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Desde hoy, en Australia los menores de 16 años no podrán usar redes sociales: ¿protección necesaria o Estado-padre?

Educación

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Desde este 10 de diciembre, Australia ha prohibido legalmente que los menores de 16 años tengan cuentas en redes sociales.

La medida, inédita a nivel mundial, llega en un momento en que muchas familias viven agotadas frente a la influencia omnipresente de pantallas y algoritmos sobre sus hijos.

El gobierno afirma que esta restricción no busca castigar a los jóvenes, sino protegerlos de una maquinaria digital que está erosionando su salud mental, su capacidad de atención y su desarrollo emocional.

Resulta imposible ignorar el contexto: vivimos una crisis silenciosa de ansiedad juvenil, trastornos de imagen corporal, insomnio, distracción permanente y adicción emocional a la comparación constante.

Lo que antes era una sospecha de padres y profesores ahora se confirma con documentos internos. Las filtraciones de Meta han revelado conversaciones donde empleados describen Instagram como “una droga”, reconocen comportamientos adictivos deliberadamente diseñados y se comparan con “traficantes”. La sentencia moral está ahí, escrita por ellos mismos.

Y en medio de esas revelaciones aparece la orden de Mark Zuckerberg pidiendo explícitamente que no se informe a padres ni maestros sobre los riesgos porque podría “arruinar el producto”.

Con semejantes pruebas, la reacción del gobierno australiano parece comprensible: cuando las plataformas se comportan con esta toxicidad, los padres quedan desarmados.

Pero que un gesto sea comprensible no significa que sea suficiente ni que esté exento de peligros. Esta prohibición masiva abre una discusión más profunda sobre el papel del Estado, el papel de las familias y los límites del poder público en la vida privada.

La tentación de que el Estado ocupe el lugar del padre

Australia defiende que esta medida “ayuda” a los padres, al eliminar la presión social entre menores y evitar discusiones constantes en el hogar.

La lógica es sencilla: si ningún niño puede tener redes antes de los 16, desaparece el argumento de “todos mis amigos las usan”.

Es la misma filosofía que rige la edad legal para el alcohol. Sin embargo, trasladar ese modelo a la vida digital implica un desplazamiento significativo de responsabilidades.

Aunque la raíz del problema es real —las redes dañan a los menores y las empresas lo han ocultado—, la pregunta de fondo sigue siendo decisiva: ¿hasta qué punto queremos que el Estado regule la infancia sustituyendo el criterio de los padres?

Una cosa es poner límites a gigantes tecnológicos que han demostrado actuar sin escrúpulos; otra es permitir que el gobierno, amparado en la emergencia, vaya ocupando espacios que pertenecen naturalmente a la familia.

Si hoy prohíbe redes, ¿qué impedirá que mañana decida qué aplicaciones educativas son adecuadas, qué contenidos deben ver los jóvenes o qué valores deben inculcarse mediante regulación?

La historia demuestra que los poderes públicos rara vez renuncian a las competencias que adquieren. Un Estado que se acostumbra a ser tutor universal corre el riesgo de convertir la educación en una extensión de la administración, no del hogar. Y, sin embargo, tampoco podemos ignorar que dejarlo todo en manos del mercado ha sido un desastre.

Meta, TikTok y otras gigantes demostraron que el interés económico pesa más que la seguridad infantil. Ni mercado omnipotente ni Estado omnipresente: ambos extremos terminan por reducir a la familia a una mera espectadora.

La crisis es real, pero su origen es más profundo que la tecnología

Las filtraciones de Meta han sido una confesión involuntaria. No solo sabían que sus plataformas fomentaban ansiedad, depresión, distorsiones de imagen, comparaciones destructivas y hábitos de consumo compulsivo, sino que optaron por ocultarlo para mantener la interacción. Los algoritmos no surgieron de la nada: fueron diseñados, perfeccionados y calibrados para atrapar. Y esa lógica de captura ha moldeado la vida emocional de millones de adolescentes.

Sin embargo, incluso este diagnóstico no agota el alcance del problema.

La crisis no es solo tecnológica, sino cultural.

Muchos jóvenes —incluso sin redes— viven en hogares sin tiempo, sin presencia adulta, sin conversación profunda, sin autoridad clara. El vacío que las pantallas vienen a ocupar estaba ahí antes de que el mercado digital lo explotara.

Las plataformas no inventaron la fragilidad emocional contemporánea; simplemente descubrieron que podían monetizarla. P

or eso cualquier solución que dependa exclusivamente de prohibiciones o de controles externos será siempre insuficiente. Un joven sin criterio interior seguirá siendo vulnerable el día que cumpla 16 años y abra su primera cuenta.

La raíz de esta crisis exige algo más que castigos al mercado o intervenciones estatales: exige reconstruir la vida familiar y la cultura de la atención, de la lectura, de la presencia, de la paciencia, del juego, del silencio y del esfuerzo. Las pantallas colonizan el terreno donde la familia deja espacio libre.

Hogares fuertes, no tutelas externas: el único antídoto verdadero

La medida australiana podrá reducir algunos daños, al menos temporalmente. Quizá introduzca una pausa necesaria. Quizá sirva para que otros países despierten. Pero ninguna prohibición estatal podrá sustituir la educación concreta, lenta, cotidiana y moral que solo un hogar puede dar. Y ningún control gubernamental podrá reemplazar el acompañamiento personal, la autoridad afectiva y la presencia real de un padre o una madre.

Por eso este debate no es solo tecnológico ni jurídico; es antropológico.

No podemos entregar a nuestros hijos ni al mercado omnipotente, que ha demostrado operar sin alma, ni al Estado omnipresente, que tiende a expandirse bajo el pretexto de proteger.

La infancia no puede convertirse en terreno de disputa entre corporaciones que buscan atención y gobiernos que buscan control. Lo que está en juego no es solo la salud mental de una generación, sino también la libertad educativa de las familias.

Un país puede prohibir redes sociales a los menores y aun así seguir fracasando en la tarea más esencial: la creación de hogares que eduquen, que amen, que pongan límites, que formen criterio, que enseñen a vivir sin depender del brillo de una pantalla. Entre el capital sin freno y la política sin límites, la única institución verdaderamente humana que puede sostener a un adolescente sigue siendo la misma de siempre: su familia.

Por eso, frente a la tentación de delegarlo todo y frente al miedo legítimo al daño digital, conviene recordar una verdad que hoy suena casi revolucionaria: ni Estado omnipresente ni mercado omnipotente, sino la defensa radical de hogares fuertes y libres. Solo ahí —en el calor, la claridad y la firmeza de la vida familiar— puede nacer una generación capaz de habitar el mundo digital sin ser devorada por él.

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