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La sexualidad, cosa sagrada

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Artículo nº 2: “El olvido de lo sagrado”

Una de las constantes fácilmente observable en los documentos de la Iglesia cuando hablan de la sexualidad humana, y más en concreto en el magisterio de los papas, es la constatación del trato superficial y falto de consideración que recibe la sexualidad en la cultura actual. Los últimos papas han advertido de esta falta de consideración con toda claridad, siendo Francisco el que más ha insistido. En Amoris laetitia utiliza abiertamente el verbo banalizar cuando, refiriéndose a nuestros días, dice que es una “una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse” (280). En un punto anterior de la misma exhortación ya había dejado claro que “la sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e inviolable valor” (151).

Adiós a Dios, adiós a lo sagrado

No es el propósito de este artículo analizar, ni siquiera enumerar, las causas por las que la sexualidad no se toma con la seriedad que merece, pero sí hay una que requiere mi atención y es la que he puesto como título de este segundo artículo: el olvido de lo sagrado -cuando no desprecio, añado ahora-. El olvido de lo sagrado bien puede entenderse como causa y efecto del secularismo de este tiempo nuestro, donde a Dios se le ha expulsado de la vida social y, como consecuencia, muchos lo han hecho también de su vida privada. Si hacemos caso de los informes periódicos del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la religiosidad de los españoles, tendremos que contemplar como posibilidad real que debe haber una enorme cantidad de compatriotas para quienes Dios no tiene ningún hueco en la distribución del tiempo de las veinticuatro horas diarias. Para muchos, Dios ha debido quedar reducido a ser un fósil cultural que quizá tuvo su sentido en otras épocas, científica y técnicamente atrasadas respecto de la actual, pero innecesario en esta modernidad interconectada. Quienes somos creyentes y mal que bien procuramos responder a la fe con las obras, nos encontramos ante una paradoja que no puede presentársenos más falta de racionalidad: Dios, el Ser Supremo, la fuente y sostén de todo ser, “pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 31) es ignorado hasta la negación y el olvido. Por fin hemos conseguido hacer que el absurdo sea realidad; por fin, el infalible principio de no contradicción ha saltado por los aires hecho esquirlas: ahora resulta que Yahvé, “el-que-es” (cf. Ex 3,14) es el-que-no-es porque en la práctica ha-dejado-de-ser el referente por excelencia; hemos logrado que el Absoluto (ab solutus, el que se basta a sí mismo sin estar atado a nadie) sea un relativo más, haciéndolo depender de nuestros dictados y ocurrencias; por fin el Omnipresente ha pasado a ser el omniausente.

La consecuencia para lo sagrado cae por su peso: desaparecido Dios, desaparecido lo sagrado, pues Dios no solo es santo (el Único Santo), sino la fuente de toda santidad. Y santidad y verdadera sacralidad no son sino aspectos de una misma realidad. Sagrado no es lo que el hombre sacraliza, sino lo que Dios ha declarado santo. Y lo que Dios ha declarado santo, los hombres no podemos llamarlo profano; lo que Dios ha purificado, tú no lo consideres profano” (Hch 10, 15). Ahí reside la razón primera y última de sacralidad de la sexualidad humana, digamos ya por anticipado, si bien no debemos adelantar conclusiones que esperan su momento para más adelante.

El papa Benedicto XVI se ha dolido muchas veces de este silenciamiento de Dios y ha reiterado esta denuncia sobre el olvido voluntario de Dios. Es verdad lo que dice el papa Benedicto. Llevamos décadas, en algunos lugares siglos haciendo cuanto se puede para que el nombre de Dios no se oiga. No hace falta constatar con estudios minuciosos la supresión del nombre de Dios, está a la vista, comenzando por los textos oficiales de mayor rango. Los que tenemos edad como para guardar memoria de varias décadas recordamos que eso fue lo que ocurrió aquí en España cuando se redactó la actual constitución en el año setenta y ocho del pasado siglo. El hecho resultó ser una inversión social en toda regla, pues pasábamos de ser un país oficialmente católico a omitir el nombre de Dios en nuestra ley de leyes. Digo más, habría que calificarlo de democráticamente chocante pues se produjo con el extraño consenso de todas fuerzas políticas que representaban a un país que por entonces se decía católico en más del noventa por ciento de su población y con el silencio de la inmensa mayoría de los miembros del episcopado de aquella época. Lo recuerdo perfectamente porque mi obispo, a la sazón don Marcelo González, el entonces arzobispo de Toledo y cardenal primado de España, fue en la práctica la única voz de peso contraria a esa omisión del nombre de Dios en la principal de nuestras leyes. Así lo dejó escrito en la Instrucción pastoral “Ante el referéndum sobre la Constitución”, de 21 de noviembre de 1978. Quienquiera que se tome los escasos minutos que lleva su lectura podrá comprobar que el tiempo no ha tardado en darle la razón. ¿Tendrán algo que ver las prevenciones de don Marcelo en 1978 con que hoy aparezcamos entre los veinte países menos religiosos del mundo, con tendencia a seguir descendiendo, o será pura casualidad?

Los argumentos con los que fue contestada la postura del cardenal primado fueron dos: uno de orden político, el otro antropológico. El de orden político era la separación Iglesia-Estado, una separación que hunde sus raíces en el evangelio y que la Iglesia ha reclamado para establecer sus relaciones con los Estados tras el concilio Vaticano II. Los que querían entonces, y siguen queriendo ahora, borrar la presencia pública del hecho religioso se agarraron a esta petición de la Iglesia, ignorando, o queriendo ignorar, que lo que la Iglesia reclamaba no era desaparecer de la escena pública, obviamente, sino separar la jurisdicción civil de la eclesiástica que venían entrelazadas y en multitud de cuestiones indiferenciadas desde hacía muchos siglos. No se puede confundir el hecho religioso, con todas sus celebraciones y su proyección social necesaria, con el  poder político, pero eso no significa que haya que arrinconar a la Iglesia ni que los creyentes hayamos de serlo solo en privado.

El segundo argumento, que muy pronto se demostró falaz, es que la sociedad civil (y por tanto su legislación) debe ser neutral en materia religiosa, quedando todas las cuestiones de fe reservadas a la esfera íntima y privada de los individuos. Puede parecer que es una cuestión administrativa, o política, pero su trasfondo es antropológico puesto que se basa en una supuesta neutralidad del ser humano, del todo inexistente. Es el mismo argumento que han repetido siempre los contrarios al bautismo de los niños o de la religión en la escuela (primer paso, pero no único para borrar de la educación toda referencia religiosa, que en nuestro caso quiere decir católica). ¡Como si el hombre fuera un ser neutral o como si eso que se pretende fuera neutralidad! Esa es la misma neutralidad que la de quien teniendo que instruir a otro, le deja en el más puro analfabetismo escudándose en razones infumables, confundiendo lo íntimo con lo privado y presentando, como si fueran opuestas, las dimensiones pública y privada de la persona a las que se separa artificialmente. ¡Como si la fe religiosa fuera una etiqueta de quita y pon! ¿Acaso se puede ser creyente, y creyente operante, solo en privado? Hay mil ejemplos de mucho menor calado que evidencian que en el hombre es imposible separar lo externo de lo interno, lo público de lo privado. Asuntos de tanta hondura y de tantísimo valor para una persona como la profesión, la amistad, las aficiones o los grandes amores tienen ciertamente una dimensión pública y otra privada, pero pertenecen a la persona, permanecen en la persona en todo momento y solo pueden vivirse desde la unidad que cada persona es. No se puede ser amigo de los amigos solo en privado, ni se puede ser médico o futbolista solo de cara al público, del mismo modo que no se puede estar casado solo dentro del hogar o creer en Dios y elevar el corazón hacia Él exclusivamente dentro de la Iglesia.

Saben bien los enemigos del hecho religioso de todos los tiempos que borrar la religión del espacio público, de la legislación, de la vida social, significa, en la práctica, debilitar y acabar anulando en muchos hombres su apertura a la fe y sus posibilidades reales para desarrollar su dimensión religiosa y vivir como creyentes. Las medidas políticas de desacralización de la vida social tienen como primera consecuencia la minusvaloración de lo religioso, con la consiguiente pérdida del sentido de lo sagrado. Así, por ejemplo, si ocurriera que en un día aciago, el Gobierno estableciera el domingo como día laborable, el domingo perdería su carácter religioso que aún mantiene para una parte importante de los bautizados. Y es que el valor que damos a las cosas no coincide con el valor que las cosas tienen, porque no depende del valor intrínseco de las cosas, sino que depende en buena medida de la valoración social que se les quiera atribuir. Autores muy diversos de la Filosofía de los Valores (Axiología) vienen a estar de acuerdo en señalar que todo valor cabalga entre dos extremos, uno objetivo, lo que valen las cosas por sí mismas, y otro subjetivo, que es la valoración que el hombre hace de esas mismas cosas. Quien haya leído la Utopía de Santo Tomás Moro, probablemente recuerde que en Utopía el oro era tenido por los utopianos como metal ignominioso, usándose para grilletes de esclavos, distintivos de presos o para la fabricación de los recipientes destinados a los usos más viles.

Volviendo a nuestro tema, si a lo sagrado no se le concede valor social, no por ello lo sagrado pierde su valor intrínseco, pero sí su estimación, dejando de ser percibido como valioso por ese sector de población (cada vez más amplio, me atrevo a decir) que se mueve por los criterios socialmente dominantes. Y si lo sagrado no es percibido como valioso, entonces no puede ser tratado como tal. Esta reflexión sirve para todo lo sagrado: para los templos, para las celebraciones litúrgicas, para el uso que hacemos del nombre y de la Palabra de Dios, para el trato que dispensamos a nuestros mayores, especialmente a los padres, para la postura que tomamos ante la oración o los sacramentos, para organizar el domingo, para las fiestas… para la sexualidad.

No son pocas las voces que se dejan oír reclamando una vuelta a los valores, un respeto mayor para la sexualidad, para la creación, para los tratamientos, para las relaciones sociales, una mayor consideración con los ancianos, etc. Yo me uno a ellas, pero hay que ir a la fuente, y la fuente es el respeto al nombre de Dios. Respetar el santo nombre de Dios equivale a saber situarse Él, nuestro creador y padre, nuestro señor y redentor, nuestro guía, maestro y santificador. Algunos se preguntarán cómo se hace esto, por dónde se empieza. Yo no tengo recetas ni soluciones y no creo que las tenga nadie sino el propio Dios que es quien conduce la historia, la vida de los hombres y la Iglesia a su divina manera, siempre misteriosa, y por eso escasamente comprensible para nuestras cabezas, generalmente pobres en fe y confianza. Yo no tengo recetas, digo, pero si hay que empezar por algún sitio, entiendo que será por el principio y el principio, para hacer las cosas bien, es el temor de Dios, el santo temor de Dios, porque por aquí empieza, como por su principio, la sabiduría que necesitamos para hacer que este mundo sea honesto y justo, y de ese modo, gozosamente habitable. El comienzo de la sabiduría es el temor del Señor” (Prov 1, 7; Salmo 111, 10). Comienzo y más que comienzo, porque el temor de Dios es a la vez “gloria y honor, alegría y corona de júbilo. El temor del Señor deleita el corazón, da alegría, gozo y larga vida. El temor del Señor es un don del Señor, pues se asienta sobre los caminos del amor” (Eclo 1, 11-12). Y también final, pues “corona de la sabiduría es el temor del Señor” (v. 18).

Solo así, sentadas estas bases, podemos abordar la sexualidad como lo que es, don de Dios y cosa sagrada para toda persona. Trataremos de explicarlo en próximos artículos.

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