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La sexualidad, cosa sagrada (y XI)

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Las reflexiones que se exponen a continuación, arrancan de cuatro premisas encadenadas:

Una. Una sociedad sana y sólida necesita de familias numerosas, sanas y sólidas.

Dos. La mejor institución que puede proporcionar estas familias es el matrimonio sacramental virtuoso, entendiendo por virtuoso aquel en el que los cónyuges actúan de acuerdo con las promesas matrimoniales, vividas con dilección y amor intenso.

Tres. La aportación de cada cónyuge al conjunto de la familia es fundamental y decisiva, pero asimétrica. La presencia y la actuación de los dos es imprescindible, pero el papel de la madre es de mayor amplitud que el del padre. Sobre la mujer gravita un especial protagonismo y responsabilidad, que se traduce en que la mujer pone en la familia un sello y un acento que no puede poner el padre. Ella es la columna vertebral, la verdadera directora de la familia, y por eso la institución que da origen a la familia, que la fundamenta y sostiene, se llama “matrimonio” (palabra derivada de madre, en latín mater/matris) y no “patrimonio”, cuyo significado se distancia mucho del núcleo íntimo de la familia, aunque guarde alguna relación. Ese papel destacado de la mujer se pone de manifiesto de manera solemne y luminosa en el momento fundacional de la familia, la celebración de las nupcias, y se extiende, de manera ordinaria, al resto del tiempo.

Cuatro. La atención y cuidado de su familia no es la única aportación de la mujer a la sociedad, pero sí es la más importante. Está más que demostrado que la mujer está sobradamente capacitada para multitud de profesiones, cargos y servicios. Dicho esto, al tiempo hay que señalar que la vocación a la maternidad, en principio, se le supone a toda mujer, lo cual significa que, para las mujeres que sean llamadas a engendrar y criar hijos, nada hay por delante de la vocación de esposa y de madre.

No es de extrañar que las dos últimas premisas, por ser opuestas al igualitarismo que nos envuelve, se encuentren muy lejos de ser entendidas y aceptadas sin fuerte oposición en el momento en que vivimos y que solo a duras penas podrán encontrar acogida en ambientes reducidos. Pero a la verdad, para ser verdad -en este asunto como en cualquier otro- le resulta indiferente el número de adeptos, y la cuestión, por tanto, no está en si son muchos o pocos, sino en saber si lo que se propone como verdadero, resulta serlo. “La verdad -decía Antonio Machado- es la que es, y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés”. Insisto en la tercera de esas premisas: La aportación de los padres, de los dos, padre y madre, es fundamental e imprescindible, pero asimétrica. ¿En qué sentido es asimétrica? En extensión, no en intensidad. El papel de la madre es tan intenso como el del padre pero más extenso, abarca más. Sin disminuir en intensidad, llega a más áreas de la vida familiar y de la persona del hijo que el del padre. No se puede decir que sea más o menos importante, porque los roles de padre y madre no se miden en términos de importancia (si el del padre fuera menos importante, sería secundario respecto al de la madre, y no lo es), sino de complementariedad y la unidad que la familia requiere no se logra con la unión de dos mitades incompletas, sino con la unión de dos desigualdades. (La unión de dos mitades incompletas es la finalidad que se persigue cuando el hombre y la mujer que se casan, se han entendido a sí mismos como dos medias naranjas, idea extendidísima que no pasa de ser una creencia popular falsa aunque encierre algo de verdad, un mito que hunde sus raíces en otro aún más falso pero que quizás tenga un poco más de caché, el mito del andrógino, recogido por Platón en El banquete).

Establecidas esas cuatro premisas, volvamos al protagonismo femenino que nos ocupa. En la familia establecida sobre el matrimonio sacramental, ese protagonismo hace su aparición de manera solemne y destacada desde el momento fundacional de la familia, es decir, desde el día de la boda. En cualquier boda, los protagonistas son los que se casan, evidentemente, pero con un centro de atención indiscutible, que es la novia; sobre ella recae el interés primero y principal de todas las miradas. En las costumbres con las que celebramos nuestras bodas, no hay comparación posible entre las atenciones dedicadas al hombre y a la mujer. No deja de ser llamativo que siendo los que se casan dos que tienen el mismo rango y que realizan la misma acción, todo lo que entra por los ojos sea distinto, desde el vestido y el resto del atuendo a los movimientos y comentarios.

Necesitamos modelos

Reparemos ahora en la unicidad de la vida, en el sentido de que cada hombre vive una sola vez. Eso, aplicado a nuestro caso, significa que a todos, absolutamente a todos, sin excepción, nos toca aprender a vivir usando la única vida de la que disponemos. ¿Cómo aprendemos? Fundamentalmente por modelado y por experiencia. Por modelado, fijándonos en los que aún viven y tenemos delante, siempre que nos precedan y atraigan en algún sentido (edad, fuerza, estatus, experiencia, inteligencia, etc.). De los que van por delante aprendemos, en todo caso, lo que nos parece conveniente y aprovechable para repetirlo, y lo que no nos gusta o nos parece no aprovechable, para desterrarlo. Ahora bien, sea para imitar y copiar, o bien sea para rechazar, necesitamos modelos siempre.

La experiencia no nos interesa ahora, pero una vez citada, digamos al menos que como vía de aprendizaje, lo habitual es el ensayo y el error, que consiste en ir probando y viendo cuáles son los resultados de las experiencias vividas, dentro de las cuales son particularmente importantes las derivadas de nuestras iniciativas personales.

En el caso del matrimonio y la familia, dada su importancia para los individuos y las sociedades, desde tiempo inmemorial, en toda colectividad humana, en toda civilización, se ha propuesto un modelo de hombre y de mujer, de esposo y esposa. Todo modelo, por definición, es un arquetipo ideal al que tendemos a ajustarnos. ¿Hay un único modelo válido o cada época tiene los suyos? Ambas cosas. Existe un modelo de esposo y esposa, de padre y de madre, válido para todas las épocas, en la medida en que el modelo representa un ideal de perfección propio de nuestra naturaleza. Como está probado que la naturaleza humana es siempre la misma (al menos desde que tenemos datos históricos) lo que por naturaleza pertenece a los roles de hombre y mujer, esposo y esposa, padre y madre, es invariable. Lo que no pertenece a la naturaleza sino a la cultura, eso sí es variable de unos lugares a otros y de unas épocas a otras.

El modelo actual de mujer

Parece bastante claro que el modelo actual es el modelo igualitario, con tendencia creciente al feminista. En mi opinión, en la actualidad cabalgamos -y cabalgamos con mucha prisa- entre estos dos modelos de mujer: la igualitaria respecto del varón, que desdibuja las diferencias psicofísicas hasta hacer tabla rasa de esas diferencias, y la feminista, más crecida que el varón (se ha impuesto la palabra “empoderada”, aunque hay que decir que el verbo empoderar es palabra falaz, acerca de la cual ya escribimos algo en este mismo medio) con un rechazo manifiesto hacia lo masculino, lo viril y lo patriarcal, y lógicamente, hacia la esponsalidad, un rechazo que en sus manifestaciones extremas se adentra en el odio. Consecuentemente, es decir, no por casualidad, esta hostilidad hacia lo masculino y al papel de esposa, va de la mano de una hostilidad similar hacia el cometido más importante que la mujer ha recibido, el de ser madre.

Pues bien, tanto un modelo como el otro chocan con las características propias del  varón y de la mujer tal como se nos presentan en la naturaleza, es decir, dadas y queridas por Dios, el creador de ambos, varón y mujer. Fijándonos en la mujer, que es lo que se pretende con este artículo, existe, a mi modo de ver, un prejuicio muy extendido según el cual en el diseño de Dios, la mujer sale muy mal parada, porque ha calado la idea, por todas partes errónea, de que Dios ha destinado a la mujer a un sometimiento de esclavitud respecto del marido. Tal vez haya ayudado a ello una torpe e interesada lectura de los textos sagrados, en alguno de los cuales se emplea, ciertamente, el verbo “someter” aplicado a la mujer respecto de su marido. Esto es algo que escandaliza y desata auténtica alergia intelectual al hombre de nuestros días, incluido el hombre de fe, que ha desterrado del vocabulario usual (y, por tanto, de su vida práctica) todo lo que pueda emparentar con la palabra someter, aunque sean términos y expresiones esencialmente cristianos como, por ejemplo, obediencia, mansedumbre, abnegación, cumplimiento de la voluntad de Dios, etc., y que si alguna vez se topa con ellos, los esquiva como puede. Pero ese escándalo y esa alergia son un síntoma cabal de cuánto nos hemos alejado y qué distantes estamos del espíritu de las bienaventuranzas y de los criterios evangélicos. Quien quiera que se acerque a la Escritura buscando la verdad con rectitud de intención, comprobará que el verbo “someter” y sus derivados (sumisión, sumiso, etc.), son de uso corriente en las páginas sagradas, tanto que el primero en conjugar con su vida ese verbo ha sido Jesucristo, el Verbo Encarnado, el cual, por nosotros, “se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 8) y esto desde el mismo momento de su venida a la tierra, puesto que “al entrar en el mundo, dice: He aquí que vengo, para hacer ¡oh Dios! tu voluntad” (cf. Heb 10, 5, 7).

No debería chocar, y menos aún producir la desazón que produce, que si esa fue la forma de proceder del Maestro, a sus seguidores se nos exhorte a hacer lo mismo, ya que “quien dice que permanece en él debe caminar como él caminó” (I Jn 2, 6). De acuerdo con este criterio, tampoco debería suscitar extrañeza el hecho de encontrar mandatos como este de San Pedro referido a las autoridades civiles: Someteos por causa del Señor a toda criatura humana” (I Pe 2, 13), o este otro de San Pablo: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5, 21). Esta última cita es justamente el versículo que precede al mandato de sumisión dado a la mujer respecto del marido, el cual no queda ahí, como si fuera lanzado al vacío, en abstracto, sino que se completa con el siguiente, en donde se dice qué clase de sumisión es esa: “como la Iglesia se somete a Cristo” (v. 22), y que no es precisamente como lo haría un esclavo con su amo.

Se podrá discutir si a lo largo de la historia los varones hemos hecho las cosas mal o muy mal respecto a la mujeres, se podrán destacar los errores y condenarlos, pero cuando haya que hacerlo, habrá de hacerse entendiendo que es una torcedura presente en la historia de la que hay que responsabilizar a los hombres, no a Dios ni a su Palabra, porque ni en la creación de Dios ni a lo largo de la Escritura se muestra que la mujer tenga que ser inferior al varón, ni la esposa tenga que entenderse como una esclava del marido.

El modelo establecido por Dios

El modelo de mujer que Dios diseña es la mujer fuerte (no la mujer empoderada), cuyos rasgos se describen en el libro de los Proverbios. Se calcula que la redacción de este libro se concluyó entre los siglos IV y III a. de C. Esta datación no es irrelevante. Que ese libro fuera escrito hace casi dos milenios y medio significa, entre otras cosas, que si tomamos los escasos elementos del ropaje cultural que el texto contiene, propios de su época, y los traducimos al momento actual, incluso si prescindimos de ellos, nos encontramos con una mujer que, aparte de otros muchos rasgos, “se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de su brazos”, que “se viste de fuerza y dignidad”, que “no come su pan de balde”, que es la causa de que su marido sea socialmente respetado y que merece ser alabada públicamente por el éxito de su trabajo. Bastaría con esto para comprobar que este modelo de mujer contrasta mucho con las propuestas contemporáneas, pero resulta absolutamente válido para las mujeres de hoy, sean niñas, jóvenes o no jóvenes.

El texto es un poco largo, pero merece la pena:

“Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas. Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas. Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida. Busca la lana y el lino y los trabaja con la destreza de sus manos. Es como nave mercante que importa el grano de lejos. Todavía de noche, se levanta a preparar la comida a los de casa y repartir trabajo a las criadas. Examina un terreno y lo compra, con lo que gana planta un huerto. Se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos. Comprueba si van bien sus asuntos, y aun de noche no se apaga su lámpara. Aplica sus manos al huso, con sus dedos sostiene la rueca. Abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre. Si nieva, no teme por los de casa, pues todos llevan trajes forrados. Ella misma se hace las mantas, se viste de lino y de púrpura. En la plaza respetan al marido cuando está con los jefes de la ciudad. Teje prendas de lino y las vende, provee de cinturones a los comerciantes. Se viste de fuerza y dignidad, sonríe ante el día de mañana. Abre la boca con sabiduría, su lengua enseña con bondad. Vigila la marcha de su casa, no come su pan de balde. Sus hijos se levantan y la llaman dichosa, su marido proclama su alabanza: «Hay muchas mujeres fuertes, pero tú las ganas a todas». Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura; la que teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en público” (Prov 31, 10-31).

Desde luego que la mujer ideal que aquí se retrata no es la mujer sexy, que es el patrón femenino de los que entienden a la persona humana solo desde el cuerpo, como si hombres y mujeres fuéramos animales carentes de espíritu, de razón y corazón. La mujer sexy es prácticamente el único referente social actual para niñas, jóvenes y adultas, un tipo de mujer cuyo mayor atractivo está en torno a sus atributos sexuales, que se exaltan y se exageran de manera impúdica y desproporcionada. Justo lo contrario del modelo que la Palabra de Dios nos propone, el cual encontró su perfección y su cénit en la Virgen María.

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