En las últimas semanas, al salir al balcón a mirar el cielo y los árboles del patio, he asistido varias veces a un espectáculo digno de contemplación. De repente aparece en el cielo un halcón. Con las alas desplegadas describe parsimoniosamente un círculo por encima del patio. Entre las palomas se advierte revuelo y se las ve agruparse en una bandada y volar inquietas. Antes de que el halcón haya podido reaccionar y emprender la caza, la bandada de palomas se ha situado a sus espaldas y avanza acercándose a su cola.
El halcón inicia un giro para volverse hacia ellas, pero las palomas lo siguen de cerca, imitando a corta distancia cada uno de sus movimientos, como si el halcón las arrastrara atadas a su espalda. El ataque se vuelve imposible. Al final el halcón se da por vencido y se aleja volando en espiral ascendente, quizá con la esperanza de capturar a alguno de los vencejos que en lo alto pasan raudos como flechas. Las palomas también se alejan, el halcón se pierde en las alturas y de pronto han desaparecido del mismo modo los vencejos.
Al cabo de un rato, una pareja de palomas, él gris y negra ella, se deja caer graciosamente sobre la cresta de un tejado. Otra, que se había quedado prudentemente parada sobre una chimenea, salta y emprende el vuelo. La danza que las aves han trazado en el cielo ha sido un dramático ballet en el que cada movimiento era un intento de esquivar la muerte. Ni el hambre ni el miedo mermaron la inmensa belleza ni la soberana libertad de sus movimientos.
De pronto oigo un rugido lejano. Vuelvo los ojos al cielo y veo tres aviones que lo cruzan. Tras ellos dejan estelas que poco a poco se deshacen en una niebla blancuzca, sucia y turbia. Una de las aeronaves es civil, viene del aeropuerto internacional. Las otras dos, que se desplazan en paralelo, han despegado del aeródromo militar, están haciendo ejercicios. Como el halcón, también ellas están preparadas para matar, pero no por hambre ni para alimentar a sus pichones, pues son máquinas sin vida, sino quién sabe con qué pretexto y por mandato de qué potentados. Desde hace unos cuantos meses las excrecencias de los aviones de combate atosigan el aire con frecuencia inusual: en el cielo de Alemania se ensaya diligentemente la guerra.
Hace mucho tiempo, observando a las aves, los hombres admiraron su vuelo y sintieron envidia. No cejaron hasta que también ellos pudieron volar, no por sí mismos, sino encerrados en máquinas de su invención.
Cuando elevo los ojos y comparo aviones y aves, siento una rara mezcla de bochorno y desconsuelo. ¡Qué diferencia entre la ligera elegancia del ave y la pesada torpeza del avión! ¡Qué lejos la obra de Dios de las chapuzas del hombre! En su simplicidad perfecta, el pájaro es una joya y su vuelo una melodía. El avión, complicado y aparatoso, lleno de engranajes y de tubos y de motores y de cables, necesitado de hangares y de pistas de aterrizaje y de combustibles y de otros mil mugrientos engorros ¿qué es sino un monstruo, desde su nacimiento muerto, feo y grotesco, muy grotesco, comparado con el halcón, la paloma y el vencejo, salidos de las inmateriales manos de Dios?
Y, sin embargo, ¡qué orgullosos y envanecidos estamos de nuestros groseros artilugios y qué poco admiramos la obra divina! Si alguien fuera lo bastante sensato para afirmar que un vencejo es incalculablemente mejor y más valioso que todos los aviones, lo calificaríamos de mentiroso, de estúpido o de loco.
Mirad los lirios del campo, mirad cómo crecen: no trabajan ni hilan. Mas os digo una cosa: ni Salomón en toda su gloria estuvo vestido como uno de ellos. (Mt. 6, 28-29)
En efecto, ninguna obra humana alcanza ni remotamente la perfección de la obra divina. Sin ninguna duda, los trajes del opulento rey Salomón debieron ser suntuosos, pero insignificantes en comparación con un lirio. Y podríamos añadir, seguramente sin equivocarnos, que el lujosísimo templo que hizo construir en Jerusalén era menos que una choza en comparación con un trozo de desierto a la luz de la luna bajo un cielo estrellado. Sin embargo, somos tan necios que preferimos una baratija de factura humana a una alhaja de origen celeste y nos ufanamos de destruir la obra divina para poner en su lugar nuestros pretenciosos adefesios. Por pura soberbia, por puro mal gusto, por pura maldad.
¡qué orgullosos y envanecidos estamos de nuestros groseros artilugios y qué poco admiramos la obra divina! Share on X