Cada 14 de febrero, el amor sufre un extraño fenómeno: se lo envuelve en celofán, se lo atan con un lazo de terciopelo rojo y se vende en los escaparates.
Pero el amor, ese gran misterio que enloquece a los poetas, no cabe en cajas de bombones ni se compra en cenas a la luz de las velas.
Santo Tomás de Aquino, que de estas cosas sabía un poco más que las revistas del corazón, nos regaló una clave poderosa para entender de que va el amor: el ordo amoris.
El «ordo amoris»
Es la estructura que permite que amemos con sabiduría, dando a cada ser y cada cosa el lugar que le corresponde en nuestro corazón.
Para Tomás de Aquino, este orden no es una excusa para amar menos, sino una brújula que nos ayuda a amar mejor.
No podemos amar a todos de la misma manera, pero sí podemos amar a todos.
El amor se organiza en una jerarquía en la que los más cercanos a nosotros merecen una dedicación mayor, sin que esto signifique cerrar el corazón a los demás.
Lo que implica que la capacidad de amar no es estática, sino que crece en la medida en que lo ejercitamos.
Amar más allá de si mismo
San Agustín, en sus Confesiones, nos ofrece otra perspectiva valiosa sobre el amor.
En el transcurso de su conversión, san Agustín aprende a amar más allá de sí mismo, descubriendo que el amor no es solo un sentimiento, sino una estructura ordenada que ensancha el corazón.
Para él, el amor es inevitable; el problema no es si amamos, sino qué amamos y cómo lo hacemos.
No hay una frontera tajante entre el amor alto y el bajo. Amamos bien o mal, con orden o sin él.
Amar no es cuestión de cantidad, sino de calidad.
El mayor desafío, según Agustín, no es la falta de amor, sino la dirección de ese amor.
En su juventud, amaba la idea del amor, pero su amor estaba viciado por el egoísmo. Su deseo no se dirigía a una persona concreta, sino a la sensación de estar enamorado.
La clave de la transformación agustiniana es el pasaje de un amor encerrado en sí mismo a un amor que ve al otro en su plenitud. No se trata de reemplazar un objeto de amor por otro, sino de reorientar el amor hacia un horizonte más amplio y más justo.
Agustín también nos advierte sobre los peligros del amor desordenado. De ahí la radicalidad del amor cristiano: solo aprendemos a amar de verdad cuando dejamos de buscar en los demás un reflejo de nosotros mismos y comenzamos a amarlos por lo que realmente son.
En este San Valentín, quizá lo mejor que podamos hacer no sea solo enviar flores y corazones de papel, sino recordar que el amor, el verdadero amor, no se achica cuando se comparte. Se multiplica, como los panes y los peces.
Más allá de los gestos románticos, podemos hacer un ejercicio de amor real: ¿cómo podemos ordenar nuestro amor de manera que refleje su verdadera esencia?
Tal vez signifique pasar más tiempo con nuestra pareja en lugar de preocuparnos por los pequeños detalles sin importancia.
Tal vez implique aprender a decir «te quiero» con más frecuencia y con más convicción. O, simplemente, mirar con la ternura de quien redescubre cada día lo maravilloso de la existencia del otro.
Porque el amor, al final, no se trata de dar cosas, sino de darse uno mismo.
Y esa es la mayor lección del ordo amoris.