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Cuando se apagó la luz

Familia

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Ayer, España entera se quedó a oscuras. Como si se hubiera pulsado el botón de pausa en el gran teatro de nuestra fanfarronería tecnológica.

Ayer, cuando todo el «tinglao» se desvaneció, tuvimos que mirar dentro. Y no todos supieron qué hacer.

Apagón. No fue una metáfora. No fue un titular dramático. Fue un hecho. Cuando de repente nada funcionaba, algo dentro de nosotros también se detuvo.

En cuestión de minutos, un país entero entendió, cada uno a su manera, algo que por lo general preferimos olvidar: somos frágiles. Escandalosamente frágiles.

Más frágiles de lo que nos gusta admitir en esta cultura de lujo, neones, autopistas digitales, wifi y  supermercados llenos.

La primera reacción fue la lógica: susto, desconcierto, pequeñas dosis de miedo disimulado bajo la compostura social.

Pero, si uno miraba más allá de las primeras caras y horas de sorpresa, empezaba a ver algo asombroso: niños jugando al escondite en los parques, familias reunidas a la mesa, conversaciones sin prisa, vecinos preguntándose los unos a los otros si necesitaban algo…

El colapso técnico abrió, inesperadamente, una grieta por donde volvió a entrar la vida.

Ayer echamos en falta pequeños regalos diarios que damos por descontado hasta que, de golpe, fallan. Ayer, fallaron. Nuestra vida depende de mucho menos de lo que creemos.

Hemos naturalizado el milagro de la perfección de lo cotidiano, hasta tal punto, que nos parece una injusticia si, de repente, se desvanece nuestra salud.

Ayer, «la vida perfecta estalló». Y con ello, quedó a la vista otra realidad: dependemos demasiado de lo insulso. Somos adictos al movimiento constante que evita el vértigo de pensar en quiénes somos y hacia dónde vamos.

Un país que se colapsa en cuestión de minutos no necesita más cobertura 5G. Necesita certezas. Y no las que se anuncian en publicidad, sino aquellas que resisten en la oscuridad.

Los abuelos, a la vanguardia

Curiosamente, mientras muchos jóvenes y adultos andaban despistados buscando señal o alternativas a la falta de red, fueron muchos abuelos quienes lideraron el desconcierto.

Ellos, que crecieron en tiempos sin «streaming» ni smartphones, sabían exactamente qué hacer: confiar, rezar, sacar la radio, sentarse a charlar, recordar…

Ayer, por unas horas, dejando a un lado las situaciones críticas de los hospitales y personas dependientes, volvimos a estar en su mundo soñado.

Un mundo que fluía entero al ritmo de la conversación cara a cara, del silencio online compartido, de una humanidad encendida, del juego improvisado en la plaza.

Ayer hubo quien no necesitó nada para saber qué hacer: orar, ofrecer y ayudar.

Fue como si la vida en las pequeñas comunidades, la familia, la fe y la cultura se hubieran abierto paso en medio del apagón.

Volvimos a la vida con propósito, aunque fuera por accidente.

La luz que no falla

Hoy, providencialmente, la liturgia de la misa nos regalaba este mensaje:

 Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna.» (1 Jn 1,5)

Ayer fallaron muchas cosas. Pero no falló la fe. No falló la esperanza de los que, en medio de la oscuridad, sabían dar luz a sus vecinos, a sus mayores, a sus pacientes, a sus hijos o alumnos. No falló la caridad de los que se acercaron al vecino físicamente dependiente, de los que compartieron linternas y comida, de los que, simplemente, se quedaron al lado.

Nada funcionaba, pero lo más esencial sí se encendió.

Porque quien camina con esperanza, aunque no vea nada con los ojos, camina en la Verdad.

Recuperar la mirada

No se trata de romantizar las crisis, ni glorificar un apagón. Pero sería una necedad no escuchar lo que ayer fue evidente: que vivimos de espaldas a lo esencial, que hemos construido sobre arenas movedizas, que nuestro castillo de seguridades puede caer en un suspiro.

Y quizá haya llegado el momento de preguntarnos si queremos seguir viviendo así: corriendo detrás del humo y atados a cosas que no resisten un corte de luz.

Quizá sea hora de dejar de consumir la vida y  volver a vivir. De verdad. Con toda el alma.

Ayer se apagó España. Hoy podríamos encender algo mucho más grande: la certeza de que nuestra vida tiene sentido incluso cuando todo alrededor tiembla.

Quizá lo que necesitamos no son más baterías externas ni generadores, sino raíces más profundas.

Quizá el mayor drama no sea un apagón. Quizá el drama es que no sabemos mirar la fragilidad de la vida a la cara.

Quizá, cuando la luz del mundo falla, basta mirar entre la oscuridad. Y descubrir que, al final, solo Su luz basta, incluso a oscuras.

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