Durante décadas, padres y educadores se han preguntado cuánto tiempo deberían pasar los niños frente a las pantallas. La cuestión no es nueva, pero en los últimos años ha adquirido tintes urgentes: móviles, tabletas, portátiles y videojuegos ocupan gran parte del tiempo libre —y, cada vez más, del tiempo escolar— de nuestros alumnos.
La escuela se ha convertido en un campo de batalla donde se cruzan dos fuerzas opuestas: la necesidad de formar digitalmente a las nuevas generaciones y el temor a que ese mismo entorno digital esté minando su atención, su salud mental y su capacidad de relacionarse.
La paradoja es evidente: las mismas herramientas que prometen personalizar el aprendizaje y hacerlo más inclusivo son, a la vez, las que generan dependencia, distracción y aislamiento.
Por eso el debate ya no es si debemos usar pantallas o no (eso sería tan absurdo como discutir si debemos usar libros), sino cómo y para qué las usamos.
En Estados Unidos, más de treinta estados han impuesto restricciones al uso de teléfonos móviles durante la jornada escolar.
El dato no sorprende: los centros educativos han visto cómo las aulas se convierten en prolongaciones del ocio digital. Los profesores, que antes debían competir con la ventana o la pizarra, ahora compiten con el algoritmo de TikTok. Y ese algoritmo no descansa.
Pero reducir la conversación al enfrentamiento entre prohibir o permitir es quedarse en la superficie. La verdadera cuestión no está en la pantalla, sino en la intencionalidad educativa con la que se utiliza.
Lo que diferencia un vídeo de TikTok de una aplicación de aprendizaje adaptativo no es solo el contenido, sino la finalidad: una busca captar la atención para generar beneficios; la otra busca cultivar la mente y acompañar un proceso formativo.
Como recordaba recientemente un profesor norteamericano, Cooper Sved, lo importante es que las familias aprendan a distinguir entre el uso pedagógico de la tecnología y el consumo indiscriminado de contenidos.
Un programa de lectura que se ajusta al nivel de cada niño o una herramienta digital que permite comunicarse a un alumno con dificultades motoras no son “pantallas dañinas”. Son, más bien, oportunidades de inclusión. El problema surge cuando la tecnología se introduce sin propósito, sin discernimiento y sin guía.
La educación digital no puede consistir en lanzar a los niños a un océano de estímulos y esperar que aprendan a nadar solos. Necesita brújula, acompañamiento y límites. Y en esto, la visión cristiana tiene mucho que decir.
Porque la libertad no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en poder elegir el bien.
Si el alumno no aprende a usar la tecnología con responsabilidad, acaba siendo usado por ella.
Lo que comenzó como una herramienta de progreso puede convertirse en una nueva forma de esclavitud: la de la distracción permanente, la de la comparación constante, la del deseo insaciable de estar conectado a todo menos a sí mismo.
San Juan Pablo II lo advirtió con una lucidez que hoy parece profética: “Los instrumentos de comunicación social no son simples medios de transmisión; son parte de un proceso que moldea la cultura misma. Su uso requiere madurez moral y espiritual.” (Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2002).
Ese recordatorio de Karol Wojtyla devuelve la cuestión a su raíz: no se trata de demonizar la tecnología, sino de formar conciencias capaces de usarla al servicio del bien y de la verdad.
La Iglesia lleva siglos recordando que toda educación auténtica es, ante todo, educación de la voluntad y del corazón.
Formar en competencias digitales sin formar en virtud es como enseñar a conducir sin hablar del sentido de la dirección.
Por eso, más allá de los planes de alfabetización digital o de las nuevas leyes educativas, lo que nuestros alumnos necesitan es aprender a habitar el mundo digital con alma: con prudencia, con templanza, con la conciencia de que cada clic es también un acto moral.
En este contexto, el papel del maestro vuelve a ser insustituible. Ningún programa puede reemplazar la mirada de un educador que sabe cuándo un niño está perdido en una pantalla o simplemente absorto en un descubrimiento. La tecnología, cuando se usa bien, puede liberar tiempo para atender mejor al alumno; cuando se usa mal, lo aleja del encuentro humano que da sentido al aprendizaje.
De ahí la importancia de la formación docente. No basta con prohibir o con entusiasmarse. Hay que formar al profesorado en un uso pedagógico y crítico de la tecnología, que le permita discernir qué herramientas ayudan realmente al desarrollo del alumno y cuáles lo confunden con un consumidor más. La clave no es la cantidad de tiempo frente a la pantalla, sino la calidad del encuentro que media entre el alumno, el contenido y el maestro.
El Papa León XIV lo expresó recientemente con una claridad que desarma: “No temáis a la tecnología, temed más bien al vacío moral con el que a veces la usamos.”
Esa es, quizá, la raíz del problema. Las pantallas no son malas ni buenas en sí mismas; son espejos de nuestra intención educativa.
Si detrás de ellas hay amor al saber, respeto por la persona y búsqueda del bien común, serán aliadas. Si detrás hay prisa, indiferencia o simple entretenimiento, acabarán dominándonos.
Educar en la era de las pantallas no es enseñar a apagar dispositivos, sino a encender la conciencia. No es formar tecnófobos, sino hombres y mujeres capaces de usar la tecnología sin perder su humanidad.
El reto no está en eliminar pantallas, sino en que nuestros alumnos aprendan a mirar a través de ellas sin dejar de ver lo esencial. Y eso, en el fondo, solo se logra cuando cada acto educativo (también el digital) se vive como una oportunidad de encuentro con la verdad, con el otro y con Dios.
Fuentes consultadas ● Consortium for School Networking (CoSN). (2025). Managing Screen Time in the Digital Classroom. ● Pew Research Center (2025). Teens, Technology, and Mental Health. ● San Juan Pablo II (2002). Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. ● Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales. (2002). Ética en Internet. ● León XIV (2025). Discurso a los educadores católicos sobre la misión digital de la escuela.











1 Comentario. Dejar nuevo
Me apena tanto leer este artículo… paren este sinsentido ya, por favor. El uso de las pantallas en las aulas de los colegios implica una infinidad de riesgos que no podemos asumir como sociedad. Igual que, como sociedad, no asumimos el riesgo de que los niños puedan conducir una moto. Y, sin embargo, sabemos que los pilotos profesionales ya conducen con una gran destreza cuando son niños. Pero aquí no estamos hablando de los virtuosos, eso NO es la educación. Estamos hablando de normas, usos y metodologías aplicables a todos, todos, nuestros niños. Y me hierve la sangre con el cinismo de «lo importante es que las familias aprendan a distinguir entre el uso pedagógico de la tecnología y el consumo indiscriminado de contenidos». Muchos niños viven en hogares donde sus familias les van a dejar solos frente a la pantalla durante muchas horas al día. Eso ya lo sabemos. Pero no queremos una escuela que haga eso mismo. Igual que sabemos que hay niños que comerán pizza precocinada casi todos los días del año, y no queremos comedores escolares que ofrezcan comida basura. BASTA YA DE CINISMO. La tecnología se impondrá sola, si demuestra ser beneficiosa. La tecnología que se impone, como está ocurriendo en los colegios (en una gran mayoría concertados católicos) hace daño al hombre y a la mujer. Cuanta avaricia detrás de todo esto. Confío en que el Señor lo corrija.