Vivimos un tiempo límite. Las instituciones crujen, los discursos se desgastan, las promesas de la modernidad se revelan huecas. Pero más allá del ruido mediático y del agotamiento ideológico, la herida es más profunda: hemos perdido al hombre. El ser humano ha dejado de ser sujeto de historia para diluirse en flujos de deseo, algoritmos de consumo, narrativas fragmentarias. Ya no sabe quién es, ni a quién pertenece, ni para qué vive.
Este vacío no se supera ni con reformas técnicas ni con políticas de parche. Se trata de una crisis antropológica. Hemos vaciado al hombre de toda referencia trascendente, hemos convertido la libertad en independencia absoluta y la identidad en un relato subjetivo sin arraigo. El resultado es una sociedad rota, desvinculada: desbordada de información, pero huérfana de sentido.
Y sin sujeto, no hay historia posible
Frente a esta deriva, ni la nostalgia reaccionaria ni la adaptación complaciente ofrecen una salida. No basta con conservar ruinas ni con mimetizarse con el mundo. Lo que necesitamos es un renacimiento del sujeto colectivo. Un nuevo “nosotros” que no emergerá de la ideología ni de la técnica, sino de una experiencia radical: saberse llamados, convocados y enviados. Y solo la fe cristiana —vivida con totalidad y sin acomodos— puede ofrecer esta regeneración.
El nuevo sujeto histórico no será una élite intelectual ni un grupo de presión. Será una comunidad viva. Una minoría creativa, lúcida y comprometida, que encarne otra forma de estar en el mundo. No será el resultado de una estrategia, sino el fruto de una fidelidad. Su fuerza no estará en el número, sino en el testimonio. En su capacidad de vivir con una coherencia que interpela, con una esperanza que desconcierta.
Necesita una pedagogía del corazón y de la inteligencia.
Este sujeto no será individualista. No se improvisará en soledad. Nacerá en comunidad: en la familia, en las parroquias, en redes de formación integral. Necesita una pedagogía del corazón y de la inteligencia. Necesita tiempo, compañía, liturgia, servicio. Necesita obras que encarnen la fe: escuelas, proyectos culturales, economías alternativas, presencia política. No para imponer, sino para proponer una vida buena que sea real, deseable, compartida.
Y necesita también belleza. Porque en un mundo donde la verdad se relativiza y el bien se discute, la belleza aún conmueve. El cristianismo tiene una estética propia: en la liturgia, en el arte, en la arquitectura, en los gestos cotidianos. Recuperarla no es nostalgia, sino misión.
El nuevo sujeto no será apolítico. No podrá desentenderse del bien común. Pero no caerá en el partidismo ni en la ideologización. Estará llamado a testimoniar una política como servicio, inspirada por la doctrina social de la Iglesia: dignidad, solidaridad, subsidiariedad, bien común. Con prudencia y audacia. Con claridad y misericordia.
Su espiritualidad no será evasiva. Será encarnada. Una espiritualidad que ore y actúe. Que sepa detenerse en adoración y también arremangarse en la calle. Que transforme el trabajo, el ocio, la amistad. Que no divida la vida entre lo religioso y lo profano. Porque no hay tarea más urgente hoy que unificar la existencia.
La Iglesia tiene el deber de formar este sujeto.
La Iglesia tiene el deber de formar este sujeto. No desde una pastoral de conservación, sino desde una pastoral de misión. Urge abandonar el clericalismo y empoderar un laicado adulto, firme en la fe y activo en el mundo. Urge dejar de contar cabezas y empezar a formar corazones. Es necesario que el laico no sea un clerical más, al que le apasionan este tipo de cuitas fruto de vivir encerrados en las nuevas sacristías.
Sabemos que no será fácil. Habrá resistencias. El sistema puede tolerarlo todo, excepto la santidad. Porque la santidad —no como perfección moral, sino como plenitud humana— es el verdadero signo de contradicción. El nuevo sujeto será incomprendido, criticado, atacado. Pero permanecerá. Porque no está solo: camina con otros, y lo sostiene la promesa de Cristo.
Aun en medio del derrumbe, Dios sigue escribiendo.
No todo depende de nosotros. La historia no está cerrada. Aun en medio del derrumbe, Dios sigue escribiendo. Nuestro papel no es conquistar, sino sembrar. No es dominar, sino servir. No es ganar, sino ser fieles. Con la certeza humilde de que, incluso cuando no veamos frutos, cada gesto de bien deja huella en el tiempo.
Tal vez no seamos nosotros quienes veamos el nuevo amanecer, o quizás sí, nadie lo sabe. Pero que de cierto podemos ser los que preparen la tierra. Y eso basta.
Urge abandonar el clericalismo y empoderar un laicado adulto, firme en la fe y activo en el mundo. Urge dejar de contar cabezas y empezar a formar corazones Compartir en X