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¿Qué vuelve creíble a la Iglesia?

Iglesia

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La gran apología de la fe no es un argumento, sino una vida.

Los santos —como los mártires— son la defensa más profunda de la Iglesia porque muestran, aquí y ahora, que la vida cristiana es posible, bella y fecunda.

Pues cuando la teoría se nos queda corta la santidad emana y de forma natural persuade.

La verdad cristiana se reconoce por su esplendor. Los grandes escritores de la tradición y aun de la modernidad arrastran porque hablan de una existencia transformada por el Espíritu, no porque multipliquen justificaciones.

A veces se nos olvida que la apasionante belleza de una vida en Cristo es la primera catequesis.

Esta congruente forma de vida nace en el escenario del combate, donde se entrelazan gracia y prueba, misión y contingencia, tentación e incluso fracaso.

Santidad es condición de un peregrinaje por el temple al fuego.

Una vocación concreta, como es la santidad, da unidad a la vida y la vuelve inteligible.

En George Bernanos, quizá como en ningún otro novelista del siglo XX, la santidad aparece como choque frontal con el mundo y con nuestras zonas más oscuras. Bernanos fustiga con caridad exigente tanto a la modernidad secular —cuando absolutiza la eficiencia, la utilidad, la transparencia— como a la Iglesia, cuando negocia su alma para conservar respetabilidad. No reniega del progreso ni idealiza el pasado; denuncia, más bien, la pereza de un mundo encerrado en la inmanencia y la cobardía de una Iglesia sin nervio profético.

¿Dónde poner entonces la esperanza?

En la vanguardia y en la retaguardia del cristianismo están los santos: hombres y mujeres tocados por Dios, con su torpeza y su “costura” entre naturaleza y gracia a la vista, convertidos en instrumentos de la caridad.

La santidad irradia: muestra que lo invisible late en lo visible y que lo imposible para el hombre no lo es para Dios.

La santidad a la que todos debemos de aspirar no busca el espectáculo del milagro.

Más bien vive el milagro cotidiano de la obediencia, donde la verdadera libertad, y a su vez, la gran dificultad, consiste en dejar que Dios haga su obra.

Von Balthasar insistió mucho en distinguir santo de héroe. El héroe es culminación de la inmanencia, instruye, pero no salva. El santo, en cambio, es icono de Cristo, es pascual. Por ello, ni la santidad es uniforme ni el martirio es una simple épica. Es algo enorme, muy enorme: amor llevado hasta el extremo.

¿Qué nos dicen hoy las vidas de los santo? Que la verdad cristiana es bella y dramática a la vez. Es cruz. Son vidas donadas al amor.

Por eso la tarea actual no es inventar eventos, ni discursos, más bien deberíamos de suplicar gracia.

Necesitamos parroquias donde se viva en clave de ofrenda, laicos que santifiquen su trabajo diario, sacerdotes de rodillas y con manos abiertas, familias que vivan con esperanza la perseverancia menuda.

Todos podemos ser “transparencia” de Cristo allí donde estamos. Ese es el camino del cristiano: dejar que la gracia haga en nosotros lo que no podemos. Entonces, sin ruido y sin miedo, la belleza del Evangelio hará de las suyas.

Pidamos el don: “Señor, haznos santos domésticos, santos de a pie. Danos una caridad perseverante, un coraje manso, una alegría que no dependa del clima del mundo. Enséñanos a perder el tiempo contigo y a gastarnos por los demás”.

Esto es lo que vuelve creíble a la Iglesia: un pueblo que, con todas sus heridas, se deja querer por Dios y aprende a querer como Él. 

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