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En favor de la nostalgia: la esperanza de lo eterno

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Siempre me ha parecido curioso el hecho de buscar nomenclaturas específicas a lo que acontece, como si la realidad se nos escapara en caso de no haber interpretado léxicamente el entorno en el que nos encontramos.

Queremos definir el contexto, la forma, el fondo, porque pretendemos desde la legitimidad intelectual entender lo que nos pasa, sobrescribir aquello que queda reflejado en nuestra existencia desde un carácter único y personal.

Son abundantes los intentos que, sobre todo desde las artes, se muestran para exponer ciertas interpretaciones o destellos de realidad. Es por ello por lo que podemos afirmar que la realidad queremos no solamente vivirla, sino también contarla. Y contar nuestra realidad pasa por una reflexión, por un razonamiento, por una interiorización de lo vivido. Pero sobre todo pasa por un lenguaje: el lenguaje del recuerdo.

La nostalgia

Hay quienes afirman que el recuerdo solo te lleva a escapar del presente.

Otros que buscan respuestas del presente solo con respuestas del pasado.

Algunos aseveran que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y otros que pensamos que todo recuerdo, cualquier atisbo de lo ya vivido, interiorizado, solamente puede ser un reflejo de la eternidad, pues lo eterno únicamente podrá serlo cuando dicha eternidad se anhele con ánimo de abrazo inabarcable. Es aquí donde se divisa una peligrosa línea entre querer vivir lo que ya fue y no será más, o querer vivir aquello que fue y que puede seguir siendo. De distinta manera, de distinta forma, incluso diferente en su manera comprensiva, pero que impulse a seguir viviendo como alguna vez se logró vivir.

Nada hay más gratificante que recordar lo que una vez fue en nuestras vidas: un olor, una imagen, un lugar, un paisaje… Ecos que irrumpen en multitud de escenas de una existencia propia. La infancia, la adolescencia, la primera juventud, la edad adulta, todo impregnado de resonancias únicas e interpretadas al son del compás de nuestra vida.

Pues en el recuerdo encontrado, ubicado en la mirada única de rememorar la vida, la nostalgia, siempre hay un refugio, un lugar al que volver, un camino inédito. Para seguir caminando con decisión hacia un devenir inesperado y cargado de nuevos recuerdos, de nuevos olores, de nuevos rostros, de nuevas contemplaciones.

¿Es la nostalgia una sensación impostora?

Lo cotidiano, la vida, se nutre de pequeñas nostalgias ordinarias: el café de la mañana, el reencuentro de las caras conocidas camino del trabajo, el parón de las once, la vuelta a casa, la mirada cómplice de tu mujer, el rostro de tus hijos…

¿Es nuestra vida, por tanto, una nostalgia continua, sin retorno y sin remedio?

Las rutinas diarias hacen que los hábitos sean recuerdos y que sean ellos quienes vayan marcando los surcos que formarán el anhelo de lo que se vive. Ese anhelo formará una imagen personal que llevará a echar de menos cierta realidad o a seguir buscando esas imágenes de manera no solamente nueva, sino novedosa, haciendo hermoso lo que ya se vivió y esperando la hermosura de lo que vendrá. Cuando esas imágenes se estructuran en base a la existencia, la nostalgia solamente puede engrandecer el alma, llevando al sujeto a buscar de manera fervorosa todo aquello que pueda ser bueno, bello y verdadero.

La melancolía

¿Cómo distinguir un recuerdo que engrandece el alma en una búsqueda continua de bien, de un recuerdo que me inhibe de mis obligaciones presentes?

Hay una sutil diferencia entre la nostalgia, elegida como resorte del alma en búsqueda de lo eterno, y la melancolía, traída para atormentar el presente con la felicidad de un tiempo pasado.

Si lo eterno nos trae esperanza, pausa, anhelo de plenitud, el pasado en continuo retorno nos avasalla hasta tal punto que nos lleva hacia una neurosis que será objeto de cura, nos quitará la libertad y nos entregará a un terreno donde dejaremos de mirar la realidad tal como se presenta, transformándola en una jaula sin luz y sin alimento posible. Toda espera se queda en el vacío, pues no hay nada que esperar, ya no habrá nada que pueda arrastrar el contenido ausente de nuestro corazón y llenarlo de un suspiro de belleza.

Sin embargo, la verdad siempre es esperada, por tanto, aun sumidos en una melancolía que pueda destruirnos, quedará la expectativa y la ilusión real de formar una nueva imagen para salir del agujero en el que podamos estar sumidos.

La eternidad

Es por ello por lo que hay que reclamar la nostalgia, el recuerdo anhelado como eterno, como plenitud. Porque si anhelamos lo vivido como lugar de gozo, es porque un día así lo vivimos. Y lo experimentamos como un espacio metafísico tangible, convirtiendo en terrenal la dignidad de la existencia. No cabe duda de que el anhelo, por tanto, se experimenta porque hay una experiencia previa auténtica y verdadera.

¿Podremos afirmar que, si anhelamos la felicidad, es que, en algún momento, de otro modo, de otra forma, fuimos partícipes de ella?

Nuestro corazón, creado del aliento divino, se formó en estado nominativo sin otro propósito que la eternidad, el horizonte de una nostalgia que reclama la posesión de un anhelo más grande de lo que alcanza nuestro propio recuerdo:

“Y ahora, así habla el Señor, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: No temas, porque yo
te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces.”
Isaías 43, 1

La realidad queremos no solamente vivirla, sino también contarla. Y contar nuestra realidad pasa por una reflexión, por un razonamiento, por una interiorización de lo vivido Clic para tuitear

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