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Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (y VII)

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En la entrega anterior quedó pendiente tratar la objeción que se le hace a la inocencia cuando se dice que es mejor que los niños abran los ojos y vean la realidad de la vida. Quise separar esta objeción de las demás porque su explicación requiere tratar varios puntos, y por tanto necesitará de cierto tiempo y espacio.

Abrir los ojos es una expresión ambivalente, que puede ser tanto aceptada como rechazada, según sea su contenido, es decir según lo que queramos decir con ella. Abrir los ojos puede ser muy recomendable pero también puede ser dañosa y en este caso conviene tenerlos bien cerrados.

Toda la cuestión gira en torno al verbo “ver” porque abrir los ojos es ver; no se abren los ojos y luego, después de un tiempo, llega la visión. En ver no hay proceso, sino intuición, inmediatez en su sentido más radical, por eso se dice que ver es haber visto y por eso mismo, una vez realizada la visión ya no se puede deshacer, porque no se puede dejar de haber visto lo que se ha visto; interiormente se podrá aceptar o rechazar, podrá uno asumir o no asumir lo que ha visto, pero lo visto, visto está. Con caer en la cuenta de que esto es así, ya sería suficiente para que los padres, centinelas de la infancia, fueran muy cuidadosos con lo que ven los niños. Pero demos un paso más.

La acción de ver es el ejemplo típico que se pone cuando se quiere explicar lo que son las llamadas acciones inmanentes, esas acciones que no tienen resultado externo, sino que quedan en el interior del sujeto, la persona en nuestro caso. Mirar es hacia afuera, pero ver es hacia dentro, la imagen vista queda dentro del cerebro donde se ha producido la visión. (En un segundo momento se podrá dar cuenta de lo visto, se podrá exteriorizar, pero esa es ya una segunda acción, nueva y distinta del hecho de ver). Otro ejemplo válido es “pensar”, pues ocurre lo mismo y es que el resultado de lo pensado queda dentro de la misma cabeza pensante, es decir de la persona.

Y esta es la cosa, aquí está la cuestión, en que lo visto, igual que lo pensado queda dentro, es decir, incorporado al alma de la persona. El ojo no registra las imágenes con la neutralidad fría de una cámara fotográfica; lo que miramos, que es algo externo y objetivo, pasa a ser subjetivo por hacerse interno, por incorporación. Todo esto se produce al margen de la voluntad, pero la voluntad entra en juego inmediatamente porque resulta interpelada y debe responderse a sí misma si acepta o no acepta, si hace suyo o repele lo visto. Con ello entramos en otro momento de este asunto que hemos llamado “abrir los ojos”.

La voluntad puede decir sí o no, pero la voluntad de una persona hecha, que tenga fuerza de voluntad suficiente, no así en el niño. Para que la persona tenga cierto dominio sobre sí mima, se requiere un entrenamiento, una madurez y una fuerza de voluntad que no podemos esperar ni exigir a los niños precisamente por su natural falta de madurez.

Pero la cosa no acaba aquí, quedan más aspectos y más decisivos aún.

Ocurre que los sentidos son unos recursos extraordinarios, que dan un juego inmenso, y por naturaleza nos gusta ejercitarlos. En cuanto al oído y la vista, cualquier estímulo resulta apropiado para su ejercicio pues “no se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír” (Ecl 1, 8), y si el estímulo no resulta molesto sino que se recibe con gusto, entonces, como se decía antes, la voluntad hace suyo lo visto y oído. Dicho de otro modo, lo visto y lo oído, pasa a ser conocido por el sujeto, o lo que es lo mismo, pasa a pertenecerle por la vía del conocimiento. Aunque materialmente lo visto y oído siga fuera y esté lejos, psicológicamente está dentro, ha sido conocido por la experiencia de la vista y el oído (y, en su caso, por los demás sentidos).

Cualquiera podemos decir que lo que hemos visto y oído es nuestro, porque conocer es un modo de poseer, aunque lo conocido no sea una propiedad privativa. Aquí tiene se sitúa y tiene su fundamento el gravísimo problema del escándalo. Escandalizar a otro es hacerle participar en el mal por las vía del conocimiento, enseñárselo, y eso equivale a instalarle en él sin plazo de caducidad, quién sabe por cuánto tiempo, cabe incluso que para siempre. Esta es la razón por la que el escándalo infantil recibió por parte de Jesucristo una sentencia tan terrible como esta: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar” (Mt 18, 6).

Traslademos ahora estas reflexiones al tema que nos ocupa: abrir los ojos (y los demás sentidos) a la realidad. Si la realidad es constructiva, si el contacto con ella hace bien a la persona, cuanto más se abran los sentidos a esa realidad tanto mejor, porque cada cosa experimentada sensorialmente enriquece el patrimonio psicológico de la persona, potencia y ayuda a la formación de estructuras de conocimiento. En este principio se basa cualquier método educativo para la infancia, en contar con los sentidos y apoyarse en ellos tanto como se pueda para el conocimiento, porque lo que los sentidos aportan es experiencia sensorial que pasa a ser propiedad del niño, la cual, por una parte es conocimiento en sí misma, y por otra, la base indispensable para el conocimiento superior que es el conocimiento abstracto. Esta es la gran ventaja de los sentidos cuando el contenido de lo visto y oído es constructivo (visto, oído y los demás sentidos). Y a la vez aquí está su mayor inconveniente cuando lo experimentado es el mal en cualquiera de sus versiones o formas de presentación.

Cuando alguien conoce el mal, cuando acepta experimentarlo, lo sepa o no, se está obligando a hacerlo suyo, a que entre a formar parte de su biografía. En el caso del niño no cabe que este conozca el mal, el mal se queda donde está y el niño siga igual. Eso no funciona así. Cuando conocemos el mal, el mal conocido queda psicológicamente dentro de nosotros, de todos, niños y adultos, pero especialmente dentro de los niños por la plasticidad de sus cerebros en desarrollo. Dejarles participar del mal, permitir que abran los ojos al mal, es hacer que el mal sea parte de sus vidas, que les resulte connatural, como si fuera lo normal. Ya les resultará problemático enfrentarse con el mal cuando no les quede más remedio que entrar en contacto con él porque la vida no es un placentero paseo por la existencia, y de la experiencia del mal no hay nadie que pueda librarse, tanto del propio como del ajeno. Pero si podemos vacunar contra él, si podemos fortalecer y prevenir sus efectos, y sobre todo, si podemos inculcar su rechazo frontal, entonces estaremos haciendo a los muchachos el favor de su vida.

Todavía nos queda otro aspecto importante del que aún hemos dicho nada, la concupiscencia, y  es cuestión que conviene resaltar mucho, sobre todo porque apenas se habla de ello y para muchos es hoy completamente desconocido. Cuestión nada fácil, en primer lugar porque concupiscencia significa dos cosas distintas, y en segundo lugar porque hay una tendencia generalizada a pensar que los niños, por el hecho de serlo, viven en estado de bondad natural, lo cual, siendo verdad en algunos momentos, no lo es siempre, ni mucho menos.

Los dos significados de la concupiscencia vienen expresamente señalados en la definición que da el diccionario de la RAE. Concupiscencia: “En la moral católica, deseo de bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado de placeres deshonestos”. Cara y cruz. Por una parte el deseo de bienes terrenos (entre los cuales está el deseo ordenado de placeres honestos) que es de suyo cosa buena, un bien, y puede que no solo buena, sino muy buena; por otra, si ese deseo es de placeres deshonestos, la cosa cambia, y ya no se trata de un bien, sino de un mal, ¡alto ahí!, ¡peligro!, porque el deseo desordenado de placeres deshonestos es lo mismo que el gusto por el mal; dicho en términos morales, es el atractivo con que se nos presenta el pecado. Adviértase que el mal no está en el deseo de lo placentero sino en el deseo desordenado, en la falta de honestidad. (Digamos de paso, aunque sea salirnos del tema, que para ordenar el deseo de bienes sensibles está la virtud cardinal de la templanza, cuyo cometido más importante es poner orden en el interior de la persona en el disfrute de bienes placenteros).

¿Qué tiene que ver esto de la concupiscencia con lo que veníamos diciendo de hacer nuestro (poseer) lo que nos entra por los sentidos?

Mucho, porque está en la misma línea, la relación es de continuidad, una continuidad cuya clave está en la posesión. Cuando por los sentidos se nos proporcionan experiencias sensibles gustosas o placenteras, las meras impresiones sensoriales no agotan el deseo, sino que lo estimulan. Esta es la dinámica de todo placer, físico, psicológico o espiritual; siempre quiere más y lo quiere más veces, repetidamente. Querer más significa que no le basta con poseer la impresión sensorial gratificante que produce el objeto, sino que tiende a poseer el objeto; cuando el deseo se transforma en acto, es decir, cuando lo deseado pasa a ser poseído, entonces el deseo desemboca en habituación, por eso el querer repetidamente lleva al hábito.

Abrir los ojos para disfrutar del bien es un bien en sí mismo; abrir los ojos para conocer el mal y apropiárselo es quebrar la inocencia. No es difícil caer en la cuenta de que en el fondo de este asunto está el cuadro relatado por el Génesis cuando a nuestros primeros padres, tras la transgresión, el pecado primero, se les abrieron los ojos y se vieron desnudos. Entonces se les acabó el estado de inocencia. ¿Tenían los ojos cerrados hasta entonces?, ¿eran ciegos? No, evidentemente, los tenían abiertos y bien abiertos para disfrutar del sinfín de dones del paraíso, en cambio los tenían cerrados para la avidez, para el mal, para dar curso a un desorden que previamente no conocían.

El relato bíblico es de sobra conocido, pero siempre es bueno volver a él. Así lo cuenta el autor sagrado: “La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron. Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín” (Gen 3, 6-8).

Cuando conocemos el mal, el mal conocido queda psicológicamente dentro de nosotros, de todos, niños y adultos, pero especialmente dentro de los niños por la plasticidad de sus cerebros en desarrollo Clic para tuitear

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