Se explicaba en el artículo anterior que el fundamento del pudor en el lenguaje es de orden antropológico y consiste en considerar al hombre como el ser de la razón-palabra, el ser en el que el pensar y el decir forman un todo indisociable -el logos, decíamos-, sin que podamos explicar hasta dónde el decir depende del pensar, y al revés. Hoy daremos un paso más, obligados por el hecho de que tras el pensamiento viene la acción. Lo propio del ser humano -fuera de acciones reflejas o inconscientes, que también se dan- es que los actos sean consecuentes con el entendimiento, de modo que haya una línea de continuidad lógica entre lo entendido y lo ejecutado, entre la deliberación y la obra. “El obrar sigue al ser”, decían los escolásticos.
Si fijamos nuestra atención en la acción, no será difícil caer en la cuenta de que dentro del abanico de incontables modalidades y variantes del hacer, una de esas variantes consiste en mirar. Mirar es una de los medios privilegiados para entrar en contacto con la realidad, para moverse entre las cosas y también para establecer vínculos con ellas, ya que mirar, además de ser una manera de captar lo exterior, es también una manera de expresarse; Edit Stein, en su obra La estructura de la persona humana, dejó escrito que “la mirada del hombre habla”. Si todas las operaciones propias de los sentidos (ver, tocar, oír, etc.) son otros tantos canales de apertura al mundo, la acción de mirar tiene un lugar privilegiado porque la mirada no solo nos abre a todo lo que se expresa en imágenes, color y movimiento, sino que además resulta ser también una vía de comunicación. Tan básica y fundamental es la visión en la vida humana, que desde los albores del pensamiento se ha hecho traslado de la visión física al mundo intelectual, de modo que “ver” algo no es solo percibirlo con los ojos sino también con la inteligencia. “El entendimiento -dirá Balmes- es el ojo del espíritu”.
Mucho se ha escrito sobre la mirada humana. Para lo que ahora nos importa, digamos únicamente que si el hombre fuera solo un animal más (como muchos erradamente se empeñan en sostener), nuestra mirada no iría más allá de ser un acto sensorial, sin más alcance que el que permite la visión física, de modo similar a como el objetivo de una cámara capta lo que cae dentro de su campo. Si yéndonos a otro extremo, cayéramos en el error de pensar al hombre como un ángel, nuestra mirada habría de ser un acto de entendimiento puramente espiritual. Ahora bien, dado que somos hombres, es decir, como estamos en la confluencia de la realidad física y espiritual, participando de ambas, nuestra mirada, siendo un acto físico, y sin dejar de serlo, es a la vez un acto intelectual, un acto de comprensión de la realidad.
El análisis de la mirada humana ofrece muchos otros aspectos de singular interés, pero con lo dicho es suficiente para dejar sentado que la mirada humana no es una mirada objetiva. Al ojo humano no se le puede pedir que sea neutral, porque no ha sido diseñado para la neutralidad, ni para la objetividad pura. No puede ser neutral y no es bueno empeñarse en una pretendida visión aséptica de las cosas porque el ojo no es independiente de la persona que mira. Esa neutralidad que a veces exigimos a los ojos, no se da nunca en nada de lo que el hombre hace y no llega a conseguirse de manera absoluta ni siquiera en los trabajos de las ciencias experimentales, que es el campo donde debe perseguirse la máxima objetividad. Mirar y ver no son lo mismo. El órgano de la visión física es el ojo, pero quien mira es la persona, y toda persona imprime siempre en todo lo que hace su carga de subjetividad, su sello propio. Por este motivo la captación de la realidad adquiere sesgos distintos según quiénes la miran, lo cual se traduce en percepciones distintas de la misma realidad. Debido a ello, dependiendo de quiénes y cómo miramos las cosas, se deriva, necesariamente, la postura que tomamos ante ellas. De nuestra mirada sobre las personas y sobre los acontecimientos, depende, por fuerza, el significado y el valor que les concedemos.
Ahora hay que hacerse una pregunta: Si al ojo no se le puede pedir que sea neutral, ¿qué es lo que sí hay que pedir al ojo? Supuesto su buen funcionamiento sensorial, al ojo lo que hay que pedirle es que esté limpio. De la misma manera que ver y mirar no son lo mismo, tampoco lo son neutralidad y limpieza. Tan no son lo mismo, que la neutralidad es imposible y la limpieza imprescindible. Limpieza física, intelectual y moral. Esta es la función del pudor aplicado a la mirada, mantener los ojos en su máximo grado de limpieza posible, y la persona se juega tanto en ello (nos jugamos tanto en ello también a nivel social), que todos los esfuerzos son pocos cuando se trata de conservar y acrecentar, hasta donde se pueda, la limpieza de la mirada.
Siempre que viene al hilo de la reflexión, creo que hace bien repetir una cita de San Agustín que tengo por una verdadera perla de sabiduría. “Vemos las cosas porque son -dejó escrito el santo en Las Confesiones, dirigiéndose a Dios- pero son porque tú las ves”. Las cosas no son porque las veamos nosotros, son porque Dios las ve, y -me parece conveniente añadir- no solo son ‘porque’ Dios las ve, sino que son ‘como’ Dios las ve.
Que la mirada humana sea así, nos hace entender la necesidad y la importancia de su educación. Dentro del amplio campo de aspectos de la mirada humana que son susceptibles de ser educados (observación, atención, reflexión, actitudes, valores), ahora lo que nos ocupa es el pudor. A propósito de ello hay que advertir de la necesidad imperiosa de cuidar lo que vemos y cómo lo vemos. En lo que afecta al pudor, hoy el gran problema, para niños y adultos está en la superabundancia de imágenes a las que nos enfrentamos, una auténtica invasión de estímulos visuales y audiovisuales para la cual no siempre tenemos capacidad. Derivado del principio de experimentación, según el cual, los aprendizajes por experiencia son más fáciles y seguros, desde hace tiempo se ha hecho una interpretación abusiva del mismo y ha acabado extendiéndose en los círculos educativos un criterio anónimo según el cual los niños deben verlo todo y oírlo todo. El error es mayúsculo, porque no todo es necesario ni conveniente, ni todo es bueno, ni todo es inocuo. ¿Quién ha dicho que verlo todo esté exento de peligro?
Dentro de esa invasión, merece la pena que dediquemos algunas líneas a comentar algo sobre el mayor problema moral con se encuentra hoy el hombre contemporáneo referido al mundo de la imagen. Me refiero a la pornografía, perversión que está siendo especialmente dañina a través de internet y de la que apenas hay modo de escapar. La pornografía es un azote del alma y tiene declarada la guerra al hombre actual en el campo de la mirada, sin reparar en edad ni condición. Aunque no creo que sean necesarias muchas explicaciones, no está de más recordar el modo de actuación de la pornografía. La pornografía actúa por ensuciamiento, tiñendo los ojos de morbosidad, con el resultado seguro de entenebrecer la mirada. Tampoco estará de más decir que si algo mancha, mancha por igual a todos los que entran en contacto con la fuente de la suciedad. Da igual que seamos niños, jóvenes o adultos, hombres o mujeres, estamos todos igualmente expuestos ante esta lacra porque el bombardeo es continuo. Además de las publicaciones “para adultos”, expresamente pornográficas, los estudios sobre consumo de pornografía constatan una y otra vez que estos mismos contenidos están llegando cada vez con más profusión a niños, adolescentes y jóvenes por la sencillísima vía del clic. Con más o menos crudeza, la pornografía ha emporcado con su presencia el cine, la publicidad, los vídeos musicales, las redes sociales, la literatura y los llamados programas de ‘educación sexual’. Es verdad que no en todos los casos presenta la misma intensidad y dureza, pero también es verdad que hoy las obscenidades sexuales están disponibles sin apenas restricciones para cualquiera, y quien dedique tiempo a las pantallas, si quiere velar por su limpieza interior, en no pocas ocasiones tendrá que defenderse de tales obscenidades que con frecuencia se ofrecen sin ser buscadas. Solo a base de una vigilancia esmerada, de luchar contracorriente y de grandes esfuerzos, los padres de hoy podrán salvar la inocencia de sus hijos. En este campo no valen excusas con las que disimular o suavizar la peligrosidad del tóxico. No sirve refugiarse en que los tiempos actuales son así, porque -volviendo a San Agustín- “los tiempos somos nosotros; cuales somos nosotros, así serán los tiempos”. Y no sirve tampoco ampararse en la multitud. El hecho de que un problema esté muy extendido no rebaja la gravedad del mismo; al contrario, la aumenta, porque se multiplican las posibilidades de contagio.
De los varios peligros que la pornografía encierra, el primero que a mi juicio merece ser destacado, acontece en el nivel del pensamiento y es la distorsión conceptual que la pornografía produce respecto de la sexualidad. Es una distorsión que implica al sujeto porque apela y excita sus pulsiones sexuales, las cuales, por su naturaleza, necesitan de escasos estímulos para reaccionar. Justamente porque la mirada no es neutral, la pornografía envilece la sexualidad porque envilece al sujeto que cae en sus redes. En esta serie de artículos que venimos ofreciendo bajo el título de “la sexualidad, cosa sagrada”, se viene repitiendo sin descanso el carácter sagrado de la sexualidad porque sagrada es la persona humana. Pues bien, la pornografía viene a desmentir esta idea a través de las imágenes, llevándola al extremo opuesto, la indignidad. Es decir, lo que es santo y sublime se presenta y se hace entender como grosero e indigno. En eso consiste la profanación, cuya gravedad se mide, como ocurre con todo, por sus consecuencias, en las cuales no podemos detenernos ahora, pero que son bien conocidas por sus estragos, tanto a nivel individual como familiar.
Toda la verdad, bondad y belleza de la sexualidad, toda la santidad que encierra cuando se vive como Dios manda, queda destrozada por ensuciamiento. Esa es la obra de la pornografía. Sirvan un par de ejemplos comparativos: la profanación de alguien que irrumpiera en una iglesia con una maza reduciendo a añicos las imágenes sagradas o el escarnecimiento de los restos de un difunto de quien viola una tumba, siendo acciones execrables, son mucho menos graves que el destrozo que produce quien arruina, quizá para siempre, la inocencia de un alma limpia, tenga la edad que tenga, pero especialmente si es un niño. En los tres casos hay una profanación, pero la tercera supera en perversidad a cualquiera de las otras dos, y también a las dos juntas.
Ante esta situación perniciosa no hay más remedio que defenderse, haciendo cuanto con honestidad pueda hacerse en sentido contrario. La pregunta es cómo, qué se puede hacer. Aparte de otras medidas, la primera respuesta ya está dada: actuar justamente en sentido contrario. Dado que el mal se produce a nivel conceptual, lo primero y lo más importante que podemos hacer frente a la pornografía es actuar también a nivel conceptual, en el orden de las ideas, incidiendo en un doble frente: el intelectual y el moral. En el orden intelectual es imprescindible la educación de la intimidad y de aquí el valor de cuidar el pudor. Solo inculcando el respeto por la intimidad y su garante que es el pudor, puede hacerse frente a la impudicia. Si la pornografía viene a enfangar la belleza, bondad y verdad de la sexualidad, la manera de contrarrestar su acción perniciosa es mostrar en todo su esplendor esa belleza, bondad y verdad. El modo de hacerlo variará en función de los destinatarios y sus ambientes, pero en todo caso, el gran recurso es la palabra, una palabra que hable verdad. ¿No se podría contrarrestar la acción dañosa de la pornografía con otros materiales audiovisuales opuestos a sus obscenidades? En este caso la respuesta es no. A la pornografía se le hace frente con la palabra y con el ejemplo de una vida sana y alegre vivida en el matrimonio y la familia. La vida sexual pertenece a la intimidad de las personas y a la intimidad no se le ayuda rompiéndola sino protegiéndola, la intimidad no se cultiva ‘desintimizándola’. Al error no se le combate con otro error, ni al mal con el mismo mal. A imágenes lujuriosas o impúdicas no se le pueden contraponer imágenes lujuriosas inocentes porque no existen. De eso no hay. Por eso no hay más remedio que acudir a la palabra y a los ejemplos de vidas virtuosas, el más eficaz, el de la propia familia, aunque no sea el único.
La segunda dimensión conceptual es de orden moral, y tiene que ver con las nociones de gracia y pecado. Fuera del ámbito católico, estos conceptos pueden no ser entendidos, pero al menos los bautizados deberíamos tenerlos muy presentes. Pecado porque así es en realidad; toda profanación en el orden sexual, así está definida objetivamente, y así hay que llamarla. Y gracia de Dios porque al pecado no se le vence con buena voluntad, con argumentos de razón, con datos estadísticos, con expertos ni con terapeutas. Al pecado se le vence y se le disuelve con la gracia, y no hay otro medio ni remedio. Para ello disponemos de todos los medios que Jesucristo dejó a su Iglesia, especialmente los sacramentos. Estos medios, porque son verdaderamente los más eficaces, han sufrido y siguen sufriendo el desdén y la humillación desde instancias muy diversas, especialmente a través de dos vías: la ridiculización y la denuncia de los contraejemplos de quienes los predican. Pues bien, ante los intentos de ridiculización, firmeza en las convicciones y coherencia de vida. Y ante los contraejemplos, independientemente de la verdad que pueda haber en ellos, hay que decir que la gracia no pierde eficacia porque sea mal administrada. El valor de la oración no se ve reducido por la condición de pecador de quien ora con sinceridad de corazón y las gracias de los sacramentos no se impiden ni se esfuman porque su administrador sea un hombre poco ejemplar. Quien los instituyó, el Señor Jesús, ya previó este hándicap y ya dejó establecido el remedio.