La evolución de las especies es asunto que tiene poco debate en los días que corren. Todo el mundo -todo el mundo con opinión fundamentada- acepta que las especies actuales proceden de otras anteriores por divergencia, y que si retrocediéramos lo bastante en el tiempo -pongamos, 4000 millones de años- llegaríamos a un hipotético antepasado común de todos los seres vivos actuales: animales y plantas, hongos y bacterias.
Como es obvio, la condición previa es la reproducción de los seres vivos, de modo que cualquier cosa que impida esa reproducción impide también la evolución. No hay manual introductorio en la materia que no recuerde, por ejemplo, que la Revolución Industrial, que impregnó de hollín las corteza de los abedules, promovió en la mariposa de los abedules (Biston betularia) el predominio de ejemplares de alas grises, sobre los de alas pardas, que eran los habituales hasta entonces. O el de la liebre ártica, cuyo pelaje pardo se vuelve blanco durante los meses en los que el paisaje está cubierto de nieve. En ambos casos el cambio de color significa mayor posibilidad de pasar desapercibido a los ojos de los predadores, y, por lo tanto, de llegar a reproducirse.
Lo que ya no concierta tanto acuerdo es cómo surge ese color tan ventajoso. ¿Estaba ya ahí? ¿Irrumpe repentinamente? La revista Journal of Evolutionary Biology acaba de publicar un artículo que puede aportar algo de luz en este asunto. Se refiere a los espermatozoides del pez cebra. Nadie negará que, para todo lo referido a cuestiones de reproducción, los espermatozoides tienen una importancia tal que el colorido, a su lado, se reduce a una simple cuestión de vanidad. Pues bien, el trabajo al que me refiero asegura que cuando el pez cebra macho nada feliz y relajado entre las hembras no considera necesario esmerarse en la producción de su semen. Pero cuando las circunstancias cambian, cuando en el mismo espacio aparecen más machos y la cosa se pone seria, el pez cebra se esfuerza en producir espermatozoides más hidrodinámicos, más resistentes a la presión osmótica del agua, con un aparato propulsor más enérgico; en resumen: más eficaces en su misión reproductiva.
Y, -¡qué curioso!- pocas semanas después ha publicado The Economist un artículo titulado “Todo está en la mente” que nos viene a decir lo mismo, pero de otra forma. Describe un experimento realizado con jugadores de golf, que ante la supuesta mayor dificultad de un recorrido reaccionan terminándolo en menos golpes de los que les costaba cuando pensaban que los hoyos eran más fáciles. “Intelectus apretatus discurren que rabian”, decíamos cuando jugábamos a hablar latín.
Venimos a lo mismo: cuando la cosa se ponen fea aparecen salidas donde no había ninguna. A estas alturas venimos a descubrir que la realidad, para decirlo coloquialmente, “da de sí”, algo que ya nos contaba, hace tantos años, Xavier Zubiri (entre paréntesis: su libro “La estructura dinámica de la realidad” es una de las obras más conmovedores de la filosofía española del siglo XX. Y entristece comprobar que Google ni siquiera se acuerda de él cuando tecleamos su apellido).
Digo que, finalmente, las ciencias experimentales y las ciencias humanas convergen en esta conclusión: la dificultad es creativa, da a luz nuevas posibilidades, enriquece la realidad. Convienen decirlo bien alto, para que lo oigan nuestros pedagogos y legisladores: el hombre siempre está llamado a más, a ser más, a ser mejor. No hacemos ningún favor a nadie envolviéndolo en algodones: es el modo más seguro de impedir su desarrollo. Sólo la lucha contra la adversidad nos permitirá obtener lo mejor de nosotros. O, como nos enseñaban en los rudimentos de Biología, «la función crea el órgano».