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Para hablar de Dios hay que evitar todo prejuicio

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Hemos visto que muchos estudios han querido manipular la religión en el siglo XIX y parte del XX[1]. Ahora, podemos decir con tranquilidad que el cosmos tiene “energía oscura”, y cuando alguien nos dice que detrás de la maravilla del Universo hay algo casual, podemos responderle con Einstein que cualquiera que estudie algo a fondo el cosmos, se da cuenta de que hay una mente inteligente.

¿Por qué cuesta tanto reconocer que si hay una novela como El Quijote tiene que haber detrás la pluma de un autor? Es porque estamos implicados en el problema, y cuesta la sinceridad, la unidad de vida.

“Sin verdadera virtud, hablar de Dios es un [mero] nombre” (Plotino)[2]. Esto significa que al estudiar las religiones hay una cierta implicación, y en la Era moderna hemos visto conocimiento especulativo (“speculum” es espejo, y  “speculari” mirar por el espejo): hemos mirado con espejos cómo son las cosas, pero sin una implicación personal en ellas; se trataba de medir las cosas, o bien razonar como algo teórico, un discurso que no ha sido llevado a la práctica.

Hemos observado la naturaleza, pero hemos perdido el alma. La auténtica verdad nos interpela, como decía María Zambrano: la verdad, o es transformativa o no es verdad[3]. Aunque queramos hablar a modo impersonal y sin implicaciones de veracidad, sino como elemento histórico, o fenomenológico, hay en el cerebro una implicación emocional en el tema de la religión, según nuestro querer le damos una carga positiva o negativa, quizá esto es lo que llevó a Lutero a decir que la razón es la “gran prostituta”; la razón siempre está condicionada por lo que queremos; quizá si usamos más la parte derecha del cerebro, la intuición, podremos llegar más lejos que con el mero razonamiento.

Hablamos de Dios cuando nuestro discurso es no solo teórico sino vivencial, de todo nuestro ser, no solo del sentimiento, de la razón, del cuerpo, de la ciencia, de la sociología, ni siquiera de la filosofía o de la teología académicas. Es un discurso que nos implica.

Pongamos el ejemplo de un desayuno, los huevos con jamón: la gallina ha colaborado al poner los huevos, pero el cerdo está implicado: ha dejado la piel. Así nosotros, estamos comprometidos al hablar de religión, más o menos, pero siempre algo, pues vivimos en un contexto y no estudiamos algo aséptico como las matemáticas, donde podemos hacer una operación sin ninguna carga emocional: 2+2=4; en cambio, en el discurso sobre temas religiosos o éticos, vemos nuestras creencias que nos influyen.

La verdad es transformadora, en el estudio de moral vemos con frecuencia que el cerebro está influenciado por las emociones, y con frecuencia el resentimiento no deja ver la verdad, sea por un voluntarismo de no alcanzar los objetivos que uno desea y se cansa (como la zorra con las uvas: “¡bah, están verdes!”) y de ahí vienen los rigoristas o laxistas, que son dos expresiones del fideísmo que viene de dicho voluntarismo. O bien ha sido una mala experiencia con algún miembro religioso, o un contexto que nos parecía opresivo, que nos predispone en contra.

También puede ser debido a una voluntad de ir en contra de la justicia, como si un ladrón dice del mandamiento de “no robar”: “este mandamiento está anticuado, no me interesa”, o bien “son mandamientos duros, imposibles de cumplir… la Iglesia tendría que cambiar, etc.” La razón se deja llevar por la voluntad, y como la emotividad influye en el cerebro, son muy importantes las disposiciones morales del sujeto. Es decir, que no es como las matemáticas o la física que puedo ser objetivo, cuando hablo de moral, no soy imparcial, me lo planteo como algo personal, podemos sentirnos implicados, estamos con frecuencia comprometidos en el discurso religioso.

Dios no tiene nombre, es «innominable» y «omninominabile» (Meister eckhart), y por eso llamamos religiones teístas a las que se refieren a un Dios determinado, sino también ateas. Además, convendría liberársele a Dios de la cautividad a la que algunos grupos religiosos le han sometido. Incluso hay religiosidad en quien no llama a Dios con un nombre y habla del Absoluto o de cualquier otra forma. «Pero conocemos su Nombre», dice Maimónides. Pero el nombre es revelación, símbolo de una cosa incognoscible. Conocemos en todo caso iconos de Dios, que en realidad es «innominable» y «omninominabile» (Meister Eckhart).

En el siglo XIX hubo prejuicios importantes y un intento de eliminar la religión como ciencia, al no ser algo empírico. Pero tenemos los tres ojos para ver, según la tradición que comienza Ricardo de san Víctor: el oculus carnis, el oculus rationis y el oculus fidei que nos hace acceder a un nivel más íntimo y trascendente: el de la carne (por los sentidos, como el medir), el de la mente (como las matemáticas u otras ciencias que razonan) y el del alma (con el que tocamos lo inefable, como la experiencia de dios). Es el «interior intimo meo» (san Agustín).

La descripción y estudio del fenómeno religioso lleva mucho interés en los últimos dos siglos, pero tan importante es la institución religiosa (la comunidad) como las experiencias personales de cada uno (la mística).

Los ejemplos de los místicos nos hacen más cercanos a Dios, y estos fenómenos religiosos nos interesan más que el estudio teórico, pues estamos en un tiempo –decía Pablo VI- que el mundo, antes que maestros, necesita testigos; y que si escucha a los maestros es porque primero son testigos. En realidad, “maestro” es alguien digno de imitar. El místico es el maestro, el que puede decir: “El ángel de Dios me tocó con su ala”, y únicamente puede surgir de un corazón puro, esto es vacío y sin egoísmo. «Los de corazón puro verán a Dios», dice una Bienaventuranza[4].

Podemos pensar aquello de san Juan de la Cruz: se trata de un «no saber toda sciencia transcendiendo». Que es algo experiencial más que de estudios, lo recuerdan muchas tradiciones como la del Evangelio: «yo te bendigo, padre, porque lo has escondido a los sabiondos y lo has revelado a los pequeños».

¿Pero, hablamos de Dios o de un icono?

Es un icono, pues a Dios no lo vemos; pero vemos algo de su manifestación cuando se ha vuelto transparente y deja entrever, no lo que está detrás (la transcendencia) ni tampoco lo que se encuentra escondido en su interior (la inmanencia), sino cuando el icono se descubre como símbolo que envuelve a quien lo contempla.

El monoculturalismo reinante nos ha hecho creer que algunas palabras que se decían reveladas eran universales y los dogmas que las explicaban absolutos. Y esto ha creado conflictos con otras monoculturas. Pero hay ahí algo misterioso: solo afirmando nuestra fe en Dios podemos estar abiertos al respeto a la fe de los demás. No entendemos cómo son compatibles esas dos cosas: que por medio de Jesús todos se salven, con el hecho de que Jesús no es dogmático, sino que está abierto tanto a la samaritana como al centurión romano, sin poner el dogma como preámbulo para un diálogo.

Nadie puede monopolizar el icono de Dios, que además no es conceptualizable; el icono simboliza a Dios, es transparente, y solamente deja ver la Palabra (dice san Juan de la Cruz que en su Palabra nos lo ha dado todo, que ya no tiene otra Palabra) y la imagen que nosotros nos formamos de él es al mismo tiempo que somos imagen de Dios. (Acaso el hombre mismo sea un icono y el mundo una holografía de un sueño divino, en el que todo es gracia; sería aquello de Calderón de la Barca: La vida es un sueño)[5].

La palabra «dios» en sánscrito sugiere lo brillante, la luz del día; para ver y dar la vida. Pero para poder entrar en ese misterio hemos de descalzarnos como Moisés ante la zarza, dejar nuestra existencia desnuda, y para ello también se requiere un silencio interior, una pureza de corazón, una apertura de lo que algunos llaman el «tercer ojo», de los orientales y que Descartes sitúa en la glándula pineal (el chacra que despierta esa visión, y que en la India se pintan de rojo en la frente).

Pero Dios no está fuera del mundo, sino que, como diría Clemente de Alejandría, es trascendente e inmanente al mismo tiempo: «Dios no es extramundano, sino que es absolutamente intramundano», decía Zubiri. Por eso también podía decir Theilhard de Chardin que se consideraba panteísta en este sentido, pero no solo: “en él existimos, nos movemos y somos”, dirá el Nuevo Testamento.

[1] L. Pou, “Una investigación ideologizada de la religión, en el siglo XIX”, en

[2] Plotino, Enéadas, II, 9,15, 39.

[3] Ver L. Pou en https://ellibre.es/la-verdad-interior-un-dialogo-entre-corazon-y-accion/

[4] Ver Raimon Panikkar, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Ediciones península, Barcelona, 2001.

[5] Se habla mucho a nivel científico de la hipótesis del universo como un holograma: https://www.abc.es/ciencia/abci-aseguran-haber-encontrado-primera-prueba-universo-holograma-201701302200_noticia.html

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