Educar a los hijos se ha convertido —más que nunca— en un terreno plagado de consejos, expertos, podcasts, cuentas de Instagram y listas infinitas de cosas que “deberías de estar haciendo”. Y sin embargo, en medio de la vorágine, a veces no recordarnos lo esencial.
Basta mirar con sentido común y ternura una realidad que se nos escapa: que los niños necesitan que les enseñemos las grandes virtudes. Y que quizá, al poner tanto empeño en lo accesorio, estamos olvidando lo fundamental.
Lo que dejamos sin enseñar
Muchas veces educamos a nuestros hijos con miedo. Miedo a que sufran, a que fracasen, a que no “triunfen”. Y desde ese temor, les enseñamos a ser prudentes, a ahorrar, a medir, a evitar riesgos, a buscar el éxito.
Pero como decía Natalia Ginzburg en su libro «las pequeñas virtudes» (escritora italiana —madre de tres hijos y viuda de un intelectual asesinado por los nazis) : no eduques para el ahorro, sino para la generosidad. No para la prudencia, sino para el coraje. No para el cálculo, sino para el amor a la verdad. No para la comodidad, sino para la entrega.
Porque si bien es fácil aprender a ser cauto, lo verdaderamente necesario para vivir plenos requiere generosidad y esta muchas veces no brota sola. La verdad, tampoco. La abnegación menos.
¿Qué es una gran virtud?
Las grandes virtudes son las que nos asemejan a Cristo, las que nos llevan al Evangelio sin necesidad de palabras.
El que se da, el que ama sin medir…todo esto no se enseña con teoría, sino viviéndolo delante de nuestros hijos, incluso cuando no lo entienden todavía.
Educar en las grandes virtudes es no obsesionarse con que saquen buenas notas, sino con que sean buenos. No hacerles pensar que el objetivo de la vida es conseguir, sino ser auténtico. No prepararles solo para ganarse la vida, sino para entregarla, para ponerse en servicio.
Las grandes virtudes no son automáticas. Pero se contagian. Se inspiran. Se viven. Y eso, como bien sabe cualquier padre o madre, implica renunciar al control absoluto, aceptar que nuestros hijos son un misterio que se nos confía, no un proyecto a ejecutar.
Queremos formarles para que tengan éxito, pero no nos atrevemos a prepararles para amar. Les decimos “sé tú mismo”, pero luego medimos su valor según sus logros. Les protegemos de todo riesgo, pero les negamos la oportunidad de ser valientes, de luchar por la verdad.
La educación como don, no como inversión
Educar desde las grandes virtudes no garantiza aplausos. Pero deja huella. Y salva. Dando vida se te da la vida.
Educar en lo invisible es un acto contracultural. Pero, como bien apunta Natalia Ginzburg, lo pequeño no puede abarcar lo grande. La generosidad incluye el ahorro, pero el ahorro nunca enseñará a amar. El coraje puede llevar a la prudencia, pero la prudencia no despertará la entrega. La verdad puede convivir con el silencio, pero la astucia jamás formará personas libres.
Tal vez sea hora de repensar nuestros criterios. De hacer examen no tanto sobre qué les damos a nuestros hijos, sino si les estamos enseñando a vivir en plenitud.
Si les hacemos sentir que lo importante es ser eficientes, ganarán eficacia… pero no aprenderán a vivir. Si les enseñamos que lo importante es ganar, lo harán… pero quizá nunca sabrán perder.
Pero si les mostramos lo sublime, lo que más vale, entonces educaremos no solo ciudadanos funcionales, sino almas en verdad y libres.
Y esa sí que sería, como dice Natalia Ginzburg, una pequeña gran revolución.