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Tiempo de catástrofes (I)

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Debe serlo cuando asoman “optimistas oficiales” de nuestro tiempo, como Pinker, Matt Ridley, incluso Hans Rosling, entre otros. Si teclean en el buscador nuevos optimistas aparecerán sin dilación sus razones, que son ciertas en buena medida, pero solo eso, porque describen solo una parte de la realidad a la que hacen pasar por el todo. Al mismo tiempo, asoman o ya están instaladas entre nosotros tendencias de catástrofe, si atendemos a sus dos significados: suceso desdichado que produce gran destrucción y muchas desgracias con grave alteración del desarrollo normal de las cosas, o bien en plan menos extremo, como cosa mal hecha, de mala calidad. Ambos sentidos sirven para clasificar sucesos de nuestros días. Y no, a los nuevos optimistas, no se les debe oponer el pesimismo, sino el realismo lucido, aquel que es propio de nosotros, los animales razonadores, sociales y dependientes.

Repasemos alguno de estos sucesos que describen tendencias, y eso, precisamente, el hecho de que se trata de desgracias que operan habitualmente, las hace todavía más peligrosas, porque terminan confundiéndose con lo cotidiano.

Una de esas tendencias es claramente la fosa mortuoria en la que se ha convertido el Mediterráneo, donde en verano se cruzan las estelas de los cruceros turísticos, con las balsas de la muerte. ¿Demagógico? Si, claro, es la demagogia de los hechos.  El perfil decisivo del problema es este: la diferencia de ingresos entre el África Subsahariana y Europa es de 1 a 10, esto significa que una persona que vive en la pobreza relativa o riesgo de pobreza en la UE, tiene unos ingresos que pueden ser hasta 6 veces superiores a un africano subsahariano, y aunque un euro entre nosotros dé para muchísimo menos de lo que pueda servir en aquellos países, el atractivo es demasiado fuerte. Es como si cruzando un par o tres de fronteras las gentes de España pudieran emigrar a un país que tuviera una renta por persona de 250.000 euros. La incapacidad de Europa para afrontar esta situación que mezcla, en dosis tan dramáticas, sufrimiento, muerte y deseo de una vida mejor, es una catástrofe.

Como lo es la Yihad violenta instalada en el corazón de demasiados descendientes de inmigrantes musulmanes que han nacido en Europa. Esta especie de lumpemproletariado interno de la política, y el movimiento exterior y global de la Yihad, constituye a largo plazo una amenaza grave para un continente que ya no cree en su futuro, y solo piensa en como vivir bien su presente.

El tórrido verano que vive el norte de Europa y Siberia puede ser un fenómeno natural, o más probablemente una consecuencia del cambio climático. En cualquier caso, si no es un hecho aislado, provoca un grave riesgo para todo el planeta porque el calentamiento de las aguas y el deshielo del permafrost siberiano, un suelo permanentemente helado, libera grandes cantidades de metano a la atmosfera, que multiplican los efectos del calentamiento global, al acentuar el efecto invernadero de la atmosfera.

La destrucción de nuestra propia cultura. Una civilización vive como tal en la medida que es depositaria de una cultura que ha recibido, que trasmite y engrandece, pero hoy buena parte de Europa, en nombre de extrañas teorías, multiculturalistas, y sobre todo surgidas de la perspectiva de género, está liquidando las fuentes y la tradición cultural. También contribuyen eficazmente a este arrasamiento las universidades y el utilitarismo de vuelo gallináceo de tantas familias y políticas que confunden la academia con una formación profesional de altos vuelos, que forma a especialistas dedicados a ganar dinero (en ocasiones ni eso), olvidando la otra dimensión, para nada incompatible, más bien lo contrario, con el buen oficio, como es la de la formación integral, el debate racional de ideas. Quizás sea Alasdaire MacIntyre quien más haya precisado la crítica a la destrucción de la universidad.

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