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La otra defensa de la vida (1)

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El término “defensa de la vida” es empleado muy a menudo para referirse a la oposición al aborto. En este sentido no hace falta aclarar nada, menos aún en las páginas de este periódico, en el que se trata con regularidad de la tragedia que tiene lugar ininterrumpidamente en clínicas y hospitales y que a causa de la manipulación educativa, ideológica y mediática, está desapareciendo de la consciencia de la mayoría de nuestros conciudadanos.

De modo semejante, se llama también “defensa de la vida” a la lucha contra la eutanasia, pues el momento final de la vida es objeto de un maltrato semejante al aplicado a su comienzo.

También debería hablarse de “defensa de la vida” en relación con el repudio de la pena de muerte, una lacra que sigue vigente en muchos países, y a la que apenas se presta atención.

Otro ámbito en el que necesariamente surge el concepto de defensa de la vida es en el de la ecología y la protección animal. En este campo la defensa de la vida tiene, como en el de la protección de la vida humana, toda una serie de facetas: la conservación de espacios naturales, la salvación de la biodiversidad, la protección de los animales y el respeto de las condiciones ambientales que permiten todas las formas de vida creadas y amadas por Dios. Por otra parte, considerada desde un punto de vista puramente egoísta, la defensa de la vida en este ámbito garantiza la continuidad de la vida humana, imposible sin la vida y la salud de las demás criaturas.

Esta tercera forma de atacar la vida, la peor de todas, es la guerra

Ahora bien, estas amenazas a la vida, todas las cuales proceden de nuestra humana inclinación al mal, tienen su cima en otra forma de exterminio, en otra amenaza aún peor, cuyo fin es aniquilar  sistemáticamente las vidas de tantos hombres como sea posible, pero que de paso también extermina a muchísimas otras criaturas y envenena la tierra, el aire y el agua. Además, cuando se desata este tercer tipo de destrucción, desaparece toda posibilidad de actuar contra las demás amenazas a la vida, que en comparación casi parecen bagatelas. Esta tercera forma de atacar la vida, la peor de todas, es la guerra.

La guerra es específica y exclusivamente humana.

Ciertamente, los zoólogos han podido documentar comportamientos más o menos bélicos en algunas especies de simios y de hormigas. Sin embargo, la frecuencia, la crueldad y la perseverancia con la que el hombre hace la guerra no pueden compararse con las de ningún otro ser vivo. Aves, hormigas, abejas, etc. construyen, como nosotros, viviendas admirables. Tampoco faltan especies que, como el hombre, se sirven de herramientas y de técnicas bastante complejas para resolver los desafíos de la existencia. Pero solo nosotros fabricamos armas, solo nosotros mantenemos ejércitos, solo nosotros tenemos en tiempos de paz planes de guerra contra enemigos inconcretos, presuntos y hasta puramente imaginarios. Nuestros motivos para la guerra prácticamente nunca son proporcionados al fin perseguido. Aunque siempre tenemos medios para evitar la guerra, muy a menudo preferimos despreciarlos y recurrir al enfrentamiento bélico.

Las guerras han sido siempre, por desgracia, parte de la historia humana, lo cual de ningún modo significa que debamos resignarnos y aceptarlas como inevitables.

Desde hace unos años su presencia en el mundo es cada vez más agobiante, lo que se refleja con creciente insistencia en los medios de comunicación, en las discusiones políticas, en las decisiones de los que controlan la economía y en las actuaciones y declaraciones de los gobernantes. En el siglo pasado, las guerras alcanzaron un grado de destructividad y de sadismo antes nunca visto. Esta apoteosis de la muerte fue consecuencia directa de la simultánea apoteosis de la técnica, pues como evidencia la historia, siempre hemos caído en la tentación de hacer muy mal uso de cualquier artefacto que tuviéramos a mano.

Los horrores de las dos guerras mundiales no bastaron para detener las guerras “menores” que han inundado de sangre a este mundo desde 1945

Los horrores de las dos guerras mundiales no bastaron para detener las guerras “menores” que han inundado de sangre a este mundo desde 1945; tampoco han logrado que fuéramos lo bastante sensatos para destruir los arsenales atómicos y ni siquiera para evitar eso que eufemísticamente se denomina “desarrollo de nuevos sistemas defensivos”, es decir, la construcción de más y peores instrumentos de exterminio. Gracias a la industria del armamento, unos poquísimos acumulan poder y riquezas sin medida y eso parece suficiente para seguir produciendo armas y municiones y causando estragos indescriptibles.

No, las dos guerras mundiales no han evitado ninguno de estos males, pero sí tuvieron, en su momento, el efecto benéfico de desprestigiar el belicismo.

Desde luego, éste siguió existiendo, pero de modo larvado y vergonzante, lo que afortunadamente debilitó su presencia pública y su influencia social. Apareció un nuevo pudor, una nueva vergüenza respecto a los asuntos bélicos. El pudor y la vergüenza son muy benéficos y necesarios, siempre que no se los confunda con el puritanismo y en la mojigatería, como desgraciadamente suele suceder.

Lo contrario del pudor y la vergüenza es la desfachatez y el cinismo. Desde luego son mejores el pudor y la vergüenza sinceros y auténticos que las simples ganas de quedar bien, pero aun este deseo de aparentar es mejor que nada, si sirve para poner freno a las bajas pasiones. Y la violencia colectiva a la que llamamos “guerra” es seguramente la más baja de todas.

En la segunda mitad del siglo XX las cosas de la guerra eran tratadas con un cierto pudor, real o fingido, cuya consecuencia más evidente era que nadie se atrevía a cantar su elogio. Los conflictos militares en curso eran unánimemente deplorados. El belicismo, en general, no iba más allá de intentar justificarlos como desgracias presuntamente inevitables, cuyo fin inmediato se anhelaba, al menos de la boca para afuera.

Nadie quería ser considerado militarista, todos se esforzaban en aparecer, más o menos, como amigos de la paz. Aunque en esto solía haber más hipocresía y pánico a una guerra apocalíptica que verdadero amor a la paz, se creó un benéfico ambiente de rechazo al belicismo, evitándose así llegar a males mayores. La opinión pública, como mínimo en Europa, era firmemente contraria a la violencia entre naciones.

Con la caída de los regímenes comunistas y el final de la guerra fría pareció que el riesgo de una guerra mundial había desaparecido

Con la caída de los regímenes comunistas y el final de la guerra fría pareció que el riesgo de una guerra mundial había desaparecido, que podíamos respirar aliviados. La eliminación de los arsenales nucleares era sólo cuestión de tiempo. La guerra desaparecería paulatinamente de este mundo y la globalización facilitaría las relaciones pacíficas. Acabada la estéril enemistad entre bloques, podríamos ocuparnos de los problemas verdaderamente importantes que hasta entonces habíamos descuidado: la justicia, la libertad, la protección de la naturaleza, etc. Por última vez soñamos con tener al alcance de la mano un futuro mejor para todos.

Pero el sueño duró muy poco. En cuanto acabó la resaca que habían dejado los festejos por la demolición del telón de acero, pudimos advertir que las cosas habían cambiado menos de lo que deseábamos. También que el nuevo rumbo de la historia era mucho menos amable de lo que habíamos esperado. Nos quedaba, como consuelo, el fin de la amenaza de guerra atómica. Los arsenales nucleares parecían depósitos de antiguallas inútiles. Las soluciones a los problemas más urgentes seguían sin llegar, al contrario, la situación se agravaba: cada vez más desigualdad entre ricos y pobres, cada vez más violencia, cada vez más destrucción de la naturaleza, cada vez más confusión moral.

Las guerras se volvían más mortíferas y algunos políticos empezaban a relativizarlas, lo que no parecía tan grave, en vista de que ya no había riesgo serio de guerra atómica. Sin embargo, una rara inercia hacía que siguieran fabricándose y perfeccionándose las peores máquinas de matar.

Este oscurecimiento de un panorama que hace treinta y cinco años durante un instante pareció prometedor, se ha acelerado violentísimamente en la última década y en especial en sus últimos años.

Ni los gobernantes y legisladores, ni los gigantescos poderes económicos que determinan nuestro destino, ni los pueblos que, al menos en teoría, son depositarios de la soberanía política, han sido capaces de evitar la formación de un nuevo sistema de bloques enfrentados. Quienes detentan el poder, sea fáctico, sea formal, parecen empeñados en resucitar un sistema mundial de alianzas enemistadas enconadamente. Simultáneamente los pueblos renuncian cada vez más a ejercer la soberanía que les corresponde. Muy en especial en asuntos de política internacional y en los llamados temas de “defensa” (que tantas veces es ataque) la pasividad y la disposición a dejarse manipular son inmensas.

Riesgo de una tercera guerra mundial

Y así hemos llegado a la situación actual, en la que el riesgo de una tercera guerra mundial es mayor que nunca. Extrañamente, jamás desde 1945 se había advertido tan poco amor por la paz, tan poca alarma por el riesgo de una guerra inimaginablemente destructiva, tanta pasividad en la aceptación de los falsos argumentos que se esgrimen en contra de la diplomacia, de la negociación, de la buena voluntad, del bien común y hasta de la razón en su forma más elemental.

¿Cómo es posible que hayamos llegado a esta locura suicida? Las causas son complejas y muy numerosas.

Por una parte, la paz, convertida en rutina en el mundo occidental, ha perdido su prestigio, ha sido banalizada, como si su abundancia en las décadas anteriores la devaluara, como si la llamada “ley de la oferta y la demanda” valiera para todo, incluso para esto.

Por otra parte, la cada vez más grave renuncia a valores morales en la educación y la pérdida del sentido de la trascendencia, de la religiosidad y del temor de Dios han contribuido decisivamente a borrar de las consciencias las fronteras que separan el bien del mal. La codicia y el ansia de poder, eternos móviles de la acción humana, ha podido de este modo liberarse de toda atadura, manifestarse sin pudor e incluso aparecer como legítimos y loables. Ahí está, como ejemplo, la antes nunca vista popularidad de los multimillonarios, simplemente a causa de su obscena acumulación y exhibición de fortunas desmesuradas.

Junto a estos factores no podemos olvidar el papel representado por unos medios de comunicación omnipresentes y todopoderosos.

Las mentes de generaciones enteras han sido manipuladas pacientemente desde la infancia, debilitando su compasión y su empatía, intoxicándolas con violencia, exaltando a presuntos “héroes” cuya actividad predilecta es la violencia y la destrucción, aficionándolas a videojuegos que consiten en aniquilar al adversario, etc., etc. Los ejemplos son incontables, pero el mensaje es siempre el mismo: para lograr el éxito todo vale, todo es divertido. ¿Por qué no la guerra?

nos han ocultado el verdadero y espantoso rostro de la guerra.

Durante ocho décadas primero el cine, luego la televisión y más tarde internet han manipulado las consciencias a sus anchas. Sus relatos nos han contado que tal o cual beligerante luchaba movido sólo por el idealismo y el amor a la justicia y la libertad; nos han mostrado héroes falsamente inmaculados; nos han dicho que los buenos obtienen esplendorosas victorias bélicas sin cometer crueldades; han insistido en que los sufrimientos de la guerra son inevitables para lograr un futuro mejor; pero sobre todo, nos han ocultado el verdadero y espantoso rostro de la guerra. Sin que nos diéramos cuenta, nos han lavado el cerebro. Ni siquiera fuimos capaces de advertir la contradicción que había entre estos mensajes contenidos en la ficción cinematográfica y el rechazo a la guerra que se manifestaba formalmente en la vida pública.

la violencia se banaliza y la verdad se relativiza

En un contexto como éste, en el que la violencia se banaliza y la verdad se relativiza, es inevitable que la doble moral campe a sus anchas. Lo que a mí y a mis aliados nos conviene es justo, algo que en idénticas circunstancias se transforma en injusto si el beneficiado es un adversario. Llegamos así no sólo a la anulación de la compasión, sino también de la lógica: hemos maniatado y amordazado tanto al corazón como a la razón y sin la luz que ellos arrojan estamos extraviados en un tenebroso laberinto de ignorancia y de maldad.

No hace falta ser un lince para ver que en Europa se está produciendo un proceso aceleradísimo de militarización y de rearme. Los presupuestos militares crecen y para alimentar la maquinaria bélica, muchos gobiernos (de izquierda tanto como de derecha y en países tan diferentes como el Reino Unido, Francia o Alemania) ponen en marcha “planes de ahorro” en sanidad, educación, medio ambiente, asuntos sociales, cultura, justicia, etc. El deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos (sobre todo de los más necesitados) corre paralelo al crecimiento de los gastos militares. No es la primera vez que ocurre, pero hacía muchísimo tiempo que, al menos en Europa, no sucedía con tal intensidad. Este proceso no pone solamente en peligro la paz entre las naciones, sino también la paz social en cada una de ellas. El belicismo y las guerras suelen tener como “efecto colateral” disturbios sociales graves, sangrientas revoluciones y el colapso de sistemas políticos y económicos enteros, con todo el caos y las desgracias que ello conlleva.

En tiempos de guerra ni la democracia ni la libertad ni los derechos humanos son prioritarios

Por supuesto, no faltan intentos de justificar este curso hacia el abismo. La protección de la libertad, de los derechos humanos y de la democracia son argumentos favoritos y que gozan de gran aceptación. Sin embargo, en situaciones bélicas la libertad (política, de opinión, de expresión, de movimiento, etc.) queda prácticamente anulada por motivos de seguridad, las garantías jurídicas y constitucionales que rigen en tiempos de paz son severamente restringidas y se abre las puertas a abusos e injusticias de todo tipo. En tiempos de guerra ni la democracia ni la libertad ni los derechos humanos son prioritarios, sino que quedan subordinados a los intereses puramente bélicos y a merced de ellos.

Otro argumento es el de la defensa nacional.

¿Es la preparación de la guerra la mejor defensa? En realidad, un 99% de la actividad verdaderamente defensiva corresponde a la diplomacia. Solo cuando ésta ha agotado todas sus posibilidades queda recurrir a ese ultimísimo 1% que es la defensa militar.

Desgraciadamente, vemos que en nuestros días la diplomacia o calla o se traiciona a sí misma convirtiéndose en portavoz de posiciones nada conciliadoras. Conceptos como “derecho a la legítima defensa” o “guerra justa” son manipulados y empleados de modo maniqueo, presentándonos un cuadro pintado en blanco y negro, que muy poco tiene que ver con la complejidad de la vida real.

No nos engañemos: por incómodo y desagradable que pueda resultar el tener que aceptarlo, las llamadas “guerras justas”, las que cumplen de verdad (y no sólo de modo superficial y puramemte formal) los requisitos para merecer este nombre, son una rarísima y absoluta excepción. En la inmensa mayoría de los casos ambos bandos beligerantes son culpables del desastre en mayor o menor medida (si es que tal culpa puede “medirse”), cada uno a su manera: amenazando o haciéndose amenazar, atacando o buscando ser atacado, provocando o dejándose provocar. Y ambos cometen atrocidades.

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