Seguro que más de uno y de dos está saturado de escuchar está frase: “puedes lograr todo lo que te propongas”. Una afirmación que como promesa pegajosa de este siglo, promete plenitud inmediata, éxito garantizado y felicidad instantánea. Vamos, un kit completo.
Esta ideología, aparentemente positiva, se ha enraizado profundamente en el inconsciente colectivo de nuestra vida diaria.
Es difundida por “cracks” del emprendimiento, por fascinantes discursos motivacionales en redes sociales y, más peligrosamente aún, por sistemas educativos y psicológicos que han abandonado cualquier vínculo con la realidad del hombre y con la trascendencia.
Pero ¿Qué sucede cuando esta promesa falla? ¿Qué pasa cuando el mundo no responde como esperábamos? ¿Cuando, a pesar del esfuerzo, del deseo y de la autoconfianza, no logramos ser «todo lo que nos propusimos»?
Nos rompemos, simplemente nos rompemos como consecuencia de haber entronizado nuestro yo.
Esta peligrosa frase de agendita mona transmite una visión del ser humano que ha perdido su eje, que ya no se concibe como criatura, sino como creador absoluto de su destino.
La sentencia orgullosa de “puedes lograr todo lo que te propongas” sugiere que el deseo humano es, por sí mismo, un derecho suficiente para alcanzar cualquier fin.
El deseo por encima de todo como si no existieran límites, ni fragilidad, ni historia, ni memoria, ni condición, ni caída… Es una antropología implícita que bebe más del gnosticismo y de las religiones orientales centradas en el poder interior, que de la visión cristiana del hombre.
Y así pasan nuestros días, atrapados sigilosamente en esta lógica que sin darnos cuenta nos convierte en rehén de nuestro propio ego.
El deseo se vuelve absoluto, con derecho a todo, y cualquier frustración es vista como un gran fallo, como si la propia vida hubiera traicionado un contrato tácito de autorrealización.
Esta lógica es peligrosa y devastadora, porque transforma al ser humano en un pequeño dios desquiciado, cuya voluntad no encuentra eco en la realidad.
Cumplir Su plan
Pero la verdad es otra, el ser humano no es un absoluto, sino un ser creado; no es autosuficiente, sino necesitado de gracia; no es omnipotente, sino vulnerable. En palabras de San Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor 4,7).
La vida, cada instante de ella, no es un mero proyecto personal, sino una vocación, una llamada a descubrir que nuestro fin último no es la realización propia sino la comunión con Dios. Cumplir Su plan, seguir su voluntad.
Es un escándalo ver cómo hemos perdido la paciencia con la vida. De ahí, que la idea de que el bien no es inmediato, de que se alcanza lentamente, con esfuerzo y sufrimiento, es profundamente contracultural.
El espejismo de la inmediatez alimentado por el consumo, la tecnología y el hedonismo, ha olvidado la gracia y la virtud.
Séneca o Marco Aurelio, comprendían muy bien que el mundo no está hecho para cumplir nuestros deseos, sino para formarnos en la virtud.
Esto es un pensamiento que, aunque no plenamente cristiano, converge en cierto punto con el modelo católico: la formación del carácter, la aceptación del sufrimiento y la espera de un bien mayor no son castigos, sino caminos hacia la madurez.
El Evangelio no promete éxito inmediato, ni plenitud terrenal garantizada. Cristo no dijo “puedes lograr todo lo que te propongas”, sino “el que quiera seguirme, que tome su cruz”. Sin filtros: no hay redención sin entrega, ni resurrección sin muerte.
Medicina para el alma: el esfuerzo y la gracia
Una de las grandes trampas del pensamiento actual es oponer esfuerzo y gracia, como si confiar en Dios fuera una excusa para la pasividad, o como si el trabajo humano pudiera prescindir de la Providencia. En realidad, ambas dimensiones están llamadas a encontrarse.
La tradición cristiana habla de una cooperación entre la libertad humana y la acción divina. Como expresa San Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Por eso, el esfuerzo, el trabajo, la perseverancia, son necesarios. Pero no lo son como herramientas para conquistar el mundo, sino como disposiciones del alma para recibir lo que realmente importa: la gracia, la transformación interior, la unión con Cristo.
Por la cruz, hacia la gloria.
Para el cristiano, la meta no es una autorrealización terrestre, sino la vida eterna. Y esa no depende solamente de nuestras fuerzas.
El mundo no basta: la necesidad de trascendencia
Cuando el hombre pretende vivir sin Dios, lo que en realidad hace es empobrecer su humanidad. Sin Cristo toda circunstancia carece de su último sentido. Esta frase, que podría parecer exagerada, se comprueba cada día en las manifestaciones del nihilismo contemporáneo.
Esta es la gran contradicción de nuestro tiempo: buscar lo infinito en lo limitado, y luego culpar al mundo.
San Pablo nos regaló una de las afirmaciones más liberadoras del Nuevo Testamento: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28). No nos dice que todo saldrá como esperábamos, sino que todo —incluso lo inesperado, lo doloroso, lo oscuro— puede obrar para nuestro bien si amamos a Dios.
Este bien no siempre es evidente, y rara vez es inmediato. Pero es real. Y es mucho más profundo que cualquier éxito superficial.
Frente al narcisismo espiritual de nuestros tiempos, el cristianismo propone reconocer que no somos el centro, pero que somos amados; que no podemos todo, pero que todo lo podemos en Aquel que nos fortalece (Fil 4,13).
¿Puedes lograr todo lo que te propongas? La respuesta es clara: no. Pero puedes llegar a ser todo aquello para lo que Dios te ha creado, que es infinitamente mejor.
Puedes cooperar con la gracia. Puedes fracasar en el mundo y triunfar en el cielo. Puedes no tener éxito, pero ser fecundo. Puedes vivir la mayor de las aventuras: entregar tu vida.
La antropología católica no niega el deseo humano sino que lo redime, lo orienta y lo purifica.
Porque al final, el verdadero drama no es no lograr todo lo que te propones, sino no saber para qué fuiste hecho.









