El Congreso español ha presentado el “Proyecto de Ley Orgánica para la protección de las personas menores de edad en los entornos digitales” (BOCG-15-A-52-1).
A primera vista, la iniciativa parece una respuesta necesaria a una preocupación creciente: el impacto de internet y la tecnología en la infancia y adolescencia.
Sin embargo, al analizar detenidamente su contenido, es evidente que esta ley no está a la altura del reto moral, cultural y social que plantea el mundo digital.
Este artículo busca ofrecer una crítica fundamentada que entiende al menor no como un objeto de protección pasiva, sino como un sujeto de derechos, deberes y vocación.
Es una crítica que nace desde la preocupación por la formación del corazón y la conciencia, y por la urgente necesidad de leyes que pongan al ser humano —y no a la tecnología o a la economía— en el centro de toda decisión pública.
¿Qué tipo de ley necesita el menor?
Proteger a los menores en el entorno digital es garantizarles un entorno donde puedan crecer en verdad, en libertad y en amor, sin ser reducidos a consumidores precoces, datos estadísticos o carne de cañón para algoritmos adictivos.
La ley, tal como está redactada, no responde a este ideal. Ofrece una retórica vacía de contenido real.
Habla de “salud mental”, “contenidos inapropiados” o “prevención del suicidio”, pero no articula con claridad mecanismos eficaces de protección ni de formación. Carece de una visión integral del desarrollo humano, y en su lugar se limita a propuestas genéricas y, en muchos casos, inoperantes.
Deficiencias técnicas, consecuencias humanas
Entre las carencias más graves del proyecto legislativo destacan:
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Ausencia de verificación de edad. Sin un sistema fiable para identificar quién es menor, cualquier otra medida se convierte en papel mojado. La ley no establece una obligación clara para las plataformas tecnológicas de implantar sistemas de control efectivos.
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Falta de regulación sobre algoritmos. Los menores no solo encuentran contenido perjudicial: los algoritmos se lo ofrecen, lo repiten, lo amplifican. Estos mecanismos —diseñados para maximizar la atención y monetizar la ansiedad— son en muchos casos la verdadera raíz del problema. La ley no exige transparencia, auditorías, ni establece límites éticos al diseño algorítmico.
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Carencia de sanciones ejemplares. La norma menciona sanciones económicas leves y sin fuerza disuasoria. Las grandes plataformas —que generan miles de millones anuales— no se verán afectadas por multas simbólicas. El daño moral y psicológico al menor, en cambio, es profundo y duradero.
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Ausencia de una dimensión formativa. No hay mención clara a la formación ética, ni a una pedagogía digital para padres, docentes y jóvenes. El enfoque es puramente tecnocrático, sin acompañamiento humano, sin comunidades educativas ni horizontes trascendentes.
El menor como sujeto espiritual y relacional
Uno de los aspectos más preocupantes del texto legal es que reduce al menor a un “usuario digital” vulnerable, sin considerar su vocación relacional y afectiva.
Una ley que quiere proteger al menor en el mundo digital debe ayudarle a discernir el bien del mal, a construir relaciones sanas, a buscar la verdad, a resistir la manipulación.
El menor no necesita solo un “escudo tecnológico”, sino una educación en la libertad responsable, una guía para navegar los mares complejos del siglo XXI.
Esta visión está completamente ausente en el texto legislativo.
No hay mención alguna al papel de la familia como primer educador, ni al rol esencial de la comunidad escolar, ni a la dimensión moral del uso tecnológico.
Se habla mucho de riesgos, pero poco de sentido. Y sin sentido, no hay protección real.
¿Dónde está el deber del Estado?
La Doctrina Social de la Iglesia afirma que el Estado tiene un papel subsidiario pero fundamental en garantizar que las condiciones de vida respeten la dignidad humana. En este caso, el Estado español falla en varios aspectos esenciales:
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No legisla con valentía contra intereses tecnológicos poderosos que se benefician del uso prematuro e incontrolado de plataformas digitales por parte de menores.
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No destina recursos suficientes ni articula mecanismos eficaces de evaluación, auditoría y corrección.
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No reconoce el papel central de las familias, ni las dota de herramientas legales ni pedagógicas para proteger y educar a sus hijos.
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No ofrece horizontes positivos de desarrollo digital, como herramientas al servicio del bien, de la verdad y de la comunidad.
El Estado aparece en este proyecto como un espectador que pide colaboración voluntaria a las grandes plataformas, sin capacidad ni voluntad de exigir transformaciones reales.
Lo que sí se debería legislar
Se podrían proponer medidas mucho más eficaces y humanas:
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Sistema nacional obligatorio de verificación de edad digital, con identidad digital segura y respetuosa de la privacidad.
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Configuración por defecto de máxima privacidad y mínima exposición, especialmente en redes sociales.
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Deber legal de cuidado por parte de las plataformas, con consecuencias penales en caso de daño grave a menores.
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Auditorías éticas de algoritmos, promovidas por un organismo regulador independiente con participación de familias, educadores y expertos en infancia.
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Campañas educativas a nivel nacional, que promuevan no solo el uso seguro, sino el no uso en ciertos rangos de edad y el uso bueno de la tecnología en jóvenes, en clave de verdad, comunión y servicio.
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Incentivos legales y fiscales para desarrolladores de tecnologías con enfoque ético y al servicio del desarrollo humano.
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Protección de los tiempos del niño: limitar el uso, la publicidad dirigida, promover la desconexión, recuperar espacios de silencio y encuentro cara a cara.
Este Proyecto de Ley no protege y no educa.
En lugar de mirar al menor como un sujeto en camino hacia su plenitud humana, lo trata como un problema a gestionar. Y en ello fracasa. El problema no es el menor el problema es la tecnología.
La sociedad adulta tiene el deber sagrado de custodiar la inocencia, la libertad interior y la vocación al amor de cada niño. Una ley que no pone esa dignidad en el centro es ineficaz e injusta.
Se necesita coraje político, ética firme y una renovada fe en la persona humana. Se legisla para seres humanos llamados a ser hijos, hermanos y santos.












