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Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (II)

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Me ha parecido conveniente comenzar el presente artículo reproduciendo el último párrafo del anterior, del cual este es continuación. Terminaba ese artículo hablando de la ideología de género, a la que califiqué de necia y maliciosa (“por sus frutos los conoceréis”) y por eso precisamente está más que justificada la oposición y la lucha contra ella. ¡Cuidado!: no contra las personas que participan de tal ideología, pero sí contra esas ideas. Pues bien, en ese párrafo último, a propósito de la ideología de género, decía lo siguiente:

“¿Cómo hacerla frente? Cayendo en la cuenta de que las ideologías son sistemas de pensamiento, estructuras de ideas (por eso se llaman ideologías) que alcanzan sus objetivos cuando se materializan, es decir, cuando se llevan a la práctica en hechos visibles. Pero distingamos los efectos de las ideologías de su esencia. Por ser ideas, su esencia es espiritual. Solo los seres espirituales pueden generar ideologías, no así los animales. Saber esto no es ocioso ni baladí, porque la lucha contra las ideologías solo puede hacerse desde las ideas, es decir desde el espíritu; con ideas que respondan a la verdad y la expongan, o lo que es lo mismo, con armas espirituales y con la verdad del Espíritu”.

La pregunta ahora es qué ideas son las que responden a la verdad y cuáles son esas armas espirituales a las que me refiero.

Como ocurre que la verdad está repartida en varias fuentes y se puede llegar a ellas por varios caminos, el rastreo de esas fuentes nos haría salirnos del cauce propio de estas líneas; por ese motivo me centraré solo en una de ellas, la única que es absoluta, y por serlo, excede en importancia a todas las demás.

Esa fuente infalible y segura, superior a cualquier otra fuente de verdad, es la Palabra de Dios, la cual no puede engañarse ni engañarnos porque la Palabra de Dios es Dios. Para nuestro propósito, que es encontrar ideas (armas espirituales) con las que hacer frente a la ideología de género, es sumamente útil saber que la Palabra de Dios dice de sí misma que ella es “la espada del Espíritu”. La expresión está en la Carta a los Efesios y pertenece a esta cita: “Empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios” (Ef 6, 17). Espada y no una espada cualquiera, sino más tajante que si fuera “espada de doble filo” –sigue diciendo la Escritura–. He aquí el versículo completo: “La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón” (Heb 4, 12).

Cuando acudimos a otras fuentes de verdad: el sentido común, la lógica, los datos científicos, las citas de autoridades, etc., y basamos en ellas nuestros argumentos contra las ideologías, el resultado es el fracaso porque la mente ideologizada no atiende a razones. Esos recursos son buenos y hay que contar con ellos estimándolos en lo que valen, como medios auxiliares válidos solo para tiempos de paz, pero no para la guerra ideológica.

Tomemos un solo ejemplo del que el feminismo radical ha hecho bandera desde hace más de cincuenta años: el aborto voluntario.

Agarrándonos a evidencias científicas, a razonamientos de sentido común o de filosofía personalista, a reacciones emotivas, a testimonios de arrepentimiento, etc., apenas conseguimos poner algún freno a esta sangría, que ha seguido y sigue extendiéndose por todo el mundo como lo que es: sentencia de muerte para inocentes indefensos dada por sus propias madres. Solo Dios podrá juzgar el grado de responsabilidad moral que puedan tener, pero el hecho –irreversible– es que el hijo es exterminado antes de ver la luz. Este problema gravísimo tiene un origen ideológico, es decir, espiritual, por lo cual solo se acabará con él cuando la fuerza espiritual de sus contrarios sea mayor que la fuerza espiritual de sus mentores. Y lo mismo cabe decir de la ideología de género, que no es lo mismo que el feminismo, pero sí pertenece al mismo continuo ideológico.

ahí tenemos abandonada un arma poderosa, contra la cual se estrellarían todas las argucias y todos los sofismas

Las ideas y las palabras del mal espíritu solo pueden ser vencidas con las armas del buen espíritu. Si dejamos de usar las grandes armas de que disponemos, la primera, no la única, esta de la Palabra de Dios, la guerra no se ganará nunca. Sea por desconocimiento, sea porque pensamos que solo es válida para los creyentes, sea por una falsa humildad o cobardía… sea cual sea la causa, el caso es que ahí tenemos abandonada un arma poderosa, contra la cual se estrellarían todas las argucias y todos los sofismas (falsedades que parecen argumentos lógicos, cargados de razón) de los promotores de esta o de cualquier otra ideología errónea y dañina.

Retomemos ahora a la cuestión que nos ocupa, que es la función de custodiar propia del varón, cabeza de familia, y para ello volveremos nuevamente a copiar unas palabras del artículo anterior. En él nos preguntábamos en qué consiste custodiar y respondíamos lo siguiente:

“El verbo custodiar dirige nuestro pensamiento a algo que es valioso y frágil a la vez, algo que hay que proteger porque puede ser dañado con facilidad. Se custodian documentos importantes, joyas, obras de arte… y, por encima de todo ello, se custodia a las personas necesitadas de especial protección. Se custodia la Santa Hostia cuya materialidad es una oblea de pan extremadamente débil, alojada en esa corona de orfebrería a la que llamamos precisamente así, custodia”.

Diciendo esto vamos a chocar de inmediato con un criterio que el feminismo ha instalado en las cabezas contemporáneas y ha extendido con notable éxito y es la idea del igualitarismo: tabla rasa del varón y la mujer usando la palabra igualdad como talismán. Aprovechando una parte de verdad, que consiste en la igual dignidad del hombre y la mujer, se pretende hacer desaparecer las diferencias específicas entre los sexos, estableciendo un rasero de igualdad falso y contra natura.

No es verdad que entre hombres y mujeres no haya diferencias esenciales, no es verdad.

Las hay, fisiológicas y psicológicas, y por eso hay que decir que no somos iguales. Somos iguales en dignidad y en derechos, eso sí es verdad. Ambos sexos tenemos capacidades para asumir y desarrollar las mismas responsabilidades en muchas de la parcelas de la vida social: profesiones, cargos, etc., pero esa es una parte de la verdad, no toda la verdad. Hay un recurso del lenguaje llamado sinécdoque que consiste en tomar la parte por el todo, o viceversa, el todo por la parte. Tendríamos que abrir mucho los ojos para no dejarnos arrastrar por esta ‘cultura de la sinécdoque’ que se nos ha impuesto en todos los órdenes de la vida a base de señuelos y trágalas repetidos machaconamente, sin descanso, a todas horas y por todas partes.

La almendra de esta cuestión de la custodia está en que si aceptamos como verdadero el rasero entre varón y mujer, entonces no podemos aceptar que el varón tenga la función de custodiar a su familia, esposa e hijos. Porque es evidente que para que haya custodia tiene que haber una parte que custodie y otra parte custodiada, lo cual significa admitir que la parte custodiada necesita ser custodiada por su debilidad y/o delicadeza. ¿Estamos dispuestos a admitir que la mujer es más delicada y débil que el hombre? ¿Sí o no? Quienes lo acepten, podrán aceptar (si quieren) que el varón sea el custodio de la mujer, quienes se rebelen contra esa idea, no aceptarán custodiar (si son hombres) ni ser custodiadas (en el caso de las mujeres).

Decíamos que la gran arma es la Palabra de Dios. Pues vayamos a ella para ver si dice algo al respecto. Y resulta que sí. En su primera carta, san Pedro, el primer papa de la historia, escribe a los cristianos (a los de su época y a los de todas las épocas) cómo debemos someternos unos a otros a imitación de Jesucristo. Y después de poner algunos ejemplos, les dice lo mismo a los esposos, hombres y mujeres: “Igualmente, vosotras, mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, para que si incluso algunos no creen en la palabra, sean ganados no por las palabras sino por la conducta de sus mujeres, al  considerar vuestra conducta casta y respetuosa” (I Pe 3, 1-2). Y a ellos: “De igual manera vosotros, maridos, en la vida común sed comprensivos con la mujer que es un ser más frágil, tributándoles honor como coherederas que son también de  la gracia de la Vida” (v. 7).

Estas palabras sagradas suscitan (me suscitan a mí) dos preguntas que deben ser respondidas.

Si acabamos de afirmar que “ambos sexos tenemos capacidades para asumir y desarrollar las mismas responsabilidades en muchas de la parcelas de la vida social: profesiones, cargos, etc.”, parece evidente que la fragilidad femenina no puede ser intelectual, ni en general de capacidades o de valía humana. Menos aún podríamos pensar en fragilidad psicológica en sentido amplio, algo así como falta de fortaleza o de voluntad. Está más que comprobada la suficiencia femenina en multitud de campos, y su superioridad respecto del varón en resistencia psicológica frente a las adversidades, en tesón, en carácter fuerte, en capacidad para llevar adelante un cometido venciendo gigantes. ¿Entonces, qué fragilidad es esa? Primera pregunta.

en qué consiste la fragilidad femenina, y a mi parecer hay dos respuestas posibles

La segunda pregunta es cuál es la causa de que estas palabras de la Escritura causen desazón y rechazo, hasta hacernos sentir heridos. Hoy solo tendremos espacio para intentar responder a la primera: en qué consiste la fragilidad femenina, y a mi parecer hay dos respuestas posibles. Por una parte la fragilidad consiste en inferioridad de fuerza física respecto del varón, por otra se trata de una fragilidad afectiva.

Acerca de la fuerza física, no serán necesarias muchas explicaciones. ¿Nos empeñaremos en negar que el varón, por ser varón, está dotado de mayor fuerza física que la mujer? Aquí no vale el tesón femenino, ni la fuerza de voluntad, ni sesiones de gimnasio; a base de todo ello algunas mujeres pueden superar a otras mujeres e incluso a muchos hombres, pero la comparación no es esa, porque para mantener el rasero de la igualdad habría que comparar a mujeres físicamente bien entrenadas con hombres también bien entrenados. Hay múltiples ejemplos, basta con fijarse en las competiciones deportivas habituales, en los deportes tradicionales basados en la fuerza, –me vienen a la cabeza las competiciones de fuerza autóctonas del País Vasco–, en la pesca en alta mar, en las guerras, como la actual de Ucrania, etc. Basta con estas muestras para poner de manifiesto que no cabe discusión en cuanto a la superioridad masculina en fuerza física.

 En lo que sí cabe discusión es en el reconocimiento y en el valor social que merece la fuerza física, que en mi opinión está bastante desacreditada, precisamente por ser un rasgo masculino dominante. A propósito de ello, deberíamos reconsiderar la estima, o la falta de estima que concedemos a la fuerza física y valorarla como se merece, o sea, como lo que es: un potencial masculino, una capacidad dada por Dios que “hombre y mujer los creó” (Gen 1, 27), una dotación del Creador puesta en la naturaleza de los sexos para que los varones puedan ejercer con relativa facilidad su vocación de custodiar.

La segunda respuesta que surge al preguntarnos por la fragilidad femenina tenemos que encontrarla en la psicología de los afectos

La segunda respuesta que surge al preguntarnos por la fragilidad femenina tenemos que encontrarla en la psicología de los afectos. Me refiero a una dimensión afectiva de la psicología femenina que hace a la mujer permanecer presa de una dependencia afectiva respecto de su pareja, mucho mayor que la del hombre respecto de ella. Cuando hombre y mujer se enamoran a fondo, de verdad, ambos quedan ‘pillados’ por el otro, pero con diferente intensidad. La constatación de que esto sea así, la encontramos también en la Palabra de Dios. Tras el pecado de Adán y Eva (de los dos), Dios “a la mujer le dijo: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará»” (Gen 3, 17).

Sentencia divina irrefutable sobre las consecuencias del pecado, que solo se pueden revertir revirtiendo el pecado, es decir, con las armas del Espíritu: Palabra de Dios y vida de gracia. La sentencia no era que las cosas tuvieran que ser así, sino que así serían en caso de transgresión. Y así fueron y así son. La transgresión no era el plan de Dios, pero estaba en el plan de Dios y con la transgresión, el remedio para sus nefastas consecuencias: el sacramento del Santo Matrimonio vivido como Dios manda y la Iglesia enseña.

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