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El Papa Francisco: un hombre libre

Iglesia

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El Papa Francisco ha sido un hombre libre. Libre hasta el escándalo. Libre hasta la incomprensión. Libre como sólo lo son aquellos que han entregado su voluntad a Otro. 

Su figura se escurría si intentabas meterlo en el cajón de lo previsible.

Quien se haya acercado a él con deseo sincero de entenderlo, sabe de lo difícil que era salir ileso de un diálogo con el papado de Francisco. 

Porque desarmaba. Uno buscaba definiciones pensadas, certezas manejables, doctrinas… Él, en cambio, proponía la Verdad. No una verdad cómoda, razonablemente estructurada, sino la Verdad sin mirar más allá. Una verdad que muchas veces no cabe en los esquemas de este mundo, pero que lo salva.

La libertad molesta

Francisco fue profundamente incómodo. Lo fue para los que aman el todo bajo control y raciocinio. Lo fue para los que preferían una Iglesia que observa el mundo sin mezclarse, sin dolerse. Pero también lo fue para los tibios, los que querían una fe light.

Él no quería una Iglesia acorazada, sino una Iglesia encarnada. Que se arremangue. Que se equivoque si hace falta, pero que viva.

Porque sólo el que es libre puede obedecer de verdad. Y sólo el que obedece a Dios puede cambiar la historia.

Los descartados: el centro del Evangelio

Uno de los rasgos más convulsos de su pontificado fue su mirada a los márgenes. No teóricos, no sociológicos: reales. 

Los que el mundo olvida, aparta o desprecia. Allí fue donde puso el acento. Los descartados, como él los llamaba: los migrantes, los presos, los divorciados, los enfermos, los pobres, los homosexuales, los que no encajan. Él los abrazó. No porque fueran perfectos, sino porque son hijos amados. Y porque allí, donde no hay nada que demostrar, Cristo se hace más evidente.

No pocos, desde dentro y fuera, quisieron crucificarlo por eso. No se entendía. ¿Un Papa que dice que una Iglesia que no sirve, no sirve para nada? Sí. Precisamente eso. Un Papa que, como Jesús, abrazó al leproso y se sentó con los publicanos y pecadores.

El legado de lo impensable

Francisco habló claro muchas veces. Otras, su espontaneidad descolocaba. Su lenguaje, a menudo directo, le generó titulares incómodos. Pero detrás del gesto estaba el alma. Una alma convencida de que Dios puede lo que nosotros no. Que el Evangelio no se explica sólo con libros, sino con vida.

Nos arrodilló, nos hizo pensar, nos impulsó a tener fe y nos invitó a rezar más. Porque quien sólo escuchaba sus frases polémicas se quedaba en la espuma. Pero quien profundiza descubre el evangelio que había detrás.

Francisco fue un hombre libre. Y por eso no gustó a todos. Pero también por eso, pasados los años, lo miraremos como se mira a los santos: con una mezcla de asombro, gratitud y una cierta nostalgia por las gracias que no supimos comprender del todo.

Quizá era demasiado de Cristo. Y eso, a menudo, resulta demasiado para nosotros.

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