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Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (VI)

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Sin inocencia no hay infancia feliz. Así cerrábamos el artículo anterior y así abrimos este.

Aunque solo fuera por este motivo, ya sería razón suficiente para custodiar la infancia con todo esmero y cuidado. Mientras se pueda, hay que prevenir la experiencia del mal porque el niño, por su inmadurez natural, por su debilidad psicológica, no puede experimentarlo sin grave daño. Está demostrado hasta la saciedad que las personas que han tenido una infancia feliz (es decir, inocente) son los que llegados a la adultez encaran la vida con las mejores actitudes: con actitudes positivas, con estabilidad de ánimo, con buen humor, con esperanza, con resistencia ante las adversidades. Una infancia feliz es un seguro de vida psicológico que suscriben los padres en favor de los hijos, si bien, luego ellos son libres de utilizarlo o no.

No manifiesto una opinión particular, más o menos atinada, sino una constatación afirmada muchas veces por las ciencias humanas que tratan de estas cosas, conclusiones tras el estudio de infinidad de casos que además cualquiera puede confirmar desde experiencias conocidas, propias o  ajenas. Del mismo modo, también está comprobado que las personas heridas en su infancia, cuando llegan a adultos tienden a reproducir en los demás heridas iguales o similares a las que ellos sufrieron.

En este momento de mi trayectoria personal no tengo demasiado contacto con familias jóvenes, pero sí barrunto que la vigilancia por la inocencia no debe estar conociendo sus mejores momentos. Hablo de la inocencia en sentido amplio, genérico, entendida no como ausencia de culpa, sino como inexperiencia del mal cometido por uno mismo, sea del tipo que sea.

(Una aclaración me parece necesaria. En varios artículos de esta serie vengo repitiendo una y otra vez expresiones relativas a la inocencia, y cuando hablo de su pérdida, no me estoy refiriendo a la pérdida de la inocencia en materia de sexualidad; esa también, y bien importante que es, pero no en exclusiva, hablo de la pérdida de la inocencia como conocimiento del mal por experiencia, en cualquier ámbito).

Cuando digo que el cuidado por mantener la inocencia no conoce sus mejores momentos, pienso en todo lo que entra  por los ojos y por los oídos, por ejemplo en las conversaciones que se ponen al alcance de los oídos infantiles, adolescentes y juveniles. Los ojos y los oídos de un niño son receptores siempre abiertos y tanto los gestos como las palabras de los adultos dejan en ellos un poso muy grande. Por eso hay que ser extremadamente cautelosos y medidos en cualquier tema que exceda su madurez; no es necesario irse a cuestiones especialmente escandalosas, es suficiente, por ejemplo, con caer en la cuenta de comentarios, tantas veces descuidados, que sobre otras personas hacemos delante de los niños, no siempre para dejarlas bien.

El cerebro infantil no recibe las palabras como las recibe un cerebro adulto, que ya lleva mucho entrenamiento. Discernir lo que uno oye no es nada fácil y es cosa que no corresponde a la infancia, cuyo pensamiento se caracteriza por la inmediatez y la concreción.

Una de las observaciones en las que coinciden tanto los padres como los diversos expertos en la infancia (maestros, psicólogos, pedagogos, etc.) está en señalar el ensanchamiento de la adolescencia por abajo y por arriba, respecto a los estándares de no hace tanto tiempo; por abajo finalizando la infancia antes de tiempo, por arriba dilatando la adolescencia y retrasando la entrada en la juventud. La pregunta es quién nos obliga a que sea así, porque estos cambios no los produce ningún virus que traiga o lleve el aire.

Y la respuesta está en lo que entra (en lo que dejamos que entre) en los cerebros infantiles, sobre todo a través de sus ojos y sus oídos: juegos, videojuegos, canciones, programas de televisión… y especialmente la moda en el vestir. Cualquiera puede darse cuenta, porque está a la vista, que hay un empeño anónimo pero muy fuerte y muy extendido en acortar los años de la niñez. Si la primera batalla para apropiarnos de la realidad y modificarla a nuestro gusto es la batalla del lenguaje, obsérvese cómo la palabra “infantil” ha sufrido un enorme descrédito precisamente entre la población infantil, hasta hacerla sinónimo de inmaduro o poco avispado. Otro ejemplo: en esta época, en el lenguaje coloquial la palabra “niño” se sustituye a menudo por palabras como enano o peque. ¿Da igual? Para entendernos sí, pero no es lo mismo decir niño que decir enano. ¿Quién hace esta mudanza en el lenguaje? No lo sabemos porque no hay autoría definida, pero la presión ambiental sobre los padres es muy muy fuerte.

¡Qué tesón, qué manía y qué canallada, dejar a los niños sin infancia!

¡Qué tesón, qué manía y qué canallada, dejar a los niños sin infancia! La inmadurez infantil no es ningún contratiempo, no es ninguna merma, ni tiene ningún efecto nocivo conocido; la inmadurez infantil es necesaria para poder madurar porque solo puede madurar lo inmaduro. Y debe hacerlo a su tiempo, con sus ritmos, sin adelantar ni retrasar las etapas. Todo lo que sea apresurar o dilatar la madurez artificialmente, es alterar psicológicamente los procesos de crecimiento con el daño consiguiente. ¡Qué afán en que los niños dejen de ser niños antes de tiempo, qué prisas en que desaparezca cuanto antes la inocencia!, un afán y unas prisas que no tienen nada de inocentes.

Lo que llama la atención de esto, al menos la mía, es que por una parte, generalmente, los padres aceptan de muy buen grado que los niños sean niños, pero por otra, muchos, muchísimos, quizá sin darse cuenta, dejan escapar un objetivo que está en sus manos sin excesiva dificultad. ¿Quién les obliga a forzar los ritmos de maduración?, ¿por qué no impiden que lo hagan otros?

Las palabras son las herramientas con las que trabaja el pensamiento y por eso precisamente no son inocuas. En cuanto a las que llegan a los oídos infantiles, a muchas palabras se las lleva el viento, es verdad, pero otras quedan grabadas durante años o para siempre, dependiendo en gran parte de la vinculación del niño con quien las dice o de la autoridad moral que se le conceda. Y lo mismo cabe decir de las imágenes; algunas se quedan incrustadas en la memoria sin fecha de caducidad, y como la imaginación trabaja con imágenes, las imágenes que han impactado en el niño, o en el adolescente y en el joven, aparecen y desaparecen con ningún control por parte de la voluntad, como es propio de la imaginación.

Para terminar, unas palabras sobre la objeción según la cual proteger es hacer de ellos gente  rara. También aquí conviene aclarar conceptos. Si por rareza se entiende dificultad para establecer relaciones personales, entonces hay que posicionarse en contra de la rareza porque las relaciones –las relaciones personales auténticas– son el gran medio que tenemos para desarrollarnos y construirnos como personas.

Ahora bien, si por rareza se entiende la oposición al mal o al error, entonces no hay tal rareza, sino la más sana normalidad, aunque sea escasa; si la la rareza consiste en no comulgar con el mal, en cualquiera de sus versiones, ¡bendita rareza! Si por vivir moralmente limpios nos toman por raros, es preferible pagar esa incómoda cuota que pasar por normalizados a costa de asumir criterios y comportamientos, usos y costumbres, contrarios a la dignidad personal y/o a la fe. Si para que los muchachos de hoy no sean raros tienen que ser descarados, tragar pornografía o hacer fiesta a base de alcohol y drogas, entonces, ¡viva la rareza!

Por eso se necesitan ambientes donde lo que esté normalizada sea la vida buena, virtuosa, sana y alegre, donde se puedan establecer esas relaciones constructivas a las que me refería antes. ¿No existen tales ambientes? Pues hagamos que existan, los ambientes no los trae el viento, los creamos los hombres.

Pemíteme, amigo lector, que narre algo que me contaba hace tiempo un sacerdote que en su día fue rector de seminario. Según decía, a finales de curso se le presentó un joven con la intención de informarse y pedir ingreso para los estudios eclesiásticos. En la entrevista inicial el joven tuvo la ocurrencia de preguntar qué tal era el ambiente de allí dentro. El rector, haciéndose cargo del desvío de la pregunta, amablemente le respondió esto: “Tendrás a tu alrededor el ambiente que tú hagas”. Pues algo parecido. Los muchachos de hoy tienen el ambiente que sus padres les proporcionan, sea el creado por ellos en casa, sea el del colegio que elijan, sea el del tiempo libre que se les proporcione; cosa distinta son las dificultades del momento actual, que no son pocas. Pero no caigamos en el error de pensar que solo existen dos posibilidades, el muladar o la nada, lo que nos ofrece el mundo actual o el aislamiento. Eso será cierto solo si hacemos huelga de brazos caídos.

Lo que sí conviene tener claro es que no se puede estar sano y enfermo al mismo tiempo. Ese es, me parece a mí, el empeño mal planteado de no pocos de los cristianos actuales, que queremos hacer encajar el evangelio con las corrientes sociales dominantes que son abiertamente antievangélicas, y por una parte deseamos estar plenamente integrados en la Iglesia, asumiendo al mismo tiempo criterios extraños y hostiles a la fe. Y algo parecido ha ocurrido siempre, y sigue ocurriendo, con tantos padres respecto de sus hijos, quieren que tengan una conducta canonizable y a la vez que no se distingan de la masa. O sea, cristianismo progre de última generación, cristianismo guay. Si ese logro no fuera una falacia perversa sería para felicitarse: ¡Albricias, por fin hemos conseguido servir a dos señores!

Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (V)

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