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Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (I)

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Marzo es el mes josefino por excelencia. Todo el mes, tanto antes como después del día 19, viene marcado por la figura de san José. Figura recia la de este hombre justo y bueno, diligente y callado, familiar y laborioso. San José, prototipo de cabeza de familia y referente segurísimo en el ejercicio de la paternidad, que él llevó a cabo de manera discreta y valiente.

Es sabido que desde que el beato papa Pío IX lo declarara Patrón de la Iglesia Católica en 1870, la atención de los pontífices a san José ha sido una constante; todos han hablado de él, y todos bien, enalteciéndolo como modelo de esposo y de padre. De entre las cosas que los papas han dicho de san José, hay una que llama la atención porque se repite mucho: la de su vocación de custodio de la Sagrada Familia. Como se puede entender por el título, en este aspecto de custodio se centra el contenido de este artículo, pero el propósito no es hablar de san José, sino de la función de custodio que corresponde a todo cabeza de familia, para lo cual, eso sí, miramos a san José como el modelo que mejor encarna esta función.

Hace años, en esta misma sección, EL TALLER publicó varios artículos relativos a la figura del padre, no a los dos padres, padre y madre, sino al varón, al “cabeza de familia”. En relación con esto, creo conveniente, antes de continuar, dejar dicho que para el ordenamiento legal el cabeza de familia no existe, pues no hay nadie que sea “el cabeza de familia”, ya que las funciones que podríamos entender como propias del cabeza de familia están asignadas y repartidas por igual a cada uno de los padres. Pero aquí no entramos ni salimos en lo que establezca el ordenamiento legal, permanentemente cambiante, aquí hablamos de criterios educativos válidos para siempre y de planteamientos de vida de familia a la luz de la doctrina católica basada en la Palabra de Dios y en la enseñanza de la Iglesia. Y tanto en la Sagrada Escritura como en la enseñanza de la Iglesia se nos habla del cabeza de familia, aplicado al varón. La Palabra de Dios es inequívoca y explícita: “El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia” (Ef 5, 23), y, siéndolo de la mujer, lo es por extensión, de los hijos, fruto de su unión con la mujer. Y en cuanto a la doctrina de la Iglesia, esta, refiriéndose a san José, afirma con toda claridad que san José es cabeza de la Sagrada Familia. Así lo enseñaba León XIII al declarar a san José patrono de la Iglesia: José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia” (Quamquam pluries, 3). Y así lo enseña hoy el papa Francisco cuando habla de san José, el cual “en su papel de cabeza de familia enseñó a Jesús…” (Patris cordes, 3).

Hecha esta puntualización, vamos ahora con algo que ha llamado mi atención al preparar este artículo, y es la palabra custodiar. En todas las enseñanzas sobre san José, la función de custodio de su familia (la Sagrada Familia) queda especialmente destacada, tanto como que aparece en el título del principal documento del papa san Juan Pablo II sobre san José: “Redemptoris custos: Custodio del Redentor”.

¿Qué es custodiar?

El verbo custodiar dirige nuestro pensamiento a algo que es valioso y frágil a la vez, algo que hay que proteger porque puede ser dañado con facilidad. Se custodian documentos importantes, joyas, obras de arte… y, por encima de todo ello, se custodia a las personas necesitadas de especial protección. Se custodia la Santa Hostia cuya materialidad es una oblea de pan extremadamente débil, alojada en esa corona de orfebrería a la que llamamos precisamente así, custodia. Basta con este primer acercamiento al concepto de custodia para entender la precisión con que viene definido por el diccionario de la Academia de la Lengua. “Custodiar: Guardar con cuidado y vigilancia”.

Pues bien, esta fue la vocación de san José respecto de la Sagrada Familia y esta es la vocación y la misión de todo varón cabeza de familia. Esto es lo que quiere hacer cualquier esposo y padre celoso del bien de los suyos, lo que le sale de dentro por su condición de varón. De la misma manera que hay una serie de funciones asociadas a la maternidad a las que la mujer tiende por naturaleza, el varón tiene también las suyas propias, que le corresponden por su hombría, por ser hombre-hombre, entre las cuales está la de protector de toda la familia. Esta es su forma específica de amar como hombre y de ejercer el amor al modo masculino, guardar con cuidado y vigilancia sus tesoros.

Nótese que se trata no solo de proteger frente a riesgos de seguridad, como podría hacerlo cualquiera de los sistemas al uso, basados en medios electrónicos o informáticos, sino personalmente, con tacto, con celo, con esmero. Cualquiera de esos sistemas artificiales pueden impedir una intrusión o activar una alarma (y no es poco si lo hacen con eficacia), pero no  pueden actuar personalmente, no pueden, por ejemplo, proteger la inocencia infantil que es un bien incluso superior a la mera integridad física. Esta función de dar seguridad y protección es la primera misión encomendada a los padres varones, una misión que todos debemos tener clara: los primeros ellos mismos; en segundo lugar, la esposa; después los hijos, y especialmente las hijas; y, por último, la sociedad entera. Una misión indiscutible aunque, por desgracia, cuestionada y sometida a discusión constante.

Por experiencia personal, propia y ajena, sé que hay razones sobradas para quejarse de los defectos de los varones con toda razón y que son muchas las quejas justificadas sobre el papel de los hombres y el machismo

Por experiencia personal, propia y ajena, sé que hay razones sobradas para quejarse de los defectos de los varones con toda razón y que son muchas las quejas justificadas sobre el papel de los hombres y el machismo. En esas quejas hay una parte importante de verdad, pero estos fallos no anulan la vocación; los errores típicos de los esposos y de los padres no justifican que estos tengan que abdicar de la tarea que Dios les ha encomendado por dos vías complementarias y llamadas a fundirse en una sola: la vía de la naturaleza y la vía de la gracia; por la vía de la naturaleza dotándolos de una psicología masculina diferente y complementaria con la femenina, y por la vía de la gracia, perfeccionando (que no anulando) las tendencias propias de esa psicología varonil. La virilidad, la forma masculina de estar en el mundo, procede del sexo y de la educación; la gracia, que es algo sobrenatural, procede de los medios sobrenaturales, la oración y la práctica de los sacramentos, y de entre estos, la gracia específica del sacramento del Santo Matrimonio.

Soy consciente de que esto que estoy escribiendo choca frontalmente contra los criterios hoy dominantes, procedentes del feminismo y de la ideología de género, obcecados ambos en negar la naturaleza y en muchos casos en negar a Dios que “varón y mujer los creó” (Gen 1, 27).

Pero el feminismo pasará, la ideología de género acabará disipándose como lo que es, un consorcio de necedad y protervia, humo tóxico sin fundamento real, y si acaso queda algo de ella, no será sino un mal recuerdo para los estudiosos de la historia de las ideas. Hoy tiene invadidas las cabezas a base de oleadas y más oleadas de una única campaña empezada hace décadas y sostenida en el tiempo con medios muy poderosos, especialmente los que dirigen la opinión pública. Un verdadero Goliat contra el que solo se levanta la voz de la Iglesia (en la que no faltan voces contaminadas de esa misma ideología). De ahí los ataques furibundos hacia la Iglesia y las campañas de desprestigio contra ella.

La cosa viene de lejos, digo, de hace décadas. En 1998, hace veinticuatro años, se estrenaba en Francia la película “El hombre es una mujer como las otras”. El título lo dice todo sobre la crisis de virilidad y sobre la precariedad del papel del hombre, pero hay que retroceder aún más. “Alrededor de los años setenta, [se proyectaba] una imagen tan mala del padre que aparecía como un antimodelo. (…) Desde el final de los años ochenta (…) la imagen del padre, de mala ha pasado a ser borrosa; después ha venido la imagen del padre humillado hasta el punto de que se ha hecho imposible identificarse con él” (Tony Anatrella. La diferencia prohibida, págs. 61-62. Madrid, Encuentro); en la actualidad —añado yo por mi parte— se ha levantado contra él una campaña de hostilidad que llega hasta el odio, cuya consecuencia inmediata es ver al hombre como enemigo contra el que luchar. La ideología de género no es una ideología más, sino una ideología radical, que no se anda con chiquitas, cuyos efectos están a la vista en forma de rupturas familiares, violencia desbocada y descomposición social. ¿Hacen falta más argumentos para justificar que es una ideología cargada de necedad y malicia?

¿Cómo hacerla frente? Cayendo en la cuenta de que las ideologías son sistemas de pensamiento, estructuras de ideas (por eso se llaman ideologías) que alcanzan sus objetivos cuando se materializan, es decir, cuando se llevan a la práctica en hechos visibles. Pero distingamos los efectos de las ideologías con su esencia. Por ser ideas, su esencia es espiritual. Solo los seres espirituales pueden generar ideologías, no así los animales. Saber esto no es ocioso ni baladí, porque la lucha contra las ideologías solo puede hacerse desde las ideas, es decir desde el espíritu; con ideas que respondan a la verdad y la expongan, o lo que es lo mismo, con armas espirituales y con la verdad del Espíritu.

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