Vivimos tiempos apasionantes y complejos. Las escuelas están cambiando, y lo hacen a un ritmo vertiginoso.
Donde antes había tiza y cuadernos, ahora hay pantallas, plataformas y paneles de datos. Pero ¿estamos usando estas nuevas herramientas para servir mejor a nuestros alumnos, o corremos el riesgo de convertir la educación en una carrera de cifras?
Del cuaderno al clic
Es innegable que la tecnología ha abierto posibilidades extraordinarias en nuestras aulas. Plataformas como Google Classroom, videoconferencias, pizarras digitales… Todo esto nos ha ayudado a mantener el vínculo educativo incluso en tiempos difíciles, como durante la pandemia.
Pero junto a los dispositivos visibles, hay otro fenómeno menos perceptible que merece atención: la datificación.
Cada actividad digital deja un rastro, y ese rastro se convierte en datos: quién entra, qué hace, cuánto tarda, con qué frecuencia se conecta, qué resultados obtiene. Estos datos se recogen, se cruzan, se analizan… y se convierten en informes. Las escuelas, nos dicen, deben transformarse en “organizaciones guiadas por datos”.
¿El objetivo? Anticipar necesidades, personalizar aprendizajes, tomar mejores decisiones. Suena bien. Pero conviene mirar con calma.
¿Más datos, mejor educación?
Existen pruebas internacionales como PISA, nacionales como las evaluaciones diagnósticas, e internas como los controles que aplicamos en clase. A esto se suman datos de asistencia, satisfacción familiar, interacción digital… Un océano de información. Y como todo océano, es inmenso, pero también puede ser peligroso si no se navega con brújula.
Surgen varias preguntas: ¿Quién maneja realmente estos datos? ¿Con qué criterios? ¿Y con qué finalidad última? No es una exageración decir que buena parte de esta información acaba en manos de grandes corporaciones tecnológicas.
Esto plantea serios interrogantes sobre la privacidad, la autonomía educativa y los fines comerciales de ciertos desarrollos.
Y sobre todo, nos obliga a preguntarnos: ¿seguimos viendo a nuestros alumnos como personas únicas o empezamos a tratarlos como puntos en una gráfica?
El rostro detrás del dato
En una reciente investigación australiana llamada Data Smart Schools, un grupo de expertos analizó cómo funciona esta realidad en centros educativos reales.
El resultado fue muy revelador: las escuelas no operan con sistemas mágicos que lo hacen todo por sí solos. Detrás de cada plataforma, hay un profesor que ajusta, un técnico que corrige, un administrativo que consolida.
Lejos del mito de la automatización total, la realidad escolar sigue siendo profundamente humana.
Uno de los investigadores, por ejemplo, trabajó con un profesor de ciencias que era el “hombre de los datos” en su colegio. Usaba hojas de cálculo para organizar todo: asistencia, notas, observaciones.
Su mayor problema no era técnico, sino de tiempo y desconexión entre sistemas.
Y esto es algo que muchos docentes reconocerán: la tecnología debería liberar tiempo para educar, no añadir más burocracia.
Otro estudio, esta vez en el Reino Unido, reveló cómo algunas escuelas han desarrollado algoritmos IA propios para “clasificar” a los alumnos según su rendimiento y potencial. Estos datos decidían quién recibía apoyo, quién salía de clase de arte para una sesión extra de matemáticas, y quién quedaba fuera del radar.
¿Estamos dejando que los números dicten lo que vale la pena enseñar? ¿Puede una ecuación predecir el alma de un niño?
El valor del discernimiento
Como católicos, sabemos que el ser humano no se reduce a su utilidad, su rendimiento o su productividad. Cada niño y cada joven es imagen de Dios, llamado a crecer en libertad, en verdad y en bien. Esta mirada no es opcional: es el centro de nuestra vocación educativa.
La tecnología no es enemiga. Al contrario, puede ser una gran aliada si está al servicio de la persona. Pero, como recuerda San Pablo, “todo me es lícito, pero no todo me conviene” (1 Cor 6,12). Y eso exige discernimiento.
¿Qué queremos formar: expertos en rendir pruebas o ciudadanos libres y compasivos? ¿Hijos obedientes del algoritmo o buscadores inquietos de sentido?
Hacia una tecnología con rostro humano
Frente a los desafíos actuales, algunos caminos ya se están explorando. El diseño participativo, por ejemplo, propone que sean los propios docentes y estudiantes quienes colaboren en el desarrollo de las herramientas digitales que van a usar. Y hay propuestas que abogan por contratar desarrolladores internos en los centros, para que los sistemas digitales se adapten de verdad a la realidad de cada escuela, y no al revés.
Pero más allá de las soluciones técnicas, lo que necesitamos es una pedagogía del corazón. Una educación donde la persona, no el dato, sea el centro.
Donde los sistemas sirvan al encuentro, y no lo sustituyan. Donde sigamos creyendo que el verdadero progreso no se mide en estadísticas, sino en crecimiento interior.
Una invitación a la esperanza
Este artículo no busca alarmar, sino invitar al diálogo. Necesitamos hablar, escucharnos, pensar juntos. Como educadores, no podemos limitarnos a seguir la corriente. Nuestra tarea es discernir con sabiduría, colaborar con prudencia, y mantener siempre encendida la luz de la esperanza.
Porque en medio de tantos cambios, una certeza permanece: la educación será siempre, o no será, un acto de amor.