Escribí hace tiempo acerca de lo que algunos han bautizado como “aborto postnatal”, la posibilidad de matar a niños ya nacidos por diferentes motivos. ¿Y por qué no? En buena lógica abortista, los motivos para eliminar a un niño antes de nacer pueden persistir y ser igualmente válidos tras el parto. Nos resistimos, debido sin duda a antiguos tabúes, pero si aplicamos los argumentos con que se justifica el aborto difícilmente podemos negarnos a aceptar el infanticidio.
Lo ha vuelto a recordar en un artículo en la revista Bioethics, Joona Räsänen, un profesor de bioética en la Universidad de Oslo, que ha insistido en argumentar la moralidad del infanticidio (eso sí, para no asustar demasiado a sus lectores, insiste en que se trata sólo de reflexiones teóricas)
Vale la pena detenerse un momento a repasar los argumentos de Räsänen y descubrir así el sinsentido al que la reflexión humana puede llegar cuando se olvidan los principios más fundamentales.
En primer lugar, Räsänen argumenta que el derecho a la vida que defiende los pro-vida, tanto para los niños antes de nacer como después de hacerlo, no es suficiente para hacer inmoral el infanticidio. En otro artículo publicado el año pasado acerca de la gestación en úteros artificiales, Räsänen planteaba el caso de que un embrión pudiera llegar a nacer en contra de la voluntad de uno de sus padres biológicos, violando de este modo su derecho a la privacidad. En consecuencia, el progenitor biológico tendría derecho a matar al niño, pues para Räsänen el derecho a la privacidad debe tener preeminencia sobre el derecho a la vida, al menos en las primeras etapas de la vida. Y no, no nos lo estamos inventando ni estamos manipulando las palabras de la académica finlandesa, que escribe textualmente lo siguiente:
“Puede existir un argumento que da, por ejemplo, a los padres genéticos el derecho a matar (o a dejar morir) a su hijo recién nacido incluso si éste tiene derecho a la vida. Por ejemplo, se puede argumentar que las personas tienen derecho a su privacidad genética y puesto que el niño recién nacido lleva el material genético de sus padres genéticos puede estar violando su derecho a la privacidad genética. Dicho de otro modo: el feto no tiene un derecho al material genético de sus padres”.
Hasta aquí la cita de Räsänen. Una cita en la que desvela todas sus fallas: el niño, feto, embrión nunca es considerado como un ser, cuando lo es. De modo arbitrario es considerado como una especie de apéndice, de excremento, sobre el que podemos disponer a nuestro antojo. Sólo negándole la humanidad a ese ser humano se puede construir el edificio argumental que alza Räsänen. A continuación saca de la chistera un supuesto derecho a la privacidad que convierte en el absoluto ante el que todo debe de ser sacrificado, también la vida. Estremece el pensar las consecuencias que la extensión de ese derecho a la privacidad podría provocar y cómo se podría emplear para justificar la violación de cualquier otro derecho, incluido el derecho a la vida, en otros casos en los que colisionasen con ese sacrosanto derecho a la privacidad, nuevo Moloch que exige el sacrificio de todo lo que se ponga en su camino.
Se equivoca Räsänen al negar al feto el derecho al material genético de sus padres: ¿Cómo se le puede negar el derecho a lo que constituye su ser? ¿En base a qué retendría alguien derecho sobre lo que ha entregado de modo absoluto y que ya no le pertenece? Solo considerando a los hijos como apéndices de los padres se puede argumentar así, lo que por otro lado les negaría cualquier derecho y los convertiría en miserables objetos, menos que esclavos. ¿Para siempre? No, sostiene Räsänen, si el niño alcanza los 10 años ha vivido ya lo suficiente para tener “un fuerte interés temporal en continuar viviendo”. Cae aquí la académica en la falacia de todos los abortistas cuándo pretenden descubrir el momento mágico en que alguien deviene plenamente humano (algo que ya es desde la concepción, cuando presenta ya un ADN único e irrepetible). ¿Y qué pasa el día antes de que cumpla los 10 años? ¿Y por qué no 9? ¿O siete, o cuatro…? ¿Quién determina que ahora sí tiene interés en seguir viviendo?
Detengámonos ahora en otro de los argumentos de Räsänen para negar el derecho a la vida a un embrión. En este caso utiliza una supuesta reducción al absurdo y escribe:
“Si la muerte de un embrión es tan mala para el embrión como lo es la muerte para un adulto humano estándar, entonces los abortos espontáneos son una de las enfermedades más graves de nuestro tiempo y si no hacemos nada para detenerlas estaríamos actuando inmoralmente. Así que si los pro-vida realmente creen que los fetos humanos tienen estatuto moral, tienen la fuerte obligación moral de oponerse a los abortos espontáneos. Y sin embargo, pocos de ellos dedican sus esfuerzos a esta tarea”.
Una vez más la falacia salta a la vista. Claro que nos preocupan los abortos espontáneos y los pro-vida apoyamos toda investigación médica destinada a reducirlos, del mismo modo que apoyamos que la medicina progrese y sea capaz de curar tantas enfermedades que arrebatan vidas. Pero esto no invalida que combatamos principalmente los abortos provocados. También estamos a favor de investigar para reducir los infartos pero nos opondríamos de modo prioritario si hubiese personas que, por un hipotético mecanismo, fueran provocando infartos entre la gente que les resulta incómoda.
Para acabar, vale la pena detenerse en el argumento de Räsänen para negar que los fetos, o también los niños pequeños, sean personas:
“Un feto humano (o un niño) no puede valorar la continuidad de su vida, así que matarlo no viola su prosperidad, viola solo su posible futura prosperidad. La mera posibilidad de una prosperidad futura como fundamento de su estatuto moral es insostenible a menos que estemos dispuestos a aceptar que los gatos, que podrían milagrosamente convertirse en personas gracias a un suero mágico, tendrían los mismos derechos, antes de ser inyectados con el suero mágico, que las personas humanas. Esto sería así porque tendrían un potencial de llegar a ser como nosotros”.
La respuesta a la objeción del académico es obvia: muéstrame ese suero mágico y demuéstrame que los gatos se convierten en personas reales y empezará a proteger a los gatos. Mientras tanto, ahórrame argumentos ridículos.