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El Islam y la urgencia de la paz (VI)

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Así estaban las cosas cuando a fines de diciembre de 1979 tropas rusas invadieron Afganistán. Desde la caída de la monarquía en 1973 el país se encontraba en una situación política inestable que había propiciado la toma del poder por parte de un movimiento prosoviético, dentro del cual también se produjeron violentos enfrentamientos. Los filomarxistas afganos, tras hacerse con el poder, pusieron en marcha un programa que, curiosamente, se parecía mucho al del Sha iraní: modernización, secularización y occidentalización a cualquier precio, lo cual confirma la tesis de Jomeini sobre los colonialismos «rojo» y «negro». La reacción de buena parte de los afganos fue, como en Irán, de rechazo, lo que dio lugar a una rebelión armada, apoyada por motivos no sólo religiosos desde el Pakistán, el principal aliado de los Estados Unidos en la región.

Para la Unión Soviética el control de Afganistán tenía gran importancia estratégica.

Por una parte, una expansión islamista en Afganistán e Irán simultáneamente era peligrosa, pues ambos países limitaban con las repúblicas soviéticas de población musulmana, que podían contagiarse. Por otra, desde el siglo XIX Rusia intentaba alcanzar las costas del Océano Índico, lo que debía permitirle superar el aislamiento continental que debilita su posición económica y su poderío naval. Arrinconada al fondo del Báltico y del Mar Negro, con el hasta hace muy poco dificilísimamente transitable Océano Polar Ártico al norte y al este las remotas y poco accesibles costas del Pacífico nordoccidental (en los siglos XIX y XX un escenario militar y comercial muy secundario), Rusia carece de una salida al Mediterráneo y a los océanos abiertos comparable a la de los países europeos o americanos. Al mismo tiempo, Inglaterra intentaba acceder al Asia Central, desde donde sentía amenazada su posición en Persia y la India, por lo que Afganistán era también objeto de las ambiciones británicas. La rivalidad anglo-rusa en esta región es lo que hasta la Primera Guerra Mundial se denominó «el gran juego». Entre 1839 y 1919 el Reino Unido intentó tres veces someter a Afganistán por la fuerza. La primera de estas guerras acabó para los británicos en un desastre militar de grandes dimensiones. Las dos confrontaciones que siguieron sólo les reportaron unas más que dudosas victorias pírricas (de hecho, los afganos obtuvieron ventajas de ellas) pero nunca el anhelado dominio sobre Afganistán, a pesar de la apabullante superioridad técnica y organizativa del ejército británico.

las milicias tribales afganas son un enemigo versátil, tenaz y extremadamente peligroso, sobre todo para un gran ejército convencional occidental

La geografía física de Afganistán y sobre todo su orografía, con cordilleras ásperas y casi inaccesibles, valles tortuosos encajonados entre estas montañas, amplias zonas desérticas, un clima extremo, pocas y malas vías de comunicación, grandes distancias entre los centros poblados, etc. plantean a un invasor problemas muy difíciles de resolver. La enorme dificultad del terreno hace que su desconocimiento tenga consecuencias fatales. En el aspecto puramente militar, el invasor se enfrenta a tribus muy aguerridas en interminables contiendas intestinas, pero también capaces de dejar de lado estas disputas para hacer frente al forastero. Organizadas en forma de guerrillas a pie o montadas, con un armamento pobre, pero muy ligero que en combinación con sus perfectos conocimientos del terreno les permite atacar por sorpresa y retirarse sin dejar huella cada vez que es necesario; con combatientes dotados de un arrojo que puede llegar al fanatismo, fuertemente «motivados» por estar defendiendo su terruño y con una fe religiosa que les permite afrontar la muerte sin terrores; con un número de soldados ilimitado, ya que cualquier varón capaz de empuñar un arma puede convertirse en combatiente sin más trámite; con la posibilidad de dispersarse y camuflarse como pacíficos civiles en un abrir y cerrar de ojos y de reagruparse y volver al combate con la misma celeridad, las milicias tribales afganas son un enemigo versátil, tenaz y extremadamente peligroso, sobre todo para un gran ejército convencional occidental.

Los gerontócratas rusos, a cuyo frente se hallaba Leonid Breznev, se sentían muy intranquilos por la guerra civil afgana y estaban mal informados tanto sobre las posibilidades de los rebeldes afganos como sobre las de su propio ejército. Sin consultar a expertos en los ámbitos afectados, decidieron intervenir militarmente en el país vecino convencidos de poder pacificarlo y restablecer el orden en pocos meses, seguros de estar en condiciones de dejar consolidado un gobierno occidentalista, dictatorial, promarxista, secular y modernizador: es decir, salvo en su orientación comunista, un régimen comparable al del recién depuesto Sha de Persia.

Los rusos demostraron no haber aprendido ni la lección de las derrotas británicas, ni la de la del régimen del Sha en Irán.

Los clanes, las milicias étnicas, los caudillos regionales con sus tropas semifeudales y un factor nuevo, los muyahidines, guerrilleros islamistas que aspiraban a crear un estado fanáticamente confesional, fueron capaces, en su mayor parte, de olvidar sus enemistades y hacer frente conjuntamente al invasor. Sus medios materiales eran más que deficientes, lo que permitió el despliegue de las tropas rusas por todo el territorio afgano. Esta ventaja inicial se convertiría a la larga en un perjuicio: la dispersión, las largas líneas de abastecimientos, el número de posiciones que se debía mantener, etc. resultaron elementos muy gravosos cuando los rebeldes, mejor armados, pasaron a la ofensiva y los soviéticos tuvieron que defenderse. Los rusos demostraron no haber aprendido ni la lección de las derrotas británicas, ni la de la del régimen del Sha en Irán.

Desde el primer momento los gobernantes de Washington demostraron no ser mejores alumnos:

Aún tenían secuestrados los islamistas de Teherán a unas cuantas decenas de estadounidenses, cuando la CIA empezaba a proporcionar armas y dinero a los islamistas afganos. El Pakistán, república aliada de los Estados Unidos, recibió a millones de fugitivos afganos cuyos campos de refugiados cercanos a la frontera, se convirtieron en la retaguardia de los rebeldes, en especial de los muyahidines islamistas. El norte pakistaní, poblado por la etnia pastú (mayoritaria en el Afganistán) y apenas sometido al gobierno de Islamabad, vio surgir campos de entrenamiento militar, escuelas coránicas y toda clase de organizaciones al servicio de los rebeldes. De allí les llegaban las armas adquiridas gracias a las aportaciones estadounidenses y saudíes. Allí se organizaban combatientes voluntarios procedentes de todo el mundo islámico. Y allí también se teorizaba sobre la «guerra santa» contra el «infiel» y se producía una radicalización ideológica ignorada o menospreciada por los Estados Unidos. La base doctrinal de esta radicalización era, sobre todo, el wahabismo sunita saudí y el islamismo político del intelectual egipcio Sayyid Qutb; el ejemplo práctico lo daba la revolución islámica chiíta iraní.

Gorbachov repudió la invasión, reconoció la derrota y decretó la retirada

Las ya expuestas condiciones militares del bando rebelde, acrecentadas por el armamento moderno recibido y unidas a este creciente fanatismo religioso, pusieron en jaque a las fuerzas armadas soviéticas. La guerra se volvió, por ambas partes, atroz. El disponer los muyahidines de misiles ligeros tierra-aire puso fin a la hegemonía de la aviación rusa. La llegada al poder de Mijaíl Gorbachov y la puesta en marcha de un radical proceso de reforma en la Unión Soviética («perestroika», «glasnost») supuso un cambio de actitud respecto al conflicto afgano. Gorbachov repudió la invasión, reconoció la derrota y decretó la retirada. En febrero de 1989 el comandante de las tropas rusas, general Gromov, fue el último soldado en abandonar el Afganistán. Pero el ya previamente muy debilitado sistema soviético no pudo resistir el enorme sacrificio económico, militar y moral que exigió el conflicto. Nueve meses más tarde caía el muro de Berlín, se desintegraba primero el bloque marxista y, poco después, el mismísimo imperio ruso tal como la Unión Soviética lo había heredado de los zares.

(Continuará en un próximo artículo)

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