Una vez más, los obispos norteamericanos demuestran su coraje para pronunciarse en defensa de los derechos humanos, a pesar de resultar incómodos en uno u otro lado del espectro político. Con la misma libertad con la que defienden el derecho a la vida frente a las legislaciones abortistas, en los últimos años han hecho frente a las nuevas corrientes xenófobas y han ofrecido sus parroquias como hospital de campaña para el extranjero. Es el santo y seña de una Iglesia que nunca ha olvidado sus orígenes migrantes. Y que igual que en su día desempeñó un papel decisivo para la integración en la sociedad de millones de migrantes irlandeses, italianos o alemanes, hoy es la gran defensora de los nuevos vecinos llegados del sur del continente en busca de una vida digna para ellos y sus familias.
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