La modernidad significa la progresiva substitución de la razón objetiva por la razón instrumental en el pensamiento occidental. Un cambio de profundo alcance en el modo de concebir al ser humano.
Uno de los componentes clave de la modernidad ha sido la consideración de la racionalidad del sujeto racional en unos términos singularmente distintos a todos los precedentes. Se trata de la afirmación de que el individuo por sí solo, por su sola razón, por sus propias fuerzas, con independencia de toda tradición cultural, es quien debe encontrar la verdad entendida como correspondencia con la realidad. Al mismo tiempo se produce un correlato que resultará decisivo. La búsqueda de riqueza y el afán de lucro se van constituyendo, primero en un fin digno de ser perseguido por sí mismo y, después, en un fin que va a ir excluyendo a todos los demás. Se equiparan así los bienes, que eran solo medios, como el dinero, con los fines últimos del sentido de la vida humana. La búsqueda de la riqueza, lo que podemos llamar la mentalidad mercantilista, se va imponiendo cada vez más en la sociedad presidida por la razón instrumental.
Con la Ilustración y su desarrollo se generan feroces ataques contra la religión en nombre de la razón, que todavía perduran. Dawkins es un excelente ejemplo actual de esta forma de pensar. Pero, en última instancia, la vencida por la modernidad no fue la religión, sino la metafísica, como dice Horkheimer, y el concepto objetivo de la razón misma. Para la razón ilustrada, especulación es sinónimo de metafísica, y esta lo es de mitología y superstición. Pero la consecuencia impensada inicialmente de esta dinámica ha sido que la razón ha terminado siendo bandeada por la sociedad y substituida por la preferencia de lo subjetivo sin restricciones, lo que termina desembocando en el emotivismo más desbocado que constituye la manifestación más auténtica, para los post modernos, de lo propio de uno mismo. ¿De qué servía la razón si ya no era posible alcanzar con ella un sentido compartido del fin, del telos de la vida humana, ni establecer sólidos principios rectores de la vida de los hombres?
La ilustración desprecia la precedente razón objetiva y promueve otro tipo de razón, la instrumental, cuyos fundamentos hemos de encontrarlos en los pensadores ingleses previos a la Revolución Francesa como Hobbes y John Locke. La Ilustración no es, en contra de lo que afirma el tópico superficial, la entrada de la razón en la historia humana, sino la substitución de un tipo de ella, la objetiva, por otra, la instrumental. Su fundamento es negar toda pretensión metafísica.
Para el pragmatismo contemporáneo, lo racional es lo útil; entonces, una vez decidido lo que se quiere, la razón se encargará de encontrar y definir los medios para conseguirlo. Es racionalmente correcto y, por tanto, verdadero lo que sirve para algo. «En última instancia, la razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las ideas de muchos filósofos eminentes en especial de los pensadores ingleses desde los días de John Locke»[1].
Esta razón subjetiva que articula medios afines consiste en la «adecuación de modos de procedimiento a fines que son más o menos aceptables y que presuntamente se sobreentienden». Es decir que el acento está puesto en discernir y calcular los medios adecuados, quedando los fines reducidos a una cuestión de subjetividad. Solo se trata de que le sirvan a cada sujeto, a él como prioridad, sin importar que acabe siendo la única prioridad. Es evidente que este enfoque es incompatible con la razón objetiva, que concibe el conocimiento no como una cuestión de medios, sino como la capacidad de elucidar los principios universales del ser y, a partir de estos, construir los parámetros necesarios para la existencia humana.
A partir del momento en el que se impone en la modernidad el modo de pensar instrumental (porque no tenía que haber sido así necesariamente), los fines humanos ya no nacen con relación a la armonía con el todo, sino solo con el propio sujeto. Con esta dinámica los vínculos se rompen o son domeñados ‑si se puede‑ a conveniencia de cada sujeto. La fuerza centrífuga de la razón objetiva, en ocasiones excesiva, es destruida por una bomba de fragmentación. El resultado ha sido la generación de un ser cada vez más intrascendente, porque fundamentalmente es auto referenciado, y eso es muy poco para vivir. Más cerrado en sí mismo, más individualista, mide sus actos en cuanto a la conveniencia de sus propios fines. Un ser fragmentado que ve cada vez más imposible el logro de su unidad interna (y esto explica el desarrollo exponencial de las drogas legales e ilegales y las prácticas de alienación masiva) Comienza la gran época de las enfermedades mentales, que ahora ya brilla en todo su esplendor.
En lugar de preguntarse por las causas profundas de nuestro propio fracaso y buscar las respuestas en nuestra tradición cultural, poco a poco las soluciones se acercan a modos autoritarios revestidos de liturgia liberal.
La razón instrumental considera, en primer lugar, que lo relacional es solo lo útil o lo deseable para mí. En segundo lugar, se trata de definir los fines que me convengan de acuerdo con su utilidad y deseabilidad, y asignar a la razón que determine los medios para conseguirlos. Entonces, la sociedad deviene un campo de subjetividades en pugna, en el que el papel primordial del estado es evitar el conflicto entre ellas por medios procedimentales. En la práctica, el resultado es cada vez más penoso, porque en la sociedad desvinculada proliferan las subjetividades hedonistas transformadas en un sin número de derechos. La consecuencia es un estado cada vez más incapaz de lograr de manera sistemática objetivos a largo plazo, porque todos sus esfuerzos debe concentrarlos en la resolución de las fricciones y desgastes que se producen en lo inmediato. Es la consecución lógica del conflicto de los millones de subjetividades guiadas por sus propios fines, regidas, en definitiva, por la razón instrumental. De ahí la admiración reciente y creciente por cómo China alcanza una vez tras otra sus objetivos. Se trata de una admiración peligrosa, porque el modelo es una dictadura. Pero también en Occidente se desarrolla un sistema coercitivo, represivo, revestido eso si de fraseología liberal, que aplasta la discrepancia, y a remite al exilio interior. En lugar de preguntarse por las causas profundas de nuestro propio fracaso y buscar las respuestas en nuestra tradición cultural, poco a poco las soluciones se acercan a modos autoritarios revestidos de liturgia liberal.
El problema occidental encarnado en el liberalismo, y surgido de la razón instrumental, radica en lo limitado del único método del que dispone para intentar conjugar las heterogéneas y centrípetas voluntades individuales: el procedimentalismo, el debatir y votar todo lo humanamente concebible, sin un marco de referencia, un relato común mayor, que lo acote y aporte sentido y obligación, más allá del sujeto. En la práctica, el procedimiento solo funciona, precisamente, cuando no hay conflicto, es decir, cuando se puede alcanzar un acuerdo porque hay la voluntad previa de lograrlo. Pero esta no era la idea de la Ilustración.
La política tal y como hoy se entiende no pretende construir la mejor respuesta, sino sobre todo impedir que el otro aporte la suya
Los ilustrados pensaron que era posible alcanzar acuerdos superiores solo mediante razonamientos basados en la utilidad. Este fue el gran error. La subjetividad sin encauzamiento objetivo solo ha conducido a más y más desacuerdos. Esta es la causa de una de las tantas paradojas de nuestro tiempo. A pesar de que en política ya no hay grandes metarrelatos enfrentados y, por consiguiente, sería dado esperar una mayor facilidad para llegar a consensos, impera más que nunca un desacuerdo institucionalizado. La política tal y como hoy se entiende no pretende construir la mejor respuesta, sino sobre todo impedir que el otro aporte la suya.
La subjetividad que desarrolla por su lógica interna la razón instrumental ha sido la causa de transformar el bien en una simple preferencia. A su vez las preferencias se convierten en la manifestación de actitudes o sentimientos: esto me gusta significa que es bueno; no me gusta quiere decir que es malo. El bien es lo que yo prefiero, es lo que afirmo que me gusta, que me conviene. ¿Quién me lo puede discutir? El único límite será en todo caso la ley, que convengamos es poca cosa cuando existe un deseo masivo de incumplirla, o simplemente cuando aquella cuestión no está o no puede estar regulada.
El confrontar la bóveda de la cultura occidental y su razón objetiva con la modernidad y su razón instrumental puede hacer pensar que la cuestión así planteada es una forma de dar entrada al cristianismo como marco de referencia necesario. No es así. En todo caso, sí hay que reflexionar sobre la aportación cristiana a la razón objetiva en términos de la respuesta que necesitamos, y esta es una cuestión vital, pero que ahora no trato.
La razón objetiva con relatos propios existe en todas las grandes culturas casi, pero no siempre, de matriz religiosa. La mejor verificación de ello es que mi fundamentación crítica parte sobre todo de Horkheimer, quien propugnó un tipo de razón objetiva no vinculada a la religión. No acudo a categorías relacionadas con la fe como fundamento, sino que son razones que están situadas en el campo de lo secular. Y es que la insatisfacción que genera la razón subjetiva en la vida del ser humano, paliada en las épocas de crecimiento económico por la abundancia de bienes materiales, ha conducido a la búsqueda de alternativas, como el potente idealismo objetivo de Leibniz, o las aportaciones de Hegel, o de Bolzano, que también pueden entenderse en este sentido. Pero es sin duda el marxismo el mayor esfuerzo realizado para lograrlo en el plano de la vida concreta, cotidiana. En el plano solo intelectual la cita obligada es la del revisionismo de la Escuela de Frankfurt, en la que ocupa un lugar destacado Horkheimer y su Crítica de la Razón Instrumental, en la que postula construir una metafísica que expulse a la religión y permita pensar en el bien supremo y el designio humano, porque, como escribe nuestro autor, «El progreso amenaza con destruir el objetivo que estaba llamado a realizar: la idea del hombre». Porque esa es la cuestión de fondo en nuestra sociedad: su incapacidad para decir nada ante la pregunta sobre cuál es nuestro bien supremo común, y que constituye el designio de nuestras vidas.
En el actual imperio de la razón subjetiva de la sociedad desvinculada y lo políticamente correcto, el problema radica en alcanzar el significado de las cosas, porque todo tiende a convertirse en ruido, es decir, en notas fragmentadas, puesto que ha desaparecido la armonía que las vinculaba. Ruido no solo en la música, también en la palabra. Ruido en la imagen sin historia, solo impacto fugaz, inmediatez, emotividad, despertar la pulsión del deseo. Por eso en la sociedad desvinculada la razón instrumental facilita algo espectacular. En el mundo de las artes, el autor ya no es decisivo, su lugar lo ocupa el promotor cultural, que es un intérprete de «tendencias», esto es, de deseos, y él es quien prescribe las manifestaciones artísticas que el mercado puede recompensar mejor. En la época donde hay una mayor comunicación directa gracias a las redes sociales, la más manipulada resulta ser la creación artística.
El origen de nuestra difícil situación se remonta a unos pocos siglos atrás, aunque naturalmente podamos rastrear componentes todavía más lejanos en el tiempo. Comienza entre los siglos XVII y XVIII, y puede simbolizarse con dos nombres, el inglés Hobbes y el escocés Adam Smith, y un suceso de trascendencia mundial al otro lado del Canal de la Mancha, la Revolución Francesa. Hobbes encarna el origen de la idea de estado como ente superior garante de la paz. Una idea perfectamente falaz. Adam Smith puso en marcha otra concepción que revolucionó, para bien y para mal, el orden humano: el mercado que se autorregula a sí mismo y en el que todo es mercancía, incluido el trabajo humano. La Revolución Francesa, por su parte, sacralizó la razón instrumental hasta hacerla soñar monstruos. Incluso creó una religión con ella y su propio ídolo. No sería este el último de los contrasentidos que ha prodigado la modernidad. Estas tres grandes corrientes, Estado, Mercado y Mercancía, y Razón instrumental, están en el origen de la ilustración y de su desarrollo, la Modernidad.
La gran ruptura, lo que acabaría provocando el hundimiento de la Bóveda Occidental, es la resultante final de aquellas concepciones. Sin duda, en la mente de ninguno de aquellos precursores figuraba nada parecido a lo que es nuestro tiempo, porque cada uno es consecuencia de su historia, y en las suyas no resultaba imaginable el escenario moral y práctico en el que hoy vivimos. Pero las ideas cobran vida y tienen consecuencias más allá de los presupuestos de sus progenitores. ¿Acaso podría reconocerse Marx, el autor del Manifiesto Comunista, en el actual partido comunista chino, el más grande que nunca ha existido?
Esta observación es particularmente importante en el caso de Adam Smith, porque la idea sobre el contenido de su obra ha sido «traducido» a nuestro tiempo, es decir, se ha simplificado y ajustado a lo que la ideología dominante le conviene. Smith ciertamente era utilitarista, pero en el sentido en el que el mismo se define: «El verdadero espíritu del utilitarismo lo encontramos en la regla de Jesús de Nazareth. Haced a los otros lo que os gustaría que os fuera hecho. Ama a tu prójimo como a ti mismo. Es necesario comenzar a amarse a sí mismo para amar a otro»[2]. Se trata de un utilitarismo trascendente más que auto referenciado en el que las características del amor a uno mismo están en función de la capacidad de proyectarlas a los demás. Smith aprueba la intervención pública en determinadas condiciones. «Todo ejercicio de la libertad de unos pocos individuos que pueda poner en peligro la seguridad de toda la sociedad, es y debe ser restringido por las leyes de todos los Estados»[3].
En su Crítica de la Modernidad, Alain Touraine lo escribe en estos términos: «La idea de modernidad substituye en el centro de la sociedad a Dios por la ciencia dejando en el mejor de los casos las creencias religiosas en el seno de la vida privada»
La explicación más común de la modernidad, también la más perezosa, nos cuenta que consistió en situar la razón en el centro del obrar humano, terminando así con las ideas mitológicas de los credos religiosos que esclavizaban al hombre. Algo de eso había en la forma como la religión cristiana sacralizó determinadas formas de poder temporal, pero la solución ilustrada no fue tanto cambiar el agua sucia del barreño, como tirarla con el bebé dentro. En su Crítica de la Modernidad, Alain Touraine lo escribe en estos términos: «La idea de modernidad substituye en el centro de la sociedad a Dios por la ciencia dejando en el mejor de los casos las creencias religiosas en el seno de la vida privada»[4].
La pretensión era construir una sociedad racional, pero explicar la modernidad en estos términos es tan parcial que constituye un engaño. No es difícil reparar que la razón ya existía y obraba socialmente, pero que era de un tipo distinto. El resultado, después de más de doscientos años de experiencia, está plagado de luces y sombras, de grandezas y miserias como señala Charles Taylor en su imprescindible obra Fuentes del yo[5]. La diferencia radica, entrados ya en la segunda década del siglo XXI, en que la obscuridad del camino emprendido y las miserias que ocasiona resultan insoportables para las gentes de Occidente; solo resulta celebrable por sus elites. En el trayecto la propia modernidad ha quedado arrumbada por una nueva realidad cultural, social, económica y política, por una nueva concepción del ser humano en la que difícilmente podrían reconocerse ilustrados y modernos y que, para llamarla de algún modo, califican de postmodernidad. La razón instrumental que ha prosperado hasta convertirse en hegemónica ha contribuido a numerosos avances concretos, que hicieron cobrar la ilusión de alcanzar un mundo feliz, pero hoy constatamos que solo estamos configurando una sociedad atomizada manipulada por los poderosos que carece de horizonte de sentido.
Alain Touraine, a pesar de su alineación como Ilustrado, reconocía ya en 1993 la raíz del problema aunque no profundizaba en ella. «El drama de nuestra modernidad consiste en que se ha desarrollado luchando contra la mitad de ella misma, persiguiendo al sujeto en nombre de la ciencia, rechazando toda la aportación del cristianismo… destruyendo en el siglo siguiente en nombre de la razón y la nación heredera, la herencia del dualismo cristiano, y de las teorías del derecho natural que habían dado luz a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano a ambos lados del Atlántico»[6].
La destrucción de la razón objetiva, fue progresiva y lenta, y ha venido a representar una pérdida insubstituible
La destrucción de la razón objetiva, fue progresiva y lenta, y ha venido a representar una pérdida insubstituible. Porque ella da sentido a la vida de cada persona, a su relación con los otros, con la naturaleza y el mundo. Articula el pasado y el futuro con el presente, el espacio no es solo una localización, sino signo, memoria, sentido que nos realiza como personas y contribuye a orientar la vida. Los compromisos, los vínculos, son fuertes y fiables, porque están dotados de estabilidad, y la confianza no es el fruto de las presuntas garantías aportadas por terceros, abogados, contratos, jueces, sino la consecuencia inherente de las relaciones interpersonales enmarcadas por el orden objetivo, que empuja al cumplimiento porque construye en la conciencia de cada cual, el contrato, el juez y el policía, y también el Cielo y el Infierno. Todo ello establece un marco de confinamiento del deseo en el que habita el amor y el deber que carecen de formulación jurídica y son anteriores y más fuertes que las leyes. Este orden es objetivo precisamente porque existen unos valores comunes jerarquizados que son externos a cada subjetividad. Constituyen horizontes de sentido compartidos que se alcanzan mediante prácticas buenas, las virtudes. La razón objetiva piensa y se refiere a los fines, en el bien supremo del ser humano, y se logra por la vida virtuosa, de ahí también que esta condición de virtud haya desaparecido del actual imaginario, incluso en el ámbito escolar, porque, sin fines que nos trasciendan, para qué vamos a necesitar virtudes; basta con las habilidades que permitan saciar nuestros deseos.
La razón instrumental, por el contrario, piensa en los medios para conseguir los fines que ya no son objetivos, externos, sino propios, individuales, subjetivos. El desplazamiento que tal punto de vista significa de la perspectiva humana es revolucionario. El resultado es que los fines han dejado de ser compartidos. El pensamiento Ilustrado confiaba ciegamente en que los seres humanos libres de toda atadura, fiados solo de su razón, construirían grandes acuerdos dirigidos al bien. El fracaso ha resultado espectacular y en progresivo aumento. Lo único que se ha logrado es un debate interminable y que un refrán catalán define con precisión, «tants caps tants barrets», que podríamos traducir en su significado como tantas opiniones como personas. Al principio esto debía ser muy interesante, ahora ya se ha convertido en una maldición porque nunca concluye, y sobre todo porque disgrega, atomiza a la sociedad hasta volverla impotente, no porque haya opiniones distintas, sino porque no existen marcos de referencia que permitan ordenarlas y otorgarles la prioridad que les corresponda.
El vínculo ya no es valorado porque sirve a los grandes fines. Ahora solo posee sentido en la medida que es un medio al servicio de mis objetivos, mis intereses más individuales. De esta manera el amor, una de las fuerzas de vinculación por excelencia, deja de ser un fin, esto es, deja de ser amor.
El resultado de la razón instrumental guiada por el subjetivismo es la progresiva construcción de otro tipo sociedad caracterizada por una nueva cultura; es el tiempo en que vivimos, donde lo primordial, lo que se cree que nos realiza como individuos, es antes que nada la satisfacción de los deseos, de las pasiones que ellos, sin cauce, provocan.
A esta situación hemos llegado en un proceso de algo más de tres siglos, si bien fue la ruptura protestante la que otorgó carta de naturaleza popular a la subjetividad, por una parte, mientras que, por otra, el inacabable conflicto bélico con los católicos dio lugar al nacimiento de unos de los ingredientes básicos de la hegemonía de la razón instrumental, el estado moderno, que apareció como el estadio superador de aquellas guerras de religión. El paso de los años demostraría que su poder era mucho más mortífero.
Al principio, las concepciones instrumentales se desarrollaban y formulaban en marcos de referencia presididos por la razón objetiva. Era como dos placas tectónicas: en la superficie, una capa muy gruesa, todavía de grandes dimensiones, la razón objetiva; debajo, otra capa delgada al principio, configurada por los distintos componentes de la razón instrumental. La Revolución Francesa provocó una fisura intensa y muy rápida, pero tan inestable —esa sería la característica real de la modernidad— que se consumió a sí misma, dando lugar al cesarismo napoleónico. La autoridad para restablecer el orden. Pero el grosor de la capa superior fue disminuyendo, mientras ganaba amplitud la de la razón instrumental. En el siglo XX su fuerza es tal que aflora imparable por muchos lugares de la sociedad. Cobró vigor y, por esta razón, este es también el tiempo en el que se producen los intentos más radicales y potentes para construir una nueva razón objetiva con capacidad alternativa, que satisfaga los anhelos del ser humano. Y esas respuestas son el marxismo y el fascismo en el campo político. Pero la razón instrumental como estilo de vida era todavía cuestión de minorías, de las élites económicas y del mundo artístico, poderosas, eso sí, pero minorías, al fin y al cabo.
No es hasta el último tercio del siglo pasado, que las prácticas de la razón instrumental se acaban convirtiendo en ley social y política. La hegemonía social de la cultura de la desvinculación se alcanza a partir de las revueltas del 68 (las fechas, aunque siempre arbitrarias, poseen un gran poder para situar la perspectiva) con la desregulación moral de las relaciones sexuales, y en la de los ochenta con la desregulación económica, y los modos de vida que generan. Es a partir de todo esto que la desvinculación estalla y se apodera de la sociedad Occidental.
[1] Ob.cit.:17. [2] Citado por René Passet Las Grandes Representaciones del Mundo y la Economía Clave Intelectual Buenos Aires 2013 (2010) p 284 [3] Ob cit ibid [4] Ob. cit. Temas de Hoy, Madrid 1993, p. 24. [5] Ob. cit. Paidos 1996 (1989). [6] Ob. cit., p. 266.La Sociedad Desvinculada (11). La ley de las comunidades humanas
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[…] y a estas alturas me parece evidente que lo es porque vivimos en modo crisis, resulta obligado recuperar un marco de razón objetiva para nuestra sociedad, porque ella da sentido a la vida de cada persona, a su relación con los […]