En nuestros días la confesión y, sobre todo, el sigilo sacramental que impone el secreto total por parte del sacerdote, están siendo atacados.
Hablando del sacramento de la Reconciliación, el Papa Francisco afirma: “El penitente debe tener la certeza, en todo momento, de que la conversación sacramental permanecerá en el secreto de la confesión, entre su propia conciencia, que se abre a la gracia de Dios, y la necesaria mediación del sacerdote. El sigilo sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción sobre él, ni puede reclamarlo” (30 Curso sobre Fuero Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, marzo 2019).
El n. 1467 del Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC, cán. 983-984; 1388 §1; CCEO, can 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama ‘sigilo sacramental’, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda ‘sellado’ por el sacramento”.
Por sigilo sacramental se entiende la obligación estrictísima de guardar bajo secreto absoluto las cosas que el penitente declaró en la confesión en orden a la absolución sacramental. Se llama sigilo (=sello) metafóricamente, por la costumbre de sellar o lacrar las cartas o documentos que tienen carácter secreto.
El sigilo sacramental obliga estrictamente por derecho natural, divino y eclesiástico. Por derecho natural, en virtud del cuasi-contrato establecido entre el confesor y el penitente, por el cual este confiesa a aquél sus pecados a condición de que no los revele a nadie. Por derecho divino, ya que Cristo instituyó el sacramento a modo de juicio, y el penitente actúa en él como reo, acusador y único testigo; todo lo cual supone implícitamente la obligación estricta de guardar secreto. Y, en realidad, si la confesión no se hiciera bajo riguroso secreto, sería odiosa, escandalosa y verdaderamente nociva, contra la expresa intención de Jesucristo. Por derecho eclesiástico, ya que la Iglesia prescribe: “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo” (Código de derecho canónico, c. 983 § 1).
La obligación del sigilo sacramental procede de la religión y de la justicia. De la religión, porque la ley de guardar secreto mira la reverencia debida al sacramento y protege inmediatamente las relaciones del hombre con Dios. De la justicia, porque su violación quebrantaría el derecho del penitente a su propia fama y el secreto encomendado en el acto sacramental. De donde se deduce que la violación al sigilo importaría una doble malicia: primera, un sacrilegio gravísimo, por la gran irreverencia contra el sacramento; gravísima injusticia, por la violación del pacto establecido con el penitente y el quebranto de su fama ante los demás.
El objeto del sigilo en general es la materia de confesión. Todo lo que sea falta en sí mismo o haya sido declarado para poder juzgar la gravedad o existencia de algún pecado cae bajo sigilo y no se puede revelar.
El sigilo sacramental no puede revelarse jamás, bajo ningún pretexto, cualquiera sea el daño privado o público que con ello se pudiera evitar o el bien que se pudiera promover. No hay ninguna razón ni pretexto que puedan autorizar jamás la violación del sigilo sacramental. Ni la propia vida, ni la ajena, ni el bien común de todo un pueblo o nación, ni la posibilidad de evitarle al mundo una gran catástrofe internacional, etc. Hay obligación incluso a soportar el martirio antes que quebrantarlo, como fue el caso de san Juan Nepomuceno. Aquí debe tenerse firme lo que afirmaba Santo Tomás: “Lo que se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no se sabe en cuanto hombre, sino en cuanto Dios” (In IV Sent., 21,3,1). Y este secreto es perpetuo, o sea que obliga estrictamente incluso después de la muerte del penitente. La razón de este extremado rigor es porque, si se estableciera la posibilidad de una sola excepción en la guarda del sigilo sacramental (ya en esta vida o ya después de la muerte del penitente), sufriría un grave quebranto el bien espiritual de los fieles, ya que a muchos alejaría de la confesión el miedo de que algún día podría descubrirse su pecado. Ahora bien: como es sabido “el bien sobrenatural de un solo hombre supera al bien natural de todo el universo” (I-II, 113,9 ad 2); luego ni por salvar al universo de una catástrofe podría quebrantarse el sigilo sacramental. La única defensa que el sacerdote podría realizar a favor de una tercera persona o del bien común amenazado (v.gr., si el penitente se acusa de su intención de envenenar las aguas que consume una ciudad) sería la de obligar al penitente, bajo pena de negarle la absolución, a que le manifieste aquel peligro fuera de la confesión o le autorice a manifestarlo al interesado. Si el penitente se niega a ello, el confesor puede y debe negarle la absolución (por la manifiesta indisposición del penitente); pero está obligado a guardar estrictamente el sigilo sacramental, pase lo que pase.
El sacerdote a quien un juez interrogara sobre cosas oídas en confesión podría jurar sin mentir que no sabe absolutamente nada, porque es verdad que nada sabe como hombre, sino únicamente como ministro de Dios.
El sacerdote no puede hablar de las cosas oídas en confesión, sin licencia del penitente, ni siquiera con su propio confesor.
La obligación del sigilo sacramental nace de toda confesión sacramental, y solo de ella. Confesión sacramental es aquella que se hace sinceramente en orden a la absolución de los pecados, aunque no se obtenga tal absolución (v.gr., por falta de las debidas disposiciones) o resulte inválida (v.gr., por falta de jurisdicción del confesor) o sacrílega (v.gr., por falta de verdadero arrepentimiento). Se requiere y basta que el penitente se haya acusado de sus pecados en orden a la absolución. Pero no es sacramental, y, por consiguiente, no impone la obligación absoluta de sigilo, la confesión que se hace para engañar al confesor, sacarle dinero, burlarse de él, etc., o sea, por cualquier otro motivo que el de obtener la absolución de los pecados.
Nadie, a excepción del propio penitente, puede autorizar jamás al sacerdote a revelar lo que oyó en confesión en orden a la absolución sacramental. No hay superior alguno en la tierra, ni el Romano Pontífice, que pueda autorizar jamás esa revelación. El único que puede autorizar al confesor es el propio penitente renunciando voluntariamente a su derecho. Esa obligación es tan estricta que obliga incluso para con el propio penitente, al que no se le puede hablar de las cosas oídas en confesión sin pedirle previamente permiso y sin que este se lo conceda de una manera perfectamente libre y voluntaria. El permiso del penitente no puede presumirse o suponerse jamás, ni en vida suya ni después de su muerte. Por lo que únicamente podría hacerse uso de lo oído en confesión si el penitente lo autoriza de manera expresa, inequívoca y completamente libre. En caso de duda sobre si alguna cosa la dijo en orden a la absolución o no, hay que guardar el sigilo. Dígase lo mismo si el sacerdote duda si tal noticia la sabe por confesión o fuera de ella.
La violación directa del sigilo sacramental es siempre grave; la indirecta admite parvedad de materia. La violación del sigilo puede ser directa o indirecta. Es directa cuando se revela claramente el nombre del penitente y el pecado cometido, aunque sea levísimo. Es indirecta cuando, sin revelar el nombre o el pecado, se dice o se hace una cosa por dónde los demás pueden conjeturarlo de algún modo. La violación directa no admite jamás parvedad de materia. Quiere decir que el sacerdote quebrantaría directamente el sigilo e incurriría en las penas con las que la Iglesia castiga ese delito si, por ejemplo, declara abiertamente, aunque sea en elogio del penitente: “Fulanito se ha confesado únicamente de una mentira leve”. La razón es por la grave ofensa que se le hace al sacramento, aunque no se perjudique al penitente. La violación indirecta admite parvedad de materia. Tal ocurriría, v.gr., si el peligro de revelación por lo dicho o hecho por el confesor fuera tan tenue, incierto o remoto, que apenas constituya imprudencia o irreverencia contra el sacramento.
El Código de derecho canónico (1983) declara el sigilo sacramental inviolable (c. 983 § 1), y sanciona al sacerdote que lo quebrante con la pena de excomunión (c. 1388 § 1).
La Iglesia ha precisado que incurre también en excomunión quien capta mediante cualquier instrumento técnico, o divulga las palabras del confesor o del penitente, ya sea la confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero.
En materia de sigilo sacramental no es lícito seguir la opinión probable, sino que es obligatoria la más segura. Lo cual quiere decir que, en la duda de derecho (v.gr., cuando los autores discrepan sobre si tal acción viola o no el sigilo) o de hecho (v.gr. cuando se duda de si tal o cual noticia se sabe por confesión o fuera de ella), el confesor está obligado siempre a seguir la sentencia más segura, o sea, a guardar estrictamente el sigilo. La razón es por la obligación estricta que tiene el confesor de evitar todo cuanto pueda hacer odioso el sacramento o herir la fama del penitente.
Está obligado a guardar estrictamente el sigilo en primer lugar el confesor. Quedan obligados también el intérprete de la confesión, el teólogo o canonista consultado con permiso del penitente, y todos aquellos que, culpable o inculpablemente, han oído la confesión, como ocurre a veces cuando hay mucha aglomeración de fieles, etc.
El secreto de confesión no pretende encubrir tramas, complots o misterios, como a veces ingenuamente la opinión pública cree o, más a menudo, es inducida a creer, sino proteger la intimidad de la persona, es decir, custodiar la presencia de Dios en lo íntimo del ser humano.
Para la Iglesia católica, el secreto de confesión no admite grados: es “inviolable” para todos o no existe.
A tanto llega la inviolabilidad del sigilo, que de negarse la absolución a un penitente por indispuesto, si se acerca públicamente a recibir la comunión de mano del mismo confesor, este tiene que dársela.
El secreto de la confesión no es una obligación impuesta desde fuera, sino una exigencia intrínseca del sacramento y, como tal, no puede ser disuelto ni siquiera por el mismo penitente. El penitente no habla al hombre confesor, sino a Dios, así que tomar posesión de lo que es de Dios sería un sacrilegio.
Santo Tomás se plantea expresamente esta cuestión, y la resuelve afirmativamente: “…aquello que el hombre sabe de otro modo, bien sea antes de la confesión, bien sea después, no está obligado a ocultarlo en lo que conoce como hombre; puede decir: ‘Sé tal cosa porque la ví’. Pero, aun así, está obligado a callarlo en cuanto lo sabe como representante de Dios, y no puede decir: ‘Yo oí tal cosa en confesión’. Sin embargo, para evitar el escándalo, no debe hablar de esto no siendo necesidad urgente” (S. Th., Suppl., q. 11, a. 5).