Occidente vive un malestar profundo, un temblor silencioso que recorre sus sociedades como un presentimiento compartido: algo esencial se está deshaciendo. No hablamos de ruinas materiales, sino de ruinas invisibles: vínculos sociales debilitados, instituciones deslegitimadas, culturas desorientadas, horizontes vitales estrechados. Esta intuición colectiva —que el suelo moral y comunitario se ha vuelto frágil— define nuestro tiempo con mayor precisión que cualquier estadística económica.
La globalización, celebrada durante décadas como promesa de prosperidad, ha dejado a su paso regiones desindustrializadas, ciudades partidas en dos y comunidades que se sienten abandonadas. Las élites políticas, mediáticas y culturales parecen habitar un mundo paralelo, impermeable a los temores cotidianos de la mayoría. Esa desconexión se hace especialmente visible en un punto donde se concentran tensiones económicas, culturales y políticas: la inmigración masiva.
Para millones de ciudadanos europeos, estos flujos representan una presión acelerada sobre sociedades que ya estaban debilitadas. No solo inquietan por el impacto en el mercado laboral o en el estado del bienestar, sino porque, en algunos lugares, cuestionan la continuidad de la lengua, la identidad y la cultura. El caso de Cataluña es paradigmático: en pocas décadas el catalán ha pasado a ser la lengua de uso habitual de apenas un tercio de la población, y poco más de un cuarto en Barcelona. En un país pequeño, la sustitución lingüística no es un debate académico: es una experiencia vital.
A ello se suma un fenómeno que Europa empieza a mirar de frente demasiado tarde: los problemas de integración de la segunda e incluso tercera generación de inmigrantes. Jóvenes nacidos en el país que, pese a ello, sienten que no pertenecen ni a la cultura de origen de sus padres ni a la sociedad de acogida. Cuando ese vacío se mezcla con la delincuencia de baja intensidad o, peor aún, con la penetración de grandes redes criminales —como ocurre en Francia, Bélgica, Países Bajos o Suecia— el fracaso de las políticas públicas adquiere un perfil de crisis de Estado.
En España, mientras partidos como PSOE o Sumar minimizan o niegan los desafíos que plantea la inmigración masiva, los extremos se alimentan precisamente de esa negación.
El contrapunto es igualmente preocupante: la emergencia de reacciones xenófobas y racistas que, aprovechando los problemas reales, ofrecen lecturas simplistas y soluciones autoritarias. En España, mientras partidos como PSOE o Sumar minimizan o niegan los desafíos que plantea la inmigración masiva, los extremos se alimentan precisamente de esa negación. Presentar la inmigración como fuente de bienes ilimitados no solo es políticamente irresponsable: es socialmente inflamable. Más aún cuando algunos gobiernos la plantean como sustituto de una natalidad desplomada, sin abordar la raíz del problema: la ausencia de políticas familiares serias.
La cuestión migratoria es, por naturaleza, trágica: enfrenta dos bienes legítimos. Por un lado, el derecho de toda persona a buscar una vida mejor, incluso si eso implica abandonar su país. Por otro, la obligación de los Estados de proteger el bien común de sus sociedades, formadas tanto por nativos como por inmigrantes ya asentados. Las políticas migratorias equilibradas nacen precisamente de ese difícil encuentro entre deberes y derechos. Pero cuando las llegadas irregulares superan la capacidad de regulación, ese equilibrio se desvanece: no se trata ya de elegir entre dos bienes, sino de constatar que ambos se deterioran.
En esta encrucijada —migratoria, cultural e incluso civilizatoria— la Iglesia podría desempeñar un papel decisivo. Su historia, su autoridad moral y su sensibilidad hacia los más vulnerables la convierten en un actor único para iluminar la conciencia pública. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, transmite la impresión de que cualquier reserva ante la inmigración ilimitada es moralmente sospechosa o incompatible con el cristianismo. Esa posición, más emocional que doctrinal, no tiene en cuenta la complejidad del fenómeno ni la legítima preocupación de millones de ciudadanos.
La Iglesia debería recordar que la caridad no se opone al bien común: lo presupone.
La Iglesia debería recordar que la caridad no se opone al bien común: lo presupone. Para acoger, proteger e integrar a quienes llegan, es imprescindible garantizar la estabilidad social de quienes ya están. Exigir fronteras operativas, promover políticas de integración realistas, reflexionar sobre los límites de la acogida o admitir que puede ser legítimo priorizar ciertas procedencias no contradice el Evangelio. Lo contradice, en cambio, moralizar sin discernimiento.
Presentar un discurso moral no es lo mismo que moralizar. Un discurso moral propone principios, criterios de juicio y orientaciones que ayudan a comprender y decidir. Reconoce matices, asume dilemas, dialoga con la realidad concreta. Moralizar, en cambio, divide el mundo en buenos y malos, atribuye culpa al discrepante y oscurece la complejidad con eslóganes. Lo primero ilumina la conciencia; lo segundo la infantiliza.
La doctrina social de la Iglesia, contiene más que suficientes herramientas para abordar el fenómeno migratorio desde ambas orillas: la del que llega y la del que recibe. San Agustín, que vivió una época de migraciones y convulsiones mayores, comprendió que la caridad exige prudencia, y que la prudencia es una forma de amor.
Este tiempo de permacrisis ofrece a la Iglesia una oportunidad histórica: la de inspirar respuestas virtuosas en un mundo desorientado. Para hacerlo, debe recurrir a su mayor tesoro: la profundidad de su tradición moral, no la superficialidad de sus impulsos sentimentales. El futuro de Europa, y la dignidad de quienes buscan un hogar dentro de ella, merecen algo más que consignas. Merecen verdad, justicia y caridad en equilibrio.
Presentar un discurso moral es iluminar; moralizar es oscurecer. La Iglesia debe elegir bien. #Ética #Fe #Cristianismo Compartir en X









