“El choque de la Vía Láctea y de la galaxia vecina Andrómeda ha comenzado”, avisan los científicos. La Biblia cita las palabras de Jesús con términos más espeluznantes: “Los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán a toda la Tierra” (Lc 21,26), “El sol se oscurecerá (…) las estrellas caerán del cielo y las potestades de los cielos se conmoverán” (Mt 24,29). Hay un matiz que también hacen los científicos: Hasta que la Vía Láctea y Andrómeda se integren formando una supergalaxia pueden pasar millones de años. Pero −no lo olvidemos− el choque ha comenzado.
En un tiempo en que los anuncios de calamidades aumentan la confusión reinante en nuestro día a día, es importante para llevar una vida satisfactoria ser capaces de mantener la calma en medio de la tempestad, viviendo como si habitáramos el pacífico ojo del huracán. Debemos ser capaces de acoger la paz que Dios −que es Padre bondadoso y nada malo nos desea− nos ofrece para que seamos capaces −ante nuestra poquedad− de vivir santamente cumpliendo su voluntad.
Dios Padre, lejos de imponer, nos propone una manera de vivir que sea acorde con la virtud que nos pide (la necesaria para entrar puros en el Cielo), a fin de que seamos capaces de ofrecerle el botín espiritual que en vida hayamos atesorado, con el objeto de ganarnos ese Cielo, la bienaventuranza eterna.
Al contrario, sabemos por experiencia que hay una bestia feroz que anda rondando para devorar cuanto entre en su horizonte: pretende robarnos la voluntad para hacer con ella (con nosotros) lo que le plazca, hasta derivarnos abismo abajo a las calderas que arderán eternamente para los que hayan preferido la prevaricación a la virtud. No es nuestro Padre quien nos condena, sino que somos nosotros mismos quienes elegimos, con nuestros actos deliberados, el Mal al Bien. Dios jamás violará nuestra libertad, pues nada puede contra ella, porque nos hizo libres y Él no se contradice jamás.
Por activa y por pasiva
¡Claro que los hay que aún protestan! Quieren libertad, pero cuando su libertad produce sus efectos −pues todo acto tiene consecuencias− aún tienen la desfachatez de echarle las culpas a su Padre Creador. Eso es como aquel que por costumbre deja restos de papel sucio que va tirando al retrete en lugar de a la papelera, con el argumento de que si tira la cadena gasta agua, y cuando su hermano le protesta, va él y le rompe el pestillo de la puerta para irrumpir con violencia premeditada en su intimidad violando toda norma de conducta que resulta evidente para todo ser razonable que te reconoce y acoge sin necesidad de que le eches el vaso de agua en la cara.
Así es como actúan con Dios esos desalmados: responsabilizándole del atascón con que acaban los desagües. Pero puesto que Dios tiene entrañas de misericordia, insiste en acogerlos, como el hermano que cuando le violan la intimidad se domina con visión de futuro sin echarle el vaso de agua a la pretendida santa faz del hermano, que “lo hace todo bien”, muy “limpio” y “ordenado”. Dios es paciente. Dios es hospitalario. Todo lo contrario de nuestro mundo que −por no ver más allá de la punta de nuestra nariz− estamos haciendo enrevesado.
Satanás −nuestro Enemigo agazapado− empieza siempre excitando nuestra curiosidad, de menos a más, más usualmente que de sopetón. Si, haciendo gala de nuestra libertad, cedemos a la curiosidad mediante nuestra voluntad, el Enemigo nos va derivando suavemente hacia una implicación más clara de nuestra voluntad en connivencia con el Mal, hasta que con “plena conciencia y plena aceptación” cometemos el pecado al que el Enemigo nos llamaba, pecado que es siempre oposición más o menos clara a la Voluntad de Dios. Por medio del pecado, nos convertimos en aliados del demonio, y profundizando en ese desliz hacia el abismo somos capaces de la más atroz maldad.
Como el rompepestillos que hemos citado, podemos justificar nuestra actitud con mil y un retorcimientos a conveniencia, rechazando así −con nuestro orgullo− el perdón que Dios nos ofrecía, como aquel que nos enjuga con aceite y nos venda las heridas con delicadeza de hermano. No olvidemos que el pecado acoge el Mal y rechaza el Bien. Dios nunca nos deja solos; siempre nos da la gracia que necesitamos cuando la necesitamos. Nosotros, sin embargo, repetimos siempre el mismo pecado. Somos así de poco originales.
Ese es, hermano, mi hermana del alma, nuestro Fin de los Tiempos; no el choque de la Vía Láctea y Andrómeda. En cada momento el tiempo acaba y comienza. Por este motivo no debemos vivir de futuribles que quizás nunca llegarán. Esta es la moraleja que podemos sacar de nuestra disertación: Nuestro futuro es ahora, este preciso instante, y momento a momento es como conseguimos conquistar nuestro futuro, que no es más que un nuevo presente. Ahí es donde conquistamos el Cielo que, de otra manera, nunca llegaría. Aprendamos la lección y no atasquemos el desagüe de nuestra existencia. Aprendamos de un simple retrete.
Twitter: @jordimariada
Quieren libertad, pero cuando su libertad produce sus efectos −pues todo acto tiene consecuencias− aún tienen la desfachatez de echarle las culpas a su Padre Creador Share on X