Voy a abrir un melón. Hace unos días, en el mercado me acerqué a un puesto regentado por un gitano de esos de nariz afilada. Entre kilos de melocotones y paraguayas le pedí un melón. ¡Grande, por favor! aclaré.
—Dame uno de los grandes, que si no, no me dura nada, repetí.
El hombre me miró con media sonrisa y ojos de sorpresa y preguntó:
—¿Sois muchos en casa?
—Tengo cinco hijos —le contesté..
Entonces vino su frase, esa que no sabes por dónde te va a salir.
—¡Qué maravilla! Ya no se venden bien los melones grandes. Nadie los quiere.
Pagué y me fui con un melón bajo el brazo y una verdad que me persiguió el resto de la mañana.
Porque el gitano tenía razón. Hoy casi nadie apuesta por vivir a lo grande por si se estropea la vida, por si sale mal o por si exige mucho esfuerzo.
Todo lo dosificamos: la entrega, las relaciones, incluso el número de hijos. El afán individual ha desplazado a lo relacional. En otras palabras, nos han domesticado. Casi nada se comparte y casi todo se consume.
Hemos pasado de un modo de vida donde había bastante de don y mucho de sacrificio a otra en la que sólo queremos que todo sea eficiente, fácil y que no moleste.
¿Qué nos ha pasado? Nos ha pasado la modernidad.
Hemos roto adrede y en mil pedazos los espejos de los otros, esos en los que nos mirábamos para pulirnos y hacernos poco a poco mejores. En su lugar, ahora contemplamos nuestro distorsionado reflejo narcisista.
Es un hecho que la modernidad, en su embriaguez de autonomía, ha convencido a cada hombre de que es su propio creador. El hombre, fascinado, —otra vez—muerde la fruta y cae.
Estarán de acuerdo en que llevamos unas décadas en las que parece que no merezca la pena construir, sino sólo destruir pero para aparentar vida a base de movimiento.
Se ha reemplazado de manera vertiginosa el orden natural por el cambio, la forma por lo informe, lo nuevo por lo necesario y el resultado no ha sido lo bueno, bello y verdadero sino la disolución.
¿Por qué estas ideas triunfan?
Hemos permitido convencernos de que lo mejor es lo que no requiere esfuerzo ni tiempo.
La ideología dominante —que ya no es ni de izquierda ni de derecha, sino lisa y llanamente nihilista— proclama insistentemente la autonomía absoluta de la persona que ha pasado a ser “el individuo”.
John Senior lo vio claro: «En la vida de la mente, como en todas las cosas, hay un orden: un comienzo, un camino y un fin». Pero nosotros hemos dinamitado el camino, sólo queremos el fin sin el esfuerzo y si el melón pesa mucho… a otra cosa mariposa.
El resultado de este “sin vivir» es un hombre desnortado, ansioso y fatigado de sí mismo. Un hombre que se busca y no se encuentra, porque se ha negado a Aquel que le permitía saberse.
Y todo esto comenzó pensando que un melón grande era demasiado, que la vida en familia, en comunidad era agobiante y que Dios era innecesario.
El melón grande es ya casi un símbolo contracultural.
Hoy nos encontramos solos. Rodeados de opciones fascinantes e individuales, pero solos.
Pero aún estamos a tiempo. Puedes enseñar al mundo que lo grande compartido —como el melón, como la familia, como Dios— sí vale la pena, aunque pese y aunque manche.
Ahora, desde una trinchera con vistas al cielo, nos preguntaremos: ¿Cuáles son nuestros jabalcones para calcular si merece la pena apostar por un gran melón?
Memoria, trascendencia y siempre sentido del humor, pero no desde la trinchera sino arremangados y dando la vida por el cielo, desde lo concreto.
Desde la cena compartida y con un melón crecido y entero.
Hay que estar aquí, en nuestra realidad. Con una mesa puesta para muchos, con vino y pan, con un melón amplio y con la esperanza intacta.
Así que dediquemos la vida a melones grandes, qué valgan la pena. Volvamos a la mesa, manchémonos. Y, por favor, que nadie nos robe la sobremesa del cielo.
Aún quedan hombres para proclamar la verdad, aquí vive una civilización que aún sin saberlo es amada. Todavía hay hogares donde se goza de un tremendo melón y se da gracias a Dios por poder probarlo.










