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El “Sacerdote del Glaciar”: evangelización en la última frontera

Iglesia

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El 1 de mayo de 1931, una columna negra de ceniza se alzó a más de seis kilómetros de altura desde el monte Aniakchak, en la península de Alaska.

El estruendo del volcán sacudió los cimientos de la región, oscureció el cielo con relámpagos y cubrió aldeas con piedra pómez del tamaño de un huevo.

En medio de este escenario apocalíptico, un sacerdote jesuita, el Padre Bernard R. Hubbard, encabezó una expedición que no solo documentaría la catástrofe, sino que también encendería la imaginación de una nación.

Este sacerdote no era un religioso convencional.

Apodado el “Sacerdote del Glaciar”, el Padre Hubbard se convirtió en una de las figuras católicas más reconocidas del siglo XX en Estados Unidos.

Su combinación de celo misionero, pasión por la naturaleza salvaje y talento para la comunicación masiva lo convirtieron en un puente entre el catolicismo y la cultura estadounidense de su época.

Una fe que asciende montañas

Para los medios digitales católicos, el Padre Hubbard representa mucho más que una figura curiosa o un aventurero con sotana.

Encarnó una forma misionera y profética de vivir la fe, llevando el Evangelio hasta las regiones más inhóspitas del continente.

En lugar de permanecer en la seguridad de sus aulas universitarias como profesor de geología, eligió ir a las periferias —como diría el Papa Francisco— a anunciar a Cristo desde la contemplación de la creación.

En sus expediciones, muchas veces acompañado de jóvenes estudiantes, enfrentó terremotos, gases tóxicos, glaciares traicioneros y animales salvajes.

Sin embargo, en cada fotografía, filmación o artículo, mostraba cómo en medio de lo salvaje, Dios se revelaba con fuerza. “La naturaleza de Alaska no solo habla de la creación, sino del Creador”, decía en sus presentaciones, que llegaron a reunir a cientos de miles de personas al año.

Alaska como parábola

Durante la Gran Depresión, cuando los estadounidenses buscaban redescubrir su identidad y fortaleza, el Padre Hubbard presentó Alaska como una especie de parábola nacional: una tierra dura pero abundante, peligrosa pero purificadora.

De forma análoga, proponía que el catolicismo, con su énfasis en el sacrificio, la disciplina espiritual y el misterio, era una respuesta profunda a los excesos del materialismo moderno.

Hubbard no ocultaba su amor por Estados Unidos, pero veía en la fe católica un correctivo espiritual necesario para que la nación no perdiera su alma.

El prejuicio anticatólico era palpable pero figura mediática ayudó a suavizar las tensiones con la mayoría protestante, presentando un catolicismo comprometido con la democracia, el servicio militar y el bien común.

Tecnología, evangelización y cultura popular

El Padre Hubbard fue pionero también en el uso de las tecnologías emergentes para evangelizar. P

rodujo películas con Fox Studios, publicó libros, grabó programas de radio y utilizó la fotografía como herramienta catequética y científica.

Su presencia en ferias mundiales, revistas y hasta cómics infantiles católicos convirtió su testimonio en una catequesis viviente para millones.

Y aunque muchos puedan ver en su obra cierta tensión entre evangelización y espectáculo, su intención nunca fue el mero entretenimiento.

Veía en la belleza natural, en el riesgo físico, y en las historias vívidas, un camino para llegar al corazón de las personas, tocar sus conciencias y despertar en ellas el deseo de algo más grande: Dios.

Un modelo para hoy

La figura del “Sacerdote del Glaciar” nos interpela incluso hoy.

La vida de Hubbard nos recuerda que evangelizar es hacer visible a Dios en medio del mundo: en la ciencia, en el arte, en la naturaleza y en los medios de comunicación.

Él fue un hombre enamorado de Alaska y de Jesucristo, convencido de que el mundo necesita asomarse a lo sublime, a lo bello y a lo exigente para reencontrar su verdadero norte.

Hoy, cuando el mundo necesita testigos creíbles y apasionados, podemos mirar al Sacerdote del Glaciar como modelo: un hombre que escaló montañas no solo para conquistar cumbres, sino para proclamar desde lo alto la grandeza de Dios.

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