Dios te pensó Papa. Esta era tu misión en este mundo. Desde siempre.
Se abrió el balcón y apareciste tú, León XIV. Con un folio gastado, escrito a boli, sobre una carpeta gris sencilla, neutra y cuidada con esmero. Tan humano, tan normal, tan nuestro. En ese momento, antes incluso de pronunciar palabra, ya sabíamos que eras padre. Ya te queríamos.
“La paz esté con vosotros”. Con esas palabras del Resucitado abriste tu pontificado. Fue un gesto de entrega. Un “sí” claro, valiente, envuelto en una emoción que casi se te escapaba por los ojos.
¿Qué estaría pasando por tu corazón? Quizás ese clamor de Moisés: “¿Quién soy yo, Señor, para esta misión?”.
Y sin embargo, ahí estás. Porque esta era tu historia, tu parte en el gran plan de Dios para la Iglesia.
Uno entre nosotros
Nos dijiste, como san Agustín: “Con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo”. Te reconocemos como uno más entre nosotros, pero a la vez como aquel que lleva sobre sus hombros la carga de confirmarnos en la fe.
Nos llegas desde la tierra pisada de Chiclayo, desde las periferias, desde la vida real de una Iglesia que ama y se deja amar por los sencillos, por los que sufren.
Nos enviaste desde los primeros minutos a testimoniar la fe sin miedo, a proclamar con la vida la belleza de saberse hijos amados de Dios.
A ser Iglesia unida, siempre de la mano de Dios y de los demás.
Nos recordaste que no estamos solos, que estamos todos en las manos de Dios, también tu lo estas Santo Padre.
Y en ese instante, nuestra alma comprendió que tus palabras no eran tuyas. Eran eco del Espíritu.
Palabras que levantan, que empujan, que reconocen a Dios. Palabras que nos obligan a mirar a Cristo.
Un solo pueblo
Que seamos un solo pueblo, unido. Lo repetiste con fuerza y de mil maneras. Y se notaba que lo creías. Porque la unidad de la iglesia es una gran misión. Unidos, con los brazos abiertos, sin miedo.
Nos enviaste desde el minuto en que te conocimos.
Nos has dado un mandato: ser misioneros, ser puente, ser hogar para el que busca, ser el rostro de Dios vivo.
Y nos lo has dicho con la urgencia de quien conoce el dolor de su pueblo, la soledad de los marginados, la sed de los jóvenes, el cansancio y el llanto del mundo.
Una lágrima en el balcón
Te vimos tragar saliva. Te vimos brillar los ojos. Y entendimos: empezaba para ti una cruz, una entrega total.
Ser Papa es comenzar a morir para que Cristo viva en ti. Pero también es abrazar la Iglesia entera como propia. Y tú la has abrazado, gracias.
Una mirada de auxilio a nuestra Madre: Ave María. Has encomendado tu pontificado a la Virgen, como hijo pequeño que sabe que la madre cuida. Como Iglesia, hacemos lo mismo. Te confiamos a ella. Que te sostenga, que te inspire, que te ayude, que te consuele.
Muchos lloraron al verte. Algunos ni siquiera te conocíamos. Ayer, en la Plaza de San Pedro, en nuestras casas, en las parroquias, en los corazones cansados de muchos, se hizo presente una gran alegría. Una certeza de cielo. Como un «te amo» de Dios al mundo.
Salgamos al mundo como nos pide nuestro Papa León XIV, con humildad y perseverancia, sin miedo, con los brazos abiertos, con una paz desarmada y desarmante, porque el mundo necesita nuestra presencia, y sobre todo, necesita a la razón de nuestra existencia: a Cristo vivo.
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y que acojan a los inmigrantes en el Vaticano para dar ejemplo