Hay una intrahistoria, silenciosa y testaruda, que no suele salir en las fotos: la de las peleas de hermanos antes de las ocho de la mañana, la del zapato que no aparece cuando el reloj aprieta, la de las lágrimas discretas en el baño porque el informe médico ha salido mal. Una muestra de infinidad de casuísticas.
También es ahí, en esa trastienda sin glamour, donde la familia se hace —o se deshace— todos los días del año.
Nos encanta contar los días que quedan para el verano, los eventos, los cumpleaños perfectamente decorados. Pero lo que nos sostiene realmente, lo que nos teje por dentro, es la realidad humilde y repetida, donde nos descubrimos míseros e insignificantes ante una obra tan pavorosa y bella como es la familia.
Lo más importante se nos escapa, sin darnos cuenta, en esa no convivencia diaria llena de extraescolares, empeños varios y carreras inesperadas.
Por eso, necesitamos más intrahistoria, más «por» y «con» la familia. Más tardes de risas, peleas y mirarnos a los ojos. «Hacer hogar», no solo habitarlo. ¡Vale! «Hacer hogar» a veces cansa, puede dejar agujetas y en muchos casos exige la paciencia de quien siembra sabiendo que la cosecha tardará tal vez mucho. Pero es ahí, donde el amor se desgasta y a la vez se multiplica.
Cuidar la familia es aprender la liturgia de lo más cotidiano.
La de los hábitos que labran el corazón: rezar juntos, bendecir la mesa con torpeza y gratitud, pedir perdón en voz alta, sin rodeos; dar gracias y abrazos a destiempo… Esos gestos mínimos van haciendo de la casa una escuela de libertad y de amor.
Recuerdan al corazón lo que importa: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos” y en casa, los amigos tienen nombre propio, tus mismos apellidos y pijama recién planchado.
Se habla, es verdad, muchísimo de autocuidado. Y algo de razón hay: conviene parar, respirar y a veces incluso aflojar la cuerda. Pero se habla poco, poquísimo, de cuidar a la familia.
Quizá porque cuidar a otros exige esa mezcla de entrega y sacrificio, de desesperación eventual y de frutos lentos. Amar hasta el extremo desgasta —jolín, cuánto cuesta y cuánto duele a veces—. Arremangarse numerosas mañanas a recoger los restos de una noche de gastroenteritis con hijos pequeños; volver a casa por la tarde y prestar oído a tus descendientes —oído de verdad— a la epopeya de bichos cazados y goles imposibles, mientras por dentro tu cabeza sigue batallando con el marrón del trabajo o la enfermedad terminal de tu mejor amiga.
Esas dificultades no son una anomalía: es la evidencia de que estás sosteniendo algo mucho más grande que tu. Un regalo sublime: tu familia.
Fruto a fruto
Amor que sostiene cuando uno está insoportable; gozo que no depende al cien por cien del éxito escolar; paz que no niega el conflicto pero lo atraviesa sin cinismo; paciencia ante el adolescente que prueba límites; benignidad con el abuelo que repite historias; fidelidad al compromiso de cada día, aunque no sea épico; mansedumbre frente a la tentación de tener siempre razón; dominio de sí para cerrar el portátil a tiempo, para no reventar el silencio con una pantalla, para decir un “no” a tiempo a la colonización de los planes histéricos y las numerosísimas extraescolares.
La familia es el lugar del amor y de la prueba, de la noche oscura y de la gloria mayor. Te desangra y te da la vida a partes iguales. Te cura con el vigor de su ser y te ensancha las puertas del alma.
Nos hemos acostumbrado a delegar. Delegamos el ocio —que lo organice un monitor—; delegamos el aburrimiento —que lo resuelva una pantalla—; delegamos incluso los vínculos —que el colegio, o el entrenador, o la madre simpática del amiguito, hagan lo que a mí me cuesta—.
Pero hay obligaciones basilares que no admiten subcontrata. La principal, la más alta, la que fundamenta las demás, es la familia.
Y eso pide reordenar la agenda y las lealtades: más meriendas con tu conyugue y tus hijos y menos cafés perdiendo el tiempo en el trabajo; más cenas en el bullicio familiar y conversaciones rotas por risas que cenas perfectas en restaurantes donde la música impide hablar. No porque los amigos o los colegas de trabajo no sean buenísimas personas —lo son, y benditos sean—, sino porque la casa es tu primer monasterio y tu primera trinchera. Donde aprendes a mirar, a ceder, a pedir perdón, a celebrar la belleza de la normalidad.
Cuidar a la familia es, en buena medida, defender el orden natural que la hace posible
Ahora bien, cuidar no es un acto heroico aislado sino una constancia menuda. Es volver del trabajo y sentarte en el suelo a perder una partida de cartas; llevar a uno a entrenar con la determinación de quien sabe que en el coche caben confidencias que no caben en el sofá del salón.
Cuidar de tu familia es aceptar que no verás frutos inmediatos, que muchas veces te sentirás dando la vida a fondo perdido, que te desgastarás y no saldrás en los titulares.
Pero en la aritmética misteriosa del amor, ese desgaste suma mucho. Lo ves cuando, un día cualquiera, tu hija te imita pidiendo perdón o cuando tu hijo mayor defiende al pequeño sin chulería.
Hay resistencias, por supuesto. El “no tengo tiempo” reina. Pero el tiempo no se tiene: se hace.
No se trata de abolir la amistad, el ocio, el deporte, el descanso; se trata de reescalarlos para que sirvan al fin y no lo sustituyan.
Se hace renunciando cuando haga falta al narcisismo del “yo me lo merezco” para abrazar el realismo del “ellos me necesitan y yo los necesito”.
Porque si el cuidado de mí me separa del cuidado de los míos, habrá que preguntarse si ese autocuidado es cuidado o escapatoria.
Se que estas ideas no venden. Y es verdad: no prometen un “tú puedes con todo”. Justo por eso mismo son valiosas.
Porque exigen amar hasta el extremo, y amar hasta el extremo es desordenar en muchas ocasiones la vida propia para ordenar la vida de los otros.
No hay gloria sin cruz, lo sabe cualquier familia. No hay atisbo de eternidad sin un corazón encendido por el anhelo de “los míos”. Todos somos talentosos por obra del Cielo. La familia es un camino al cielo. Caminar juntos, incluso despacio, tiene esa ventaja: al final, llegas con los tuyos.
Y cuando, en medio del cansancio y la prisa, te sorprendas recogiendo nuevamente otro vaso de leche derramado en el desayuno de un lunes escolar, recuerda: ahí mismo, con las manos sucias y mojadas, se están escribiendo las líneas más importantes de tu historia.
La parte que no se ve, pero que sostiene todo lo demás. La parte que, un día, tus hijos contarán con brillo en los ojos y un nudo en la garganta: “En casa, nos cuidábamos.” Y eso —no otra cosa— será tu verdadera gloria.











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Es lo que de verdad importa