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Esta noche alcanzamos la cima y allí descansaremos

Familia

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Para muchos jóvenes, el verano es sinónimo de campamentos: mochilas, botas de montaña, amigos, oración bajo las estrellas.

Recuerdo con especial cariño una frase que se repetía como un lema en aquellos días de adolescencia, mientras subíamos senderos y vencíamos pendientes: “Esta noche alcanzamos la cima y allí descansaremos.” Aquel anuncio, sencillo y aparentemente informativo, encerraba una profundidad que solo los años me han permitido descubrir.

Lección de vida

Entonces, lo escuchábamos con la ilusión de la aventura. Hoy lo recuerdo con la certeza de que en aquella promesa se nos enseñaba algo mucho más grande: la vida cristiana como un camino de ascenso, de esfuerzo, de desprendimiento y de alegría compartida.

Pienso ahora en tantos niños y jóvenes que estos días hacen sus maletas para irse de campamento con sus parroquias, movimientos o colegios. En medio de juegos y caminatas, sin saberlo, están siendo formados en una pedagogía de la sencillez, del esfuerzo y del agradecimiento.

La montaña, silenciosa y majestuosa, se convierte en una maestra que no necesita muchas palabras para transmitir verdades fundamentales.

La cima enseña lo esencial

Cuando oíamos que íbamos a dormir en lo alto, sabíamos que debíamos llevar solo lo imprescindible: un saco de dormir, una linterna y lo justo para sobrevivir una noche bajo las estrellas.

Al principio costaba dejar atrás la comodidad, pero poco a poco aprendíamos a valorar lo verdaderamente necesario. Dormir en la cima no era solo una actividad, era una lección práctica sobre el desprendimiento, la gratitud y la felicidad que brota de lo simple.

 Ni récords, ni medallas. Solo el gozo de haber subido, de haberlo hecho con otros, y de haber ofrecido el sacrificio a Dios.

El alma también se eleva cuando el cuerpo se esfuerza.

Una escuela de virtudes

Como decía San Juan Pablo II: “La montaña no sólo constituye un magnífico escenario para contemplar, sino también una escuela de vida.”

En ella aprendemos a ayudarnos, a no dejar atrás al que va más lento, a compartir el agua cuando escasea, y a celebrar juntos lo alcanzado. Son lecciones que quedan grabadas para siempre y que, con el tiempo, se convierten en pilares para una vida madura y generosa.

Hoy necesitamos más que nunca esos puntos de referencia que se forjan al ritmo de cada pisada. Subir a la montaña, en el plano físico y espiritual, nos enseña que no basta con desear llegar al Cielo: hay que aprender a caminar, a esforzarse, a levantarse tras las caídas, y a dejarse acompañar.

Subir con Dios, subir hacia Dios

En cada campamento hay una invitación, quizás silenciosa pero constante, a mirar hacia lo alto. Cada cima alcanzada es un reflejo de aquella “montaña santa” que es el Cielo. Y si se vive con fe, el joven aprenderá que la alegría verdadera no está en lo inmediato ni en lo fácil, sino en aquello que requiere entrega, sacrificio y amor.

“Esta noche alcanzamos la cima y allí descansaremos.” Y, con el tiempo, entenderemos que esa cima no es solo geográfica, sino también espiritual.

Porque quien aprende a subir con esfuerzo, a vivir con lo justo, a mirar con asombro y a caminar con otros… ya ha comenzado a ascender hacia Dios.

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