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El Islam y la urgencia de la paz (V)

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No es extraño que un contexto como éste posibilitara el ascenso al poder de grupos islamistas con programas políticos restauracionistas de un Islam más imaginario que históricamente cierto, promotores de un rigorismo religioso tan extremo que constituye una pseudo-ortodoxia frente a la auténtica tradición musulmana.

En 1979 el islamismo revolucionario logró hacerse con el poder en el Irán.

Desde finales del siglo XIX el país había estado sometido a una fortísima influencia británica, lo que lo había puesto en una situación de dependencia prácticamente colonial, sobre todo por lo que respecta a los ámbitos diplomático, económico y militar. A su vez Rusia, que buscaba una salida al Océano Índico, se inmiscuía con intenciones hegemónicas y anexionistas. Presionada al sudeste desde la India por los británicos y al noroeste desde el Cáucaso por los rusos, habiéndose ambas potencias europeas repartido el país en sendas «zonas de influencia», Persia no podía ser considerada como un estado verdaderamente soberano.

En 1893 el Sha concedió a los británicos el monopolio del comercio del tabaco. Yamal al-Din al-Afgani, al que ya nos hemos referido, incitó a las autoridades religiosas a no tolerar tal concesión. En efecto, los ayatolas que hasta entonces apenas se habían interesado por la política, llamaron a boicotear el consumo de tabaco mientras estuviera en manos extranjeras. El monopolio fue abolido. El «clero» chiíta acababa de debutar en política. Los intentos de modernizar y democratizar el estado, convirtiéndolo en una monarquía constitucional, tuvieron un éxito muy modesto.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el reino persa se declaró neutral.

Con el pretexto de que, pese a ello, sus relaciones con Alemania e Italia resultaban amenazadoras, rusos y británicos invadieron el territorio iraní, depusieron al Sha, instalaron en el poder a un gobierno dócil y en el trono al joven e inexperto príncipe heredero, Mohammed Reza Pahlevi, y mantuvieron su ocupación hasta el fin de la contienda. Sin embargo, poco después, el primer ministro Mossadegh, en un intento de conseguir la independencia efectiva del país, nacionalizó la Anglo-Persian Oil, compañía británica que controlaba la mayor fuente de ingresos del Irán: el petróleo. Un golpe de estado organizado por británicos y estadounidenses y bendecido por el monarca derrocó a Mossadegh en 1953.

El Sha Mohammed Reza Pahlevi se convirtió en un autócrata cada vez más despótico, sostenido por los Estados Unidos y sus aliados europeos a cambio de la sumisión a su política en la región. Reza Pahlevi puso en marcha un ambicioso programa de occidentalización, secularización y modernización de la sociedad, llevado adelante de forma tiránica e ignorando sistemáticamente a la opinión pública, lo que le valió la enemistad de amplios sectores sociales, incluido el clero chiíta. Su subordinación a los Estados Unidos, su rechazo de reformas democráticas, la persecución de los opositores, el injusto reparto de los beneficios obtenidos de la exportación de petróleo y la enorme pobreza de buena parte de los iraníes impulsaron la formación de grupos marxistas y reforzaron la popularidad de los herederos políticos de Mossadegh, agrupados en el Frente Nacional.

En 1978 estallaron en todo el país disturbios que acabaron por convertirse en una rebelión abierta de todas las tendencias opositoras.

La muy violenta represión gubernamental produjo un baño de sangre que sólo sirvió para radicalizar a los descontentos. Demasiado tarde advirtieron los gobiernos estadounidense, británico y francés (principales sostenedores del régimen) que habían cometido un grave error. Con gran dificultad y retraso lograron convencer al Sha de la necesidad de un cambio. A regañadientes éste nombró primer ministro al opositor Shapur Bajtiar en diciembre de 1978. El caso de Shapur Bajtiar muestra de forma ejemplar la dificilísima posición de un importante sector de las élites políticas e intelectuales en el mundo musulmán: nos referimos al grupo más profundamente occidentalizado, el que sostiene posiciones a la vez democráticas, anticolonialistas y occidentalizantes.

Shapur Bajtiar se educó en el Líbano y estudio filosofía y derecho en París. Su padre, un destacado político, fue ejecutado por orden del padre de Reza Pahlevi. Shapur Bajtiar participó en la Guerra Civil Española como combatiente de las Brigadas Internacionales y luego en la Segunda Guerra Mundial como oficial francés y miembro de la Resistencia. Colaborador de Mossadegh, tras el derrocamiento de éste fue perseguido, torturado y pasó seis años en prisión. Su ideal político era la socialdemocracia alemana y escandinava de la época, que él, sin embargo, consideraba inaplicable en el Irán. A disgusto y sacrificando sus propias convicciones, Bajtiar aceptó ser primer ministro del Sha para evitar la toma del poder por parte de los islamistas o de los marxistas. Estos últimos pronto quedaron fuera de combate a causa de la popularidad del ayatola Jomeini. El plan de apaciguar el país y de democratizar el régimen del Sha no pudo ser puesto en práctica, pues la revolución era ya irreversible.

En enero de 1979 el Sha partió al exilio. En febrero Jomeini se hizo con el poder y se proclamó la República Islámica.

Bajtiar debió partir al exilio en Francia. Desde allí dirigió un movimiento opositor pacífico y democrático. En agosto de 1991 fue asesinado en París por sicarios de los ayatolas en circunstancias que prácticamente no dejan dudas acerca de la paradójica aquiescencia del gobierno francés en este crimen. También el primer presidente de la República Islámica, Abolhasan Banisadr, un islamista laico y más o menos democrático que había acogido a Jomeini en su exilio parisino, debió en 1981 escapar del ayatola a Francia, donde aún vive.

El episodio de la revolución que más conmovió a Occidente fue el ataque a la embajada estadounidense en Teherán y la toma como rehenes de su personal. Un intento de liberación por parte de las fuerzas armadas de los Estados Unidos fracasó estrepitosamente. El cautiverio duró más de un año y fue para la opinión pública estadounidense un trauma similar al de la derrota en Vietnam.

El ideario del ayatola Jomeini y de sus adeptos es de sobras conocido y no necesita de grandes explicaciones.

En resumen, puede decirse que el suyo es el primer régimen revolucionario que impone el islamismo como sistema político. Toda la actividad legislativa y política se subordina a normas jurídico-religiosas emanadas del Corán e interpretadas por un grupo de «clérigos» que controla la «islamicidad» de las leyes y la acción del gobierno. La misión principal del poder político es la islamización de la sociedad en todos sus aspectos. De este modo, la práctica de una ética religiosa se convierte en una obligación cívica refrendada por las leyes y, de facto, no necesariamente ligada a la fe y la consciencia del creyente.

Esta religión adulterada se convierte en un instrumento en manos de los poderes estatales, clericales, económicos, militares, etc. que se sirven de ella para establecer un régimen totalitario en el que no hay lugar para nada más que para una pseudo-ortodoxia impuesta por la fuerza. En tales circunstancias, cuando la revolución ha perdido su impulso, se ha institucionalizado y aburguesado, la fe (que si es verdadera no puede prescindir de la libertad) corre el riesgo de perder su esencia, de confundirse con un fariseísmo hijo de la coacción o de volverse fanatismo y crispación. Cierto es también que, por otra parte, en un régimen de este tipo el acceso a la religiosidad auténtica, si se saben salvar los obstáculos mencionados, es mucho menos arduo que en una sociedad como la nuestra, en la que el secularismo actúa con gesto cada vez más militante y agresivo.

Para el ayatola Jomeini, sus adeptos y herederos, Occidente es precisamente la negación de toda religiosidad, la afirmación del materialismo más radical.

Al margen de que el régimen islamista iraní haya sido desde el primer momento bastante menos santo y piadoso de lo que pretenden sus jerarcas y de lo que creen ingenuamente sus partidarios (pensemos en el escándalo Irán-Contra, en el que la moral gubernamental iraní demostró ser no menos «elástica» que la estadounidense), no se puede negar la radical arreligiosidad del Occidente moderno.

Partiendo de esta observación, Jomeini entendió que los contendientes de la Guerra Fría se asemejaban entre sí mucho más de lo que ellos mismos sospechaban: las dos ideologías enfrentadas tenían en común su materialismo, abiertamente declarado o celosa e inútilmente disimulado. Inevitablemente también reconoció, con acierto, que los dos bloques eran parte de la cultura occidental (en realidad formas pervertidas de la misma) y que los dos aspiraban a un dominio universal para imponer sus respectivas posiciones ideológicas. Desde el punto de vista musulmán se trataba lógicamente de neocolonialismo.

En consecuencia, la revolución islámica se dirigía «contra el colonialismo negro y el colonialismo rojo», como afirmaba el propio Jomeini.

La fundamental unidad cultural de los bloques antagonistas en la Guerra Fría (pese a todas sus diferencias) y la radical hostilidad del islamismo hacia ambos por igual no fueron entendidas ni en el bloque soviético ni en el llamado «mundo libre»: La lucha entre materialismo marxismo y materialismo capitalista se había vuelto obsesiva y narcisista, la hostilidad era tan enconada que impedía reconocer lo que se tenía en común con el adversario y, menos aún, ver que el islamismo era un enemigo compartido. La soberbia «colonial» hacía que se subestimara a este adversario. Esta ceguera ha tenido consecuencias trágicas para Occidente y podría ser, a largo plazo, uno de los factores determinantes en el cada vez más verosímil hundimiento de nuestra cultura.

(Continuará en un próximo artículo)

El Islam y la urgencia de la paz (IV)

Jomeini entendió que los contendientes de la Guerra Fría se asemejaban entre sí mucho más de lo que ellos mismos sospechaban Clic para tuitear

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