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Hildegarda de Bingen: comprender a la mujer

Familia

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En el debate contemporáneo sobre la identidad femenina, suele percibirse una tensión entre dos polos: por un lado, visiones que diluyen las diferencias sexuales en nombre de la igualdad; por otro, discursos que, al subrayar la diferencia, caen sin querer en jerarquías incompatibles con la dignidad cristiana.

Esta oscilación entre la neutralidad y la polaridad no es nueva. Acompaña a la historia del pensamiento occidental desde sus orígenes, como ha mostrado la filósofa Prudence Allen en su monumental The Concept of Woman. Desde Platón hasta nuestros días, la pregunta por la mujer ha sufrido reduccionismos que o bien la igualaban al varón a costa de negar su especificidad, o bien la situaban en posición subordinada.

Sin embargo, en el corazón del siglo XII, aparece una figura sorprendente que rompe esta dicotomía: Santa Hildegarda de Bingen, doctora de la Iglesia, mística, abadesa, música, médica y pensadora de fecundidad inagotable. Allen la reconoce como la auténtica “fundadora” de una tercera vía:

la complementariedad integral, una visión donde la diferencia no se opone a la dignidad, sino que la expresa y la enriquece.

La teología de Hildegarda nace de una profunda experiencia de la creación como un todo ordenado, vivo y lleno de sentido. En sus visiones, el cosmos entero aparece como un gran organismo cuya armonía refleja la sabiduría de Dios.

En esta unidad dinámica, el ser humano —varón y mujer— ocupa un lugar singular: es microcosmos, síntesis de lo visible y lo invisible.

Ambos son imagen de Dios, no por semejanza a un modelo único, sino porque la diversidad de sus modos de ser refleja mejor la riqueza divina.

Frente a los esquemas filosóficos de su tiempo, que tendían a asociar a la mujer con la pasividad o con una supuesta imperfección, Hildegarda reivindica su papel activo en el misterio de la vida. Aun sin conocer los detalles biológicos que hoy poseemos, reconoce en la mujer una participación propia, dinámica y esencial en la generación.

No es recipiente inerte, sino cooperadora viva en la obra creadora de Dios.

Para Hildegarda, tanto el cuerpo masculino como el femenino poseen una sabiduría inscrita que revela la intención del Creador, y ambos contribuyen —de manera distinta— al surgimiento de nuevas vidas y nuevos bienes.

Esta visión corporal y espiritual se proyecta también sobre las virtudes. Aunque Hildegarda asocia ciertas cualidades a lo masculino y otras a lo femenino, nunca establece jerarquías.

Por el contrario, invita a todos a integrar ambas dimensiones: el hombre debe cultivar la misericordia y la delicadeza; la mujer, la fortaleza y la valentía.

La diferencia no encierra ni limita: orienta y enriquece. Lejos de los clichés que, incluso dentro del mundo cristiano, han reducido a la mujer a un papel de pasividad o dependencia, Hildegarda afirma un principio luminoso:

hombre y mujer son cada uno “obra del otro”, llamados a una relación donde ambos se elevan mutuamente.

Esta intuición hildegardiana alcanzará su máxima articulación siglos después, en la antropología de san Juan Pablo II, quien retoma y profundiza la complementariedad integral: el varón y la mujer son plenamente personas, completas y dignas en sí mismas, pero su encuentro genera algo nuevo —una fecundidad que puede ser biológica, espiritual, cultural o social—. En su célebre fórmula, 1 + 1 = 3: donde hay auténtica comunión, emerge vida.

Hildegarda resuena con renovada fuerza y su teología de la encarnación y de la armonía del cuerpo ofrece un camino católico, profundamente humanizador, para comprender la diferencia sexual como un don, no como una amenaza; como un llamado a la comunión, no a la competencia.

Su legado invita a mirar de nuevo a la mujer —y, necesariamente, al varón— con una reverencia que nace de la fe en un Dios que crea, llama y sostiene. Hildegarda nos recuerda que la verdad cristiana no está en los extremos, sino en la síntesis: la igual dignidad y la rica diferencia, unidas en una complementariedad fecunda que refleja el misterio mismo de Dios.

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