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No son viriles, solo virales

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Hermano, no te dejes engañar por los cantos de sirena de aquellos que presumen de tener “mucho carácter”.
No lo tienen.

Solo poseen impulsos. No son hombres fuertes, sino hombres desbordados.

Incapaces de dominarse, confunden el temperamento con el temple, la furia con la firmeza.

No conocen la virtud del dominio propio, esa que convierte a un hombre en señor de sí mismo y no en esclavo de sus pasiones.

Y el mundo —tan ciego como ruidoso— los celebra.
Porque, como dijo Nicolás Gómez Dávila, «la sociedad hasta ayer tenía notables; hoy solo tiene notorios».
Ya no se busca la verdad ni la belleza, sino la exposición; ya no se anhela la perfección, sino la popularidad. Todo es ruido y más ruido. En vez del silencio que edifica, el estrépito que dispersa. En vez del recogimiento del alma, la verborragia del ego.

Pero ellos ya tienen su paga: las migajas de un mundo que hoy te aplaude y mañana te escupe.

Vivimos, hermano, en una era adicta a la dopamina del aplauso fácil. En tiempos donde el “me gusta” ha sustituido al “bien hecho”, y donde el hombre mide su valor en píxeles, no en virtudes.

¿Hay algo menos viril que vivir pendiente del aplauso mundano?

No se puede ser libre con esa dependencia de gustar.
La necesidad de agradar es la cadena más elegante del esclavo moderno.

Pocas cosas hay menos varoniles que pensar en los cargos y no en las cargas.

Pero el hombre de hoy lo ha olvidado. Se deja la vida —y a veces la vida eterna— persiguiendo cosas que jamás haría si nadie lo mirara. No son los coches ni los viajes exóticos: es el continuo deseo de exhibir, de fingir, de escalar. Son capaces de usar a las personas como peldaños para su propio “crecimiento personal”.

Un crecimiento personal que, aunque parezca paradójico, nos aleja de lo alto, porque nos aleja del Cielo.
Nos hincha el alma, pero nos vacía el espíritu.

Y así, entre filtros, poses y frases motivacionales, el hombre se disuelve en su propia apariencia.
Es un Narciso digital, incapaz de amar algo más grande que su reflejo.

Decía J. Henry Newman que «es casi una definición de caballero decir que es alguien que nunca inflige dolor».
Pero hoy, hermano, lo que más abunda es lo contrario: quienes destrozan el honor ajeno para hacer crecer su propio nombre; quienes construyen su imagen sobre las ruinas del otro; quienes confunden la audacia con la crueldad, el debate con la humillación, la verdad con la ironía hiriente.

Han olvidado que no hay nada más profundamente masculino que la misericordia.

Y así van por la vida: endurecidos, pero vacíos; altivos, pero huecos; “exitosos”, pero deshabitados.
El hombre sin Dios se convierte en caricatura: pretende ser titán, pero no pasa de títere.

Por eso, hermano, si has llegado hasta aquí, es porque estás cansado de la mentira.
O porque el ruido ya no te basta.

Tengo una llamada para ti: sé un caballero.

No necesitas espada ni título, solo alma.
No hace falta dinero, fama ni linaje. Solo fe, silencio y un corazón dispuesto.

El caballero no es una reliquia del pasado: es el único modelo capaz de sostener el futuro.

Y si en un artículo anterior te recordaba la definición de caballero según García Morente, hoy te dejo la de Newman. Léela con calma. No es solo una cita: es un manifiesto.

“Es casi una definición de caballero decir que es alguien que nunca inflige dolor.
Esta descripción es tan refinada como precisa en la medida de lo posible. Se ocupa principalmente de eliminar los obstáculos, lo que dificulta la acción libre y no relacionada de quienes lo rodean.
Sus beneficios pueden considerarse como paralelos a lo que se denomina comodidad o conveniencia en arreglos de naturaleza personal: como una mecedora y una buena fogata, que hacen su parte en disipar el frío y la fatiga, aunque la naturaleza proporciona ambos medios de descanso y calor sin ellos.

El verdadero caballero, de la misma manera, evita cuidadosamente cualquier cosa que pueda causar una sacudida en las mentes de aquellos con quienes está fundido; y todo choque de opiniones y de sentimientos, moderación, sospecha, pesimismo o resentimiento; es tierno con el tímido, amable con el distante y misericordioso con el absurdo; puede recordar con quién está hablando; se guarda contra alusiones no razonables, o tópicos que puedan irritar; rara vez es prominente en la conversación, y nunca está cansado.

No le pesan los favores mientras los realiza y parece recibir cuando en realidad está dando. Nunca habla de sí mismo excepto cuando se ve obligado y jamás se defiende mediante simple réplica. No tiene oídos para los chismes ni las calumnias. Es escrupuloso para comprender los motivos de aquellos que interfieren, y trata de interpretar todo de la mejor manera.

Jamás es desconsiderado o mezquino en sus disputas ni tampoco se aprovecha de ventajas injustas, nunca confunde las personalidades ni tampoco deja de ver la diferencia entre lo que es una observación tajante y un verdadero argumento, ni hace insinuaciones sobre hechos malos sobre los que no se atrevería a hablar abiertamente.

Desde una prudencia que ve más allá, observa la máxima del antiguo sabio, que deberíamos dirigirnos siempre hacia nuestro enemigo como si un día fuera a ser nuestro amigo. Tiene demasiado buen sentido como para ofenderse por los insultos, está suficientemente ocupado como para recordar injurias y demasiado indolente como para soportar la malicia.

Es paciente, contenido y resignado a los principios filosóficos; se somete al dolor, porque es inevitable; a las aflicciones, porque son irreparables; y a la muerte, porque es su destino.

Si entra en alguna controversia de cualquier tipo, su intelecto disciplinado lo preserva de cometer una desatinada descortesía a mentes mejores, o tal vez, de las menos educadas; que, cual armas contundentes, cortan y desgarran en vez de realizar cortes limpios, que confunden el motivo principal del argumento, gastan sus fuerzas en trivialidades, juzgan mal al adversario, y dejan el problema peor de lo que lo encontraron.

Puede estar bien o mal en su opinión, pero tiene demasiada claridad mental como para ser injusto.

Así como es de simple, es fuerte; así como es breve, es también decisivo. En ningún otro lugar encontraremos mayor candor, consideración e indulgencia: Se arroja hacia la mente de sus oponentes, da cuenta de sus errores. Conoce la debilidad de la razón humana así como su fuerza, su competencia y sus límites.

Si fuera un no creyente, aun así tendría una mente lo suficientemente amplia y profunda como para no ridiculizar la religión o actuar en su contra; es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático en su falta de creencia.

Respeta la piedad y la devoción; incluso apoya a las instituciones que no acepta, como venerables, bellas o útiles; honra a los ministros de religión, y le complace declinar sus misterios sin asaltarlos ni denunciarlos.

Es amigo de la tolerancia religiosa, y esto, no es tan solo porque su filosofía le ha enseñado a ser respetuoso con todas las formas de fe con un ojo imparcial, sino por su caballerosidad y delicadeza de sentimientos, que son consecuencia de civilización.

No es que no tuviera tampoco una religión, a su manera, incluso si no es cristiano. En ese caso, su religión es una de imaginación y sentimiento; es la encarnación de aquellas ideas de lo sublime, lo majestuoso, y lo hermoso, sin lo cual no puede haber una filosofía grande.

A veces reconoce el ser de Dios, a veces invierte un principio o cualidad desconocidos con los atributos de la perfección. Y esta deducción de su razón, o la creación de su fantasía, es la ocasión de tan excelentes pensamientos, y el punto de partida de una enseñanza tan variada y sistemática, que incluso parece un discípulo de la cristiandad misma.

De la misma precisión y firmeza de sus cualidades lógicas, es capaz de ver qué sentimientos son consistentes en aquellos que tienen alguna doctrina religiosa, y aparece ante los demás como alguien capaz de sentir y sostener todo un círculo de verdades teológicas, las cuales existen en su mente, no más que como una serie de deducciones.”

Ahí lo tienes, hermano.
Este es el ideal que el mundo ha querido borrar: el del hombre que se domina a sí mismo, que protege la dignidad del otro y que vive orientado hacia lo alto.

Frente a los virales, los viriles.
Frente a los notorios, los nobles.
Frente al ruido, el silencio del caballero.

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