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Los nuevos constructores de catedrales que hacen falta en este tiempo

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El filósofo Rémi Brague, entrevistado por la revista española Misión (“Basta una sola generación para perder la cultura de Occidente”, marzo de 2022), afirma que los occidentales de hoy necesitamos heredar una «actitud medieval» hacia el pasado, es decir, no un gusto de anticuario por lo antiguo, ni siquiera una mentalidad nostálgica o reaccionaria, sino un redescubrimiento del espíritu apasionado de «continuidad crítica» que animó la Edad Media respecto de los mejores testimonios de humanidad del hombre antiguo-pagano, con la certeza de que la herencia cultural, las ideas y las verdades que nos han llegado de la Edad Media están más llenas de futuro y son más sólidas que la distorsión racionalista que se produjo en la era moderna que, según G. K. Chesterton, dio origen a verdades enloquecidas porque las aisló unas de otras, dejándolas perderse solas.

“Queridos amigos, debemos rehacer la catedral. […] Os invito a vosotros a convertiros en esos constructores de catedrales”

​De solidez sabe un rato la Edad Media, que Régine Pernoud definió con ironía genuinamente cristiana como «la única época del subdesarrollo que nos ha dejado catedrales». Después de siglos, el 15 de abril de 2019, la catedral de Notre-Dame de París estaba en llamas. El 25 de mayo del mismo año, el Card. Robert Sarah, en una conferencia en París en la iglesia de San Francisco Javier, hizo un llamamiento sincero: “Queridos amigos, debemos rehacer la catedral. […] Os invito a vosotros a convertiros en esos constructores de catedrales”.

¿Significa esto que todos tenemos que convertirnos en un nuevo “Antoni Gaudí”?

No, simplemente Sarah quiso decir lo que dijo Benedicto XVI: “El hombre necesita una llamada dirigida a su alma, que pueda llevarlo y sostenerlo. Necesita un espacio para su alma. Esto es lo que simboliza una catedral. Pero un edificio se convierte en catedral sólo gracias a hombres que construyen este espacio del alma, a hombres que transforman las piedras en catedrales y así mantienen abierta para todos la llamada del Infinito, llamada sin la cual la humanidad se asfixia. La humanidad necesita de ‘servidores de la catedral’, cuya vida desinteresada y pura haga creíble a Dios».

Para convertirse en constructores y «servidores de la catedral» se nos pide partir, y partir a veces significa irse lejos, pero a veces significa simplemente quedarse donde se está, como los artesanos recordados por Charles Péguy en su infancia, que empajaban las sillas «con el mismo espíritu, con el mismo corazón y con la misma mano con la que este pueblo había dado forma a sus catedrales» (L’argent, 16 de febrero de 1913), o como el radiólogo Paolo Takashi Nagai, que en una cabaña de madera de cuatro metros cuadrados, construida justo en medio de las cenizas y la oscuridad infernal que dejó en Nagasaki la explosión de la bomba atómica, reconstruyó a su pueblo (y no sólo a él) viviendo con docilidad y humildad su dolorosa enfermedad hasta el final, orando y escribiendo: «No tendría sentido que se le diera vida a una persona si no pudiera ser útil de alguna manera en este mundo. La vida se nos da para una tarea, por el bien del mundo entero. Lo único que puedo hacer, obligado a estar en esta cama, es hablar moviendo la boca y escribir con las manos» (Pensamientos de Nyokodō, Milán 2022).

La construcción de catedrales está íntimamente ligada a la relación del Eterno y el tiempo, de la santidad y el martirio, como medita el poeta: «Y el Hijo del Hombre no fue crucificado una vez para siempre, / la sangre de los mártires no fue derramada una vez para todos, / la vida de los Santos no fueron donadas de una vez por todas: / Pero el Hijo del Hombre siempre está crucificado / y habrá Mártires y Santos. / Y si la sangre de los Mártires ha de fluir sobre los escalones / primero debemos construir los escalones; / y si el Templo va a ser derribado / primero debemos construir el Templo” (Th. S. Eliot, Coros de “La Roca”, VI).

«Nos corresponde a nosotros llevar la cruz a la que vosotros, los europeos, os habéis vuelto alérgicos»

En los últimos años, la verdad de estas palabras ha sido experimentada en carne y hueso por un nutrido grupo de testigos. A título de ejemplo, mencionamos a tres que derramaron sangre en los escalones del Templo: don Andrea Santoro († 2006), el padre Jacques Hamel († 2016) y el seminarista nigeriano Michael Nnadi († 2020). Y, con ellos, los cuarenta y tres mil cristianos nigerianos asesinados, contra quienes la «barbarie de la autocensura» «nos ordena ocultar sistemáticamente sus asesinatos por parte de los yihadistas» (Giulio Meotti, I Nuovi Barbari, Turín 2023). Sus nombres han sido borrados del mundo, pero no del «libro de la vida» (Ap. 13,8; 20,12-15). El 4 de junio de 2023, Mons. Ignatius Kaigama, arzobispo de Abuya, en una entrevista concedida a Leone Grotti para “Tempi”, declaró: «Nos corresponde a nosotros llevar la cruz a la que vosotros, los europeos, os habéis vuelto alérgicos».

La cruz es repudiada y denigrada como locura patológica por las sociedades occidentales contemporáneas, impregnadas de la moderna concepción liberal de la libertad como autorrealización a través de una elección basada en el cálculo de su propio interés individual. En su libro “Curando verdades locas: sabiduría medieval para la edad moderna” (2019) Rémi Brague aclara que la verdadera libertad no es la capacidad de sopesar dos posibilidades y elegir una en lugar de la otra, ya que este esquema está sujeto a la tentación de dar a la «mala» posibilidad la misma dignidad que a la «buena» o, peor aún, de creer que la experiencia del mal nos ayude a conocer mejor el bien y a elegirlo. La libertad, en cambio, es un acto de toda la persona que se adhiere por gracia al Bien, como enseñan los Padres y Doctores medievales.

No estamos de acuerdo con el juicio pronunciado por Solzhenitsin en su discurso inaugural en la Universidad de Harvard (8 de junio de 1978) sobre la Edad Media europea, según el cual en aquella época la naturaleza física del hombre hubiera estado «maldita» y sometida a un «intolerable represión despótica» para favorecer su naturaleza espiritual. En cambio, seguimos al padre Dante, que contempla el misterio del hombre como camino de transfiguración de toda su vida, corporal y espiritual. No se trata aquí de una «ascensión al siguiente nivel antropológico» (Solzhenitsin, ibíd.), sino más bien de dejar de lado la crisálida, las coberturas de la ‘doxa’ (fama, honores, símbolos de estatus), los roles, las máscaras. (persona en el sentido pagano) y extender las alas como una mariposa en un movimiento de amor que informa toda la vida (psyché), para finalmente ser llevada con gracia, en la simple desnudez del propio ser criatura y del propio rostro (persona en el sentido cristiano), a la presencia del rostro del Juez justo:

¿No os dais cuenta que somos gusanos?

Nacidos para formar la mariposa angelical,

¿Quién vuela hacia la justicia sin pantallas?

(Purgatorio, X, 124-26).

El homo ‘faber sui ipsius’ moderno y el ‘self-made man’ posmoderno y liberal ya no saben lo que significa libertad y la confunden trágicamente con lo que es esclavitud externa y coerción interiorizada. El hombre de la Edad Media, sin embargo, sabe lo que es la libertad y la experimenta en la humilde construcción de las catedrales, construidas con piedra labrada y «piedras vivas» (1P 2,5).

Ante la proliferación de los nuevos bárbaros en Occidente, el despertar y la partida de nuevos «Pietro di Craon» y de nuevos «Paolo Takashi» se vuelve cada día dramáticamente más urgente.

Publicación de “Il Sussidiario” 09.11.2023 – Massimiliano Pollini

[traducido por Giorgio Chevallard]

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