ª aparición de la Virgen, 13 de mayo de 1917).
Y en la 3ª aparición (13 julio 1917): “La guerra va a terminar. Pero si no dejan de ofender al Señor, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, el hambre y de persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre”. Se alude aquí como futuro castigo a la feroz Segunda Guerra Mundial que estalló después de unos años.
Pero, aunque la Virgen de Fátima señala claramente que la guerra puede ser permitida como castigo, no debemos apresurarnos a ligarla linealmente con culpabilidad, ya que en esta misma aparición continúa la Virgen, explicando detalles del castigo: “Los buenos serán martirizados (…)”. Es decir, que, en el contexto del castigo colectivo, mueren culpables e inocentes; “pagan justos por pecadores”.
Y, aunque alguno rasgue sus vestiduras, las víctimas inocentes impetran misericordia para los pecadores, incluso para sus verdugos, imitando a Jesús, que rogó: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, y uniéndose, así, con una intimidad especial con Dios, con Cristo, para, como mártires, gozar de una bienaventuranza privilegiada y eterna.
Por otra parte, incluso en los castigos permitidos por Dios, está abierta de par en par su misericordia para quienes, abrumados por el dolor, se dirigen arrepentidos al Padre que siempre espera como esperaba el padre del hijo pródigo.
Tomemos el ejemplo del Buen Ladrón (Lc 23, 39-43), qué duda cabe, pasaba el trance de terrible dolor, cuando colgado en la cruz, entre acerbos sufrimientos, reconoce: (dirigiéndose al otro ladrón crucificado junto a Jesús): “¿Ni tú que estás sufriendo el mismo suplicio temes a Dios? Y nosotros justamente, porque recibimos el digno castigo de nuestras culpas; pero éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino. Y le dijo Jesús: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Así, imitemos, llegado el caso, al buen ladrón a quien el castigo se le tornó en moneda de su eterna bienaventuranza: El dolor en saludable medicina. Porque todo dolor que nos conduce a la salvación por siempre, tiene el peso de una gota, comparado con un mar infinito de felicidad.