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La Sociedad Desvinculada (5). Vínculo y capital social

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Si en páginas precedentes subrayaba que un hecho constitutivo en lo personal y en lo colectivo como es el amor no tiene espacio en las ciencias sociales y políticas, también merece atención otro déficit que posee un trasfondo común con aquel. Se trata del distinto trato que la economía y la ecología han dedicado a la competencia y a la cooperación. Mucha atención a la primera, modesta a la segunda. Esta prioridad solo se explica por el marco ideológico del liberalismo en que se inician y desarrollan estas ciencias, que elogian y promueven el logro individual por encima de toda otra consideración. El ecólogo de la importante estación biológica del Parque Natural de Doñana, Jordi Bascompte, señalaba precisamente esta característica[1]. La disponibilidad de una larga tradición de estudios sobre competencia entre especies, pero bastantes menos sobre otro fenómeno decisivo de la naturaleza, la cooperación. Muchos reportajes sobre insectos devoradores, incluso de su pareja, como la Mantis Religiosa, abejas asesinas y hormigas venenosas, pero muy pocos sobre las redes ecológicas de plantas florales e insectos polinizadores. Parece como si la ciencia siguiera la senda del periodismo, que cree que solo lo «malo» vende. Y esta bien podría ser la característica de un mundo que sufre un abrumador déficit de amor.

En el estudio internacional dirigido por Bascompte, en el que se analizaron veinte redes ecológicas de cooperación, llegaron a una conclusión preocupante: los nodos de una red que más contribuyen a que toda ella se beneficie son los más vulnerables a la extinción. Pero eso no es todo. Pasaron de la ecología a la economía analizando la industria de la moda en Nueva York, que es una red mutualista formada por diseñadores y contratistas. Su conclusión fue idéntica. Los nodos o empresas que más contribuyen a la robustez del sistema mutualizado son las que tienen más riesgo de cerrar puertas. Este fenómeno enlaza bien con la última crisis. Nos dice que nuestros comportamientos personales y sociales, librados a su inercia, son del tipo «coge el dinero y corre» y los demás a tomar viento. Cuando este proceso se generaliza, colapsa todas las dimensiones de cooperación, y entonces el sistema deja de funcionar, o lo hace de manera deficiente. La cultura de cooperación necesita del vínculo para existir. Necesita de aquella relación que no se basa solo en el propio beneficio. Pero el vínculo no es un dato natural que nos viene dado, sino que es una construcción cultural propia de los seres humanos a partir de una ley natural, que tiene su origen en la primera manifestación relacional de toda persona, la de la familia, que se expande a otras personas en la medida en que se da una proximidad territorial o se comparte una misma memoria. Es, en definitiva, una referencia decisiva en la articulación humana. Asimismo, generan vínculos la existencia de un trabajo o de un proyecto compartido, la escuela; y todo el mundo asociativo formaría parte también de esta cultura de la vinculación. Pero cuando se prescinde de ella, cuando no existe como paradigma ni hay procesos que eduquen en tal sentido, entonces la lógica que imprime la cultura hegemónica es sacar el máximo provecho individual. Esta mecánica la refleja muy bien la ideología liberal sobre el mercado que ha cimentado la teoría de que el conjunto de egoísmos individuales regula los mejores resultados para todos, mediante una «mano invisible». Esta idea, sin embargo, es metafísica pura y mala. Nadie nunca demostró que los mercados reales funcionaran así, mientras cada día se experimentó en carne propia lo contrario.

La idea de que detrás de todo lo humano, y más allá de él, de todo el universo, está la fuerza de la vinculación, porque todo está interrelacionado, desde las infinitesimales cuerdas que vibran en las partículas subatómicas hasta el Cosmos, es una percepción extendida que también atraviesa las ciencias duras. Ervin László, experto en filosofía de la ciencia, físico y músico, es decir, un hombre más próximo a la unidad del saber renacentista que al Plan Bolonia, impulsor de la Universidad para el Cambio Global y del Club de Budapest, sostiene que todo está conectado, que nada desaparece, que existe un vínculo profundo universal que integra el mundo físico con los humanos y entre nosotros.

Pero no hace falta acudir a enfoques tan nuevos, controvertidos y alejados del mundo económico, porque siempre ha existido en él una corriente de pensamiento fundamentada en la cooperación. Puedo recordar la reciente Economía Altruista, un enfoque de 2004 presentada por Robin Upton, que parte del modelo neoclásico estándar, el mismo que establece la competencia como única base. También comparte el criterio de que el ser humano es maximizador, pero con la consideración de que nuestro bienestar no es independiente del de los demás. Desde otra perspectiva económica, que no se basa en la competencia tal y como la conocemos, surge la llamada Economía del Bien Común, y aun para citar otra referencia, la Economía de Comunión. En todo este ámbito de la otra economía, un libro de título explícito resulta imprescindible, Para el Bien Común: reorientando la economía hacia la comunidad, el ambiente y un futuro sostenible[2]. La historia de las ideas económicas es también la historia de un empeño continuado para construir bajo la lógica cooperadora. ¿Qué es el histórico y todavía potente movimiento cooperativista sino la plasmación de la cooperación en la actividad económica, de producción y de consumo? Y, retrocediendo más en el tiempo, podemos encontrar interesantes aportaciones en los llamados «socialistas utópicos», como Robert Owen en Inglaterra, Henri de Saint-Simon, Charles Fourier y Étienne Cabet en Francia, calificados de aquella manera para promover su desprestigio por su gran adversario, el socialismo marxista. Pero, sin duda, la concepción que en su momento consiguió más predicamento fue el distributismo, sobre todo porque uno de sus máximos adalides fue G. K. Chesterton. El distributismo persigue que la propiedad privada de los medios de producción esté lo mejor distribuida posible, y que esta propiedad gane en tamaño y en economía de escala mediante fórmulas asociativas. Es una visión alternativa al capitalismo liberal, porque, como decía Chesterton, «demasiado capitalismo no quiere decir muchos capitalistas, sino muy pocos capitalistas»[3].

Hoy podemos conocer, en términos concretos, los poderosos y necesarios efectos económicos de la cooperación que surge de los vínculos, porque ya disponemos del instrumento conceptual y de la metodología necesaria para medirlos. El concepto es el del capital social y, en buena parte, midiendo su disponibilidad podemos establecer la importancia de la vinculación. El capital social no expresa enteramente la magnitud del vínculo, pero constituye una aproximación si evaluamos sus distintas y principales componentes: redes familiares, por una parte, y sociales, por otra, los distintos tipos de confianza, y el capital social cognitivo relacionado con el sistema compartido de valores y virtudes.

Según un proverbio chino: «Tú me das una gota de agua y yo te devuelvo una fuente». Esto es capital social, la combinación de relaciones articuladas por la confianza mutua, y en que la aportación de cada uno no está fundamentada en la equivalencia del valor de cambio. Esta es la base de la expansión de los negocios familiares chinos en Occidente. Es lo que hace posible los préstamos sin intereses, y sin papeles, al margen de los circuitos bancarios, es decir, con unos costes de capital y de transacción que son o tienden a cero. Constituye una parte sustancial de la explicación del crecimiento de los pequeños negocios -y no tan pequeños- regentados por chinos, y un ejemplo de la importancia del capital social disponible a partir, sobre todo, de vínculos familiares.

El capital social es un atributo de todas las comunidades, de las más pequeñas, como la familia, hasta el conjunto de una sociedad. Puede tratarse de una vinculación involuntaria, la de los hijos con los padres, o de pertenencia desde el nacimiento a una confesión religiosa, o bien fruto de una decisión libre para participar en una asociación o una actividad informal, como jugar cada sábado a los bolos con un grupo de amigos[4]. Está presente en una medida variable en la escuela, la empresa, el barrio de una ciudad y en un pueblo. El concepto de capital social de uso generalizado en las ciencias sociales, y que cada vez inspira más aplicaciones, no alcanzó una amplia aceptación hasta los años ochenta y, sobre todo, en la década siguiente, cuando el Banco Mundial empezó a aplicarlo, al que seguirían el Banco Interamericano de Desarrollo, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y la OCDE, ya en el año 2001. Desde el punto de vista de estas instituciones, el capital podía presentarse bajo distintas formas, como la habitual, la que todos conocemos, el capital monetario producido por la actividad humana, el capital en términos físicos, tanto en su dimensión pública como privada; fábricas, autopistas, hospitales y el decisivo capital humano. Pero, además de todos ellos, existe otro tipo de capital, el social, que presenta una serie de características que permiten considerarlo como tal[5]. Quizás la más importante de entre ellas sea su convertibilidad en otras formas de capital, aunque con mayores limitaciones que los demás tipos. Interviene en la confianza para cerrar un trato, en la red familiar para conseguir un empleo, en los miembros de una asociación deportiva que usan las relaciones personales para realizar una acción solidaria. Asimismo, puede ser un sustituto de otros tipos de capital (por ejemplo, disponer de mejores relaciones para suplir una peor titulación en la consecución de un empleo) o mejorando la competitividad sin inversión (al reducir los costes de transacción). El capital social ‑como los otros tipos‑ necesita ser conservado, puede acrecentarse o reducirse. Las redes sociales, la confianza, las normas compartidas que lo hacen posible tienen que ser establecidas y fortalecidas para que no se deteriore.

La idea inicial, la intuición de que las comunidades poseían en sus vínculos una «riqueza» propia, no directamente monetaria, pero si transformable en términos económicos, se sitúa mucho más atrás en el tiempo que la del inicio de su uso por el Banco Mundial y otros organismos internacionales. Apareció por primera vez en 1916, y la utilizó Lydia Judson Hanifan, en unos términos en los que enfatizaba los vínculos entre individuos y familias y que son todavía perfectamente válidos. «Esas sustancias tangibles cuentan para la mayoría en las vidas diarias de la gente: denominadas buena voluntad, compañerismo, simpatía y relaciones sociales entre los individuos y las familias que integran una unidad social. Si un individuo entra en contacto con su vecino y ellos con otros vecinos, habrá una acumulación de capital social, que puede satisfacer inmediatamente sus necesidades sociales y que puede tener una potencialidad suficiente para la mejora sustancial de las condiciones de vida en toda la comunidad»[6]. Pero la noción no cuajó y no volvió a aparecer hasta décadas después. Fue en los años ochenta y noventa cuando surgieron nombres y trabajos de referencia. Vale la pena recordar algunos a los que podríamos denominar «clásicos», como Pierre Bourdieu, que ya lo empleó en 1985, en términos de «redes permanentes y la pertenencia a un grupo que aseguran a sus miembros un conjunto de recursos actuales o potenciales»[7], y en la misma década James Coleman lo desarrolló con amplitud en sus estudios sobre sociología de la educación, definiéndolo como «los aspectos de la estructura social que facilitan ciertas acciones comunes de los agentes dentro de la estructura». Sus trabajos permitieron abrir una nueva perspectiva, de la que este trabajo es deudor en un aspecto concreto, el de mostrar la relación entre capital social y capital humano. Más tarde (1993), Robert Putnam facilitó con sus estudios la eclosión del concepto y sus obras se convirtieron en una referencia obligada. Putnam definía el capital social como «los aspectos de las organizaciones sociales, tales como las redes, las normas y la confianza que permiten la acción y la cooperación para el beneficio mutuo del desarrollo y la democracia». La OCDE prefirió definirlo como «las redes junto con normas, valores y opiniones compartidas que facilitan la cooperación dentro y entre los grupos»[8]. A esta pequeña lista de nombres básicos podríamos añadir muchos más, como el de F. Fukuyama, que realizó incursiones muy conseguidas en este terreno[9], y los de M. Woolcock, D. Narayan y Dasgupta, junto a aportaciones posteriores muy interesantes, como la categorización que hace Uphoff sobre el capital social cognitivo vinculado a los procesos mentales, valores culturales e ideologías, y el capital social estructural, que tiene que ver con las organizaciones e instituciones de la sociedad. También es importante el concepto de activos sociales y flujo de beneficios que propone Anirudh Krishna, que permite fundamentar que el capital social puede ser incrementado a corto plazo mediante la creación o reforzamiento de un adecuado marco institucional.

Los vínculos no son solo un concepto cualitativo, sino que pueden medirse y, por consiguiente, es posible operar con ellos en el plano cuantitativo. La definición que establecieron Narayan y Pritchett permite mostrarlo con claridad:

«Sea una “sociedad” constituida por N nodos distintos (los cuales pueden ser hogares, si se ignoran las relaciones intrahogar, o individuos). Entre dos nodos i y j hay una conexión direccional (no necesariamente simétrica) que puede llamarse la intensidad de una relación social dada entre i y j. Esta relación social puede ser desde una disposición o actitud (por ejemplo, un sentimiento de mutua confianza, una buena voluntad para posponer la reciprocidad en el cumplimiento de las obligaciones), a una identificación de parentesco, étnica o de grupo social culturalmente definida y construida (por ejemplo, primos, tribu o clan), hasta una unión o vínculo social adoptado voluntariamente (por ejemplo, un amigo o un miembro del mismo club de voluntarios). En esta abstracción de la sociedad una definición general de “capital social” es una cierta agregación de las relaciones entre los nodos»[10]. La conexión direccional expresa los vínculos interpersonales y con las instituciones. Toda medida nos dará una indicación de la vinculación de la sociedad o de la institución considerada. Esta podrá ser mucho más precisa si introducimos valores relacionados con la intensidad y estabilidad de cada enlace. Este enfoque permite ampliar el campo de análisis y aplicaciones al introducir la Teoría de redes sociales y los grafos, una rama de la microeconomía que busca estudiar y predecir el resultado del comportamiento de un grupo de personas midiendo las relaciones entre sus miembros.

El capital social ha tenido aplicaciones en muchos campos, obviamente sociológicos, y cada vez más económicos, ligados sobre todo a las condiciones del desarrollo, pero también a la seguridad ciudadana y al buen gobierno. Precisamente uno de los trabajos más conocidos de Putnam versaba sobre esta última cuestión respondiendo a la pregunta de por qué las regiones del sur de Italia estaban peor gobernadas y obtenían resultados inferiores que las del norte. El urbanismo y la ordenación de territorio tampoco han escapado a esta nueva perspectiva económica. En el caso del urbanismo, es obligada la cita de una clásica y la vez precursora Jane Jacobs, por su imprescindible obra de los años sesenta, Vida y Muerte de las Grandes Ciudades[11], una crítica feroz y acertada de la planificación urbana centralizada. Para Jacobs, la estrategia de desarrollo urbano debe basarse en la comunidad, en la capacidad de los pequeños grupos y organizaciones frente a las grandes corporaciones, es decir, una concepción descentralizada y basada en la subsidiariedad, que cuenta con el capital social de los vecinos para abordar resolutivamente los problemas.

El trasfondo prácticamente común a todas estas obras es la idea de que los intercambios entre seres humanos no se limitan al mercado, sino que además existen otros tan o más importantes. Se trata de los vínculos entre personas, sus instituciones sociales valiosas, comunidades y asociaciones, cuyos resultados son mucho más ricos que el simple intercambio económico. En esta dinámica resulta decisivo el sistema de valores y virtudes capaces de generar comportamientos cooperativos. Porque, a fin de cuentas, el capital social es la consecuencia de los recursos de individuos y grupos, que al promover la ayuda recíproca, la confianza y la cooperación contribuyen a constituir una sociedad más estable y cohesionada, que ofrece una mayor seguridad pública, sociedades más saludables y disponibilidad de mejores recursos para atender a sus miembros. El resultado propicia la reducción de los costes de transacción y de los costes públicos relacionados con la mayoría de servicios, desde la conservación del mobiliario urbano y los transportes públicos, al gasto en asistencia social, sanidad y atenciones especiales en la escuela. En definitiva, el capital social interviene de una manera decisiva en el buen funcionamiento de la sociedad, la economía, la política y los sistemas públicos básicos de nuestro tiempo: sanidad, enseñanza y prestaciones sociales, y revierte positivamente en el crecimiento económico en términos de PIB.

El capital social como acumulación de varios tipos de activos sociales, psicológicos, culturales, cognoscitivos e institucionales, que aumentan la probabilidad de un comportamiento cooperativo, depende a su vez de un factor decisivo, el capital moral. Lo veremos más adelante.

 

[1] La Vanguardia 6 de febrero de 2012.

[2] Herman E. Daly y John B. Cobb, Jr Beacon Press Boston 1989. Edición española FCE México D.F. 1993.

[3] The Uses of Diversity (1921) http://archive.org/details/diversity192000chesuoft

[4] 1995 Robert Putman en un famoso artículo ″Bowling Alone: America’s Declining Social Capital″ en el Journal of Democracy, donde presentaba la imagen del jugador solitario de bolo como una expresión de la pérdida de capital social en Estados Unidos.

[5] Adler, P. S. y Kwon, S.-W. (2000). Social Capital: The Good, the Bad and the Ugly. (E. L. Leser, Ed.) Knowledge and Social Capital: Foundations and Applications, págs. 89-115.

[6] Capital social: Implicaciones para la teoría, la investigación y las políticas sobre desarrollo Michael Woolcock* Deepa Narayan http://preval.org/documentos/00418.pdf Consultado agosto 2012.

[7] Pierre Bourdieu The Forms of capital, en J. Richarson (ed) Hanbook of theory and research for the sociology of education NY 1985 p. 241-258.

[8] Informe The Well-Being of Nations: The role of human and social capital 2001.

[9] Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity, 1995 y The Great Disruption: Human Nature and the Reconstitution of Social Order, 1999 ambas traducidas al español por ediciones B Barcelona.

[10] Narayan y Pritchett 2000, en Capital social: las relaciones sociales afectan al desarrollo, de Marta Portela Maseda e Isabel Neira Gómez. Este trabajo incorpora una serie de destacadas definiciones del capital social.

[11]  La última edición en español es la de Capitán Swing Libros (2011) Madrid

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • J. Messerschmidt
    8 noviembre, 2021 21:01

    Desgraciadamente, esas formas de relación social están siendo atacadas sin pausa desde hace mucho. Ya Adorno, creo que hacia 1960, observaba el aislamiento al que conduce el automóvil, comparando un viaje en este tipo de vehículo con otro en tren, en el que existe la posibilidad (a veces incluso la necesidad) de establecer contacto con otros viajeros. El teléfono móvil, los auriculares, las diversas formas de la digitalización y la tecnificación han agravado esa situación. De hecho, la producción artesanal exigía un contacto personal y social, una mayor colaboración y la formación de comunidades, etc. que la anónima producción industrial. El televisor substituye al teatro o al cine, el disco a la sala de conciertos, la compra por internet a la compra en el supermercado y éste a la compra personalísima en el pequeño comercio, etc. etc. Los ejemplos son incontables. El aislamiento, la desvinculación, y al fin la soledad son presentados, curiosamente, como conquistas de la libertad individual, cuando en realidad la cercenan y nos convierten en marionetas.

    Una forma MUY PREOCUPANTE de sometimiento del individuo por medio de la desconexión spcial y de la manipulación es el MIEDO A LA ENFERMEDAD CONTAGIOSA que se nos viene inoculando desde hace casi dos años y nos convierte en títeres de grandes consorcios farmacéuticos, gobiernos sometidos a ellos, etc. Sin negar, ni muchísimo menos, la existencia y la seriedad de la pandemia, es evidente que ésta es empleada para crear un clima de inseguridad (más ficticia que real) y para destruir aún más los vínculos sociales. Entre otros varios factores, el uso de mascarillas, el miedo al contagio y la abstrusa recomendación de muchos gobiernos de LIMITAR LOS CONTACOS SOCIAL CUANTO SE PUEDA, tienen un efecto social disolvente. Es muy probable que con el pretexto de la salud pública asistamos en los próximos años a un proceso paralizador, que nos dificultará salir de la crisis moral, ecológica y cultural en que nos hallamos.

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