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La piel y la palabra

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Apocalípticas resultan nuestras relaciones en una urdimbre de “artificiales inteligencias” que rompen las conexiones sociales, esas que, según la visión aristotélica, idean, o, visto lo visto, ideaban la cosmovisión humana. La respuesta y la creación de cualquier argumento llega al mundo en microsegundos. Lo de “dar al coco”, es cuestión de tiempos pretéritos. Y, desde la perspectiva afectiva, si el abrazo resulta distante, el beso ni se menciona, ni se plantea. Más aún, si eres juzgado bajo el testigo del odio.

La magnitud de este exterminio de virtudes es, sin duda alguna, el delirio de la humanidad. Supongo que los procesos, según sea nuestra balanza, están supeditados por un cambio intrínseco. Y lo que nos corresponda a cada momento histórico siempre es discrepancia del ser. Pero, a decir verdad, se infiere de nuestra sociedad un rostro que está desinteresado de conocimiento y afecto.

he acudido al libro, ese fascinante artefacto que, como decía Irene Vallejo, “inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo”

Para demostrar la primera cuestión he acudido al libro, ese fascinante artefacto que, como decía Irene Vallejo, “inventamos para que las palabras pudieran viajar en el espacio y en el tiempo”. Sin embargo, parece que ese viaje se complica. Si atendemos al número medio de libros leídos en España, 7 al año, estos datos resultan, como poco, sorprendentes, dado que, precisamente, gozamos de un sinfín de información acumulada. Pero es más desconcertante si se compara con el número de horas que se dedican al ocio digital: más de 7 diarias. Y, a pesar de ello, somos uno de los países que más lee en el mundo.

Haciendo cálculos he hallado que, si dedicáramos al menos 1 hora diaria a leer, y teniendo en cuenta que en una hora leemos alrededor de 40 páginas, podríamos acabarnos un libro de 300 hojas en 7,5 horas. Esto se traduce en que al mes podríamos leer 4 libros. Y al final de año 49. Todo esto sin que seamos lectores extremadamente ávidos.

No se lee lo suficiente, y eso se traduce en ignorancia.

Una ignorancia que, en palabras de Amos Bronson Alcott, “es la noche de la mente, pero una noche sin luna y sin estrellas”. Al mismo compás, de esta falta de conocimiento, se sucede, de un tiempo a esta parte, una continua -y no aleatoria- falta de afecto. La desvinculación con los corazones generosos apuntala una corriente arrogante. Nunca antes el individualismo carnívoro se había dado como ahora: “yo controlo”, “déjame vivir en paz”, “que harto estoy de ti”.

Mi abuelo decía que “más vale un plato de legumbres con afecto, que repleto de carne con rencor”. De eso no queda casi nada. Y España se queda sola. Este es ya un país de hijos únicos, en el mejor de los casos. Sin hermanos. Sin primos. Sin nietos que visiten a los abuelos los domingos. Se dice de unos que «han matado la creencia». De los otros que «han matado a la patria». Esto ha generado ciudadanos que, como digo, se sienten solos. Y de ello, se ultiman palabras antes del apocalipsis: luz desvanecida, tibieza, miedo, último amor. Existe una epidemia silenciosa de afecto y conocimiento. Y ambas, indudablemente, se retroalimentan.

Pero, ante todo esto, apremia refugiarse en la esperanza más que nunca y, por supuesto, en una revolución de la razón, aunque sea silenciosa, para hallar nuestro reencuentro con esas dos virtudes.

Debajo de la tierra crecen raíces profundas. Y, por mucho que no se vislumbren a simple vista, no significa que no existan. J. R.R. Tolkien, imbuía su obra literaria de mensajes esperanzadores, incluso cuando no eran visibles para los ojos de la razón. En sus libros hay pasajes con tanta oscuridad que pareciera no haber posibilidad de un final en que la luz triunfara. Sin embargo, todos conocemos su desenlace.

Del mismo modo, las instrucciones filosóficas de John Dewey nos aproximan a este entendimiento: “conocer no es algo separado y que se baste a sí mismo, sino que está envuelto en el proceso por el cual la vida se sostiene y se desenvuelve por sí sola”. Esto, por darle sentido, es la esperanza.

“El que lee, que entienda”, decía el de Nazaret como desafío a la sagacidad de los creyentes y, también, de los no creyentes en el objetivo de descifrar el enigma de lo absoluto. A pesar de todo, queda esa esperanza de que nadie está realmente solo en este mundo y que el conocimiento está delante de nosotros. Siempre hay más, consciente o inconscientemente, de lo que esperamos. Esto nos compromete en seguir buscando ese anuncio velado de acontecimientos futuros, sobre todo, siendo fieles a la piel y la palabra.

La respuesta y la creación de cualquier argumento llega al mundo en microsegundos. Lo de “dar al coco”, es cuestión de tiempos pretéritos Clic para tuitear

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