El cristianismo es la religión del amor a los enemigos. Una paradoja que pasa por el ser fuerte en la debilidad: “Cuando soy débil, soy fuerte” (2 Cor 12,10). Como afirma Juan Esquerda en La fuerza de la debilidad (BAC, Madrid, 1993), este misterio culmina en la Cruz, concretada en cada cristiano en el amor al prójimo, acogido como hermano. De la Cruz asumida por amor es de donde nos viene la paz, que surge en su plenitud al dar la vida por Dios. Es la auténtica paz, la permanente y eterna, no el espejismo que da el mundo con su prepotencia, que siempre acaba cuando las cosas van mal.
El cristianismo no nos soluciona nada, pero es la solución, porque nos libera de la opresión del mal, y adoptamos la actitud que necesitábamos para afrontarlo y solucionarlo por nosotros mismos. Al aceptarlo con fe, descubrimos en él la paz. De ahí la afirmación de Jesucristo: Quien quiera ser grande, que se haga pequeño; quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (Cfr. Mc 9,35; Lc 22,24-26). Se concreta en dar la vida por el hermano, por el enemigo, por Dios.
Asegura san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). ¿Por qué? Porque quien obra en el corazón en paz es el propio Dios. Eso suele ser en el último momento, porque Dios no nos quiere unos hijos comodones que solo piden, sino que nos esforcemos, que es hacernos fuertes, para serlo cada vez más. Por eso la vida es un pedir y dar constante en progresión ascendente: cuando parece que el problema se ha resuelto, llega otro…
Explica el editor Ricardo Franco en una entrevista en Mater Mundi TV, que antes de su conversión, su vida de fe (que había siempre existido sin él advertirla) era un continuo pedir, pero descubrió que la vida cristiana no es algo legalista como se concibe usualmente, sino una liberación. Afirma: “Porque siempre tenemos la tentación de ser nosotros los que controlamos la relación con todo, también con Jesús”. Él es “un Dios mendigo y crucificado”, que “nos libera de nuestras imágenes reducidas de nosotros mismos y de los demás”, “por eso Jesús es el libertador: la libertad”.
Profundiza advirtiendo que experimentó que no existen dos realidades o naturalezas, sino una sola que ya estamos viviendo con perspectiva de eternidad. No es extraño que lo observe, pues, abrazados a la Cruz, vivir es morir y morir es vivir, continuar viviendo en el seno de Dios Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en una misma naturaleza. “Es el misterio central de la vida cristiana” (Catecismo, n. 232 ss.): una vida que ya estamos viviendo. -¿Ganando o… pidiendo?